Read La zona Online

Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (21 page)

—Depende —respondió Adu—. Somos comprensivos. Aceptamos lo que tienen. A cambio les damos un lugar para dormir cuando llegan aquí.

—¿Te refieres a esas naves dormitorio donde se hacinan?

—Es mejor eso que nada, ¿no crees? —dijo Madi—.Vosotros llegasteis a África y destruisteis nuestra cultura. —Volvió a golpearse en el pecho—. Yo preferiría estar en mi aldea, y ser un gran hombre como lo fue mi abuelo. ¡Sería luchador, el mejor sobre el
ilo
, y tendría el título de
Nze na Ozo
como él! Ahora allí no hay esperanza, ni para nosotros ni para ellos. Para sobrevivir, unos tienen que ser leones y otros antílopes. ¡Yo prefiero ser león!

Tras sus palabras, Madi se apartó de ellos y se dirigió hacia los baños, como si se sintiera ofendido. Laura se preguntó si había improvisado aquella breve arenga o si la tenía ensayada.

«Sobre todo para convencerse a sí mismo», pensó. Intuía que Madi se sentía culpable.

—Madi tiene el corazón tierno —dijo Adu, corroborando de algún modo su sospecha—. No te metas con él,
Obo-Ukhunmwum
.

Laura prefirió no preguntar qué significaban aquellas palabras.

—Os habéis salvado por él, no por mí —continuó Adu, poniéndose en pie—. Yo le dije: «Eres estúpido salvando a gente que sale de un vehículo militar. Nos meterás en un lío». Pero él se empeñó. Así que no le critiques,
Obo
.

Laura se calló por prudencia. A solas con Adu se sentía más en peligro que con los dos juntos.

—Vuestro cinismo me revuelve el estómago.

Se dio la vuelta. Davinia se había acercado a ellos, tan sigilosa que Laura no había oído sus pasos. La sargento había hablado en susurros, porque las luces estaban apagadas y muchos de los refugiados, pese a la tensión y el miedo, se habían dormido tras las fatigas de aquel día de pesadilla. Pero incluso en murmullos, su voz vibraba de indignación.

—¿Y tú qué tienes que decir, india? —dijo Adu.

—Os aprovecháis de las ilusiones de vuestra propia gente para traerlos como esclavos.

—No son esclavos. La esclavitud es ilegal en España, ¿no?

—En la práctica sí lo son —respondió Davinia—. La deuda que contrae esa gente con los
sponsors
es tan grande que tienen que pasarse el resto de su vida trabajando para devolverla.

—¡Toda la vida! ¡Ja! Como mucho tienen que devolver siete mil euros. Dos, tres años trabajando y ya está.

—¿Les cobráis siete mil euros? —preguntó Laura—. ¿No habías dicho que aceptáis lo que tengan?

Adu se encogió de hombros y miró para otro lado.

—Yo hablo de lo que hace otra gente, no yo.

—Y para las mujeres es todavía peor —dijo Davinia—. Muchas se endeudan por más de treinta mil euros, y la única forma de pagar es prostituyéndose. Y para asegurarse de que devuelven el dinero, los traficantes les quitan pelos y trozos de uña, y también sangre de la menstruación, y hacen rituales mágicos con todo eso para convencerlas de que si no pagan sufrirán terribles desgracias.

—¡Nosotros no hacemos eso! —dijo Madi a sus espaldas. Ya había vuelto del baño y se había descolgado el fusil del hombro.

Laura levantó las manos en un gesto contemporizador. Por alguna razón, se veía que para Davinia se trataba de un asunto personal. Tal vez, al ser ella misma emigrante, pensaba que Madi y Adu deberían seguir su ejemplo buscándose la vida de forma honrada en vez de traficar con carne humana. Pero no convenía llevar a los dos nigerianos más allá de la raya.

—Está bien —dijo—. Supongamos que vosotros los traéis por un precio razonable. Si lo decís, no tengo por qué dudarlo. Pero necesito averiguar algo más. ¿Sabíais que la gente que traíais venía infectada?

Ambos sacudieron la cabeza con vigor.

—Llegamos ayer con un nuevo cargamento —explicó Adu—. Entonces nos pilló este lío. Pero empezó con los que ya estaban aquí. Al principio no sabíamos ni qué pasaba. Yo pensaba: «Es un motín».

Laura pensó que él mismo se delataba al usar la palabra «cargamento», pero prefirió no decir nada.

—¿Traéis a esa gente siempre a Matavientos? —preguntó.

—Normalmente sí —respondió Madi—. Está cerca del mar y hay camas de sobra para los recién llegados.

—¿Y luego qué pasa?

—Mira alrededor, doctora —dijo Madi—. En los invernaderos hay más de cincuenta mil ilegales. Para tener más beneficios, los patrones les pagan jornales muy bajos. Más bajos que el salario mínimo. Pero cuando llevan unos meses aquí, aprenden español y se enteran de sus derechos. No hay más remedio que despedirlos y cambiarlos por ilegales nuevos. Nos los piden. Nosotros los traemos. Oferta y demanda.

Laura estaba cada vez más convencida de que aquellos dos tipos que se expresaban en un español casi perfecto tenían estudios, incluso tal vez una carrera universitaria. Pero si los titulados gozaban de pocas oportunidades en España, ¿cómo sería la situación en su país? Sin duda, dedicarse al tráfico de inmigrantes resultaba más provechoso que buscar un trabajo legal.

—¿Qué pasa con los que son despedidos? —preguntó Davinia—. ¿Es que os da igual?

—Ése ya no es nuestro problema —respondió Adu.

—Calla —le dijo Madi a su compañero. Luego, mirando a los ojos a Laura, añadió—: La verdad es que es triste, pero no tenemos la culpa. Es culpa de los españoles que les explotan.

—En eso tienes razón —dijo Laura, tratando de congraciarse con él para sacarle más información—. Pero ¿qué pasa con ellos?

Madi se encogió de hombros. Bajo los haces de luz que se colaban por las rendijas de las persianas, las fibras de sus deltoides se marcaron como cables.

—Algunos se quedan por aquí unos días, sin hacer nada. Cuando el hambre aprieta, se marchan a Madrid o a Valencia, o también a Barcelona, se meten en el
top-manta
o lo que pueden. Otros cruzan la frontera y siguen hacia Europa. Para las mujeres todo es distinto. Sobre todo si son guapas. Es una pena, pero la vida es así.

Eso significaba que la enfermedad podía haberse extendido ya por vía venérea a cualquier parte de Europa, comprendió Laura con horror.

—Hipócritas —masculló Davinia.

Laura se volvió hacia ella y le hizo un gesto para que se callara. Había caído en la cuenta de algo.

—Adu, has dicho hace un momento que llegasteis ayer con un grupo de ilegales. ¿Dónde están ahora?

Adu y Madi intercambiaron una mirada. Después, Madi señaló hacia el balcón.

—Allí fuera, como los demás.

—Cuando nos atacaron no sabíamos, y decíamos: «¿Qué pasa, qué pasa?» —dijo Adu—. La gente violaba y mataba, así que salimos corriendo. ¡Llegamos a esta casa con mucha suerte!

—¿Y qué pasó con vuestro cargamento? —preguntó Davinia.

—Ellos estaban más alucinados que nosotros —dijo Adu.

—¿Los dejasteis a merced de esos locos? —insistió la sargento.

—¿Nosotros qué sabemos? Ellos harían lo mismo. ¿Qué, si morimos nosotros les sirve de algo a ellos?

«Lógica de superviviente nato», pensó Laura, y preguntó:

—Si llegasteis ayer, debéis de tener un transporte cerca.

Madi enarcó una ceja y la miró con atención.

—Hay un barco en la costa africana. Un pesquero con matrícula de Melilla. ¿Por qué lo preguntas, doctora?

—¿Podéis comunicaros con él?

Madi sacó algo de un bolsillo lateral de su pantalón militar, y se lo enseñó a Laura. Era un
walkie-talkie
negro. Uno de los lados se veía aplastado y la punta de la gruesa antena estaba rota.

—Se dañó durante la huida —dijo Madi.

Adu soltó una carcajada.

—¡Ja! «Se dañó», dice. ¡Se lo partiste en la cabeza a un loco!

—Era él o yo —reconoció Madi—. Pero es una pena. Podemos oír las llamadas del capitán, pero no podemos contestarlas. El micrófono está
kaput
.

Laura miró a los dos subsaharianos y entrecerró los ojos.

—¿Os habéis planteado la posibilidad de que el-Malik os haya utilizado para meter un arma biológica en Europa?

—Ya te hemos dicho que nosotros no tenemos nada que ver con él —contestó Madi.

—No estoy diciendo que lo hayáis hecho conscientemente —dijo Laura, aplacándolo de nuevo con las manos abiertas.

—Pueden haberos engañado —intervino Davinia.

—A nosotros nadie nos engaña —repuso Adu.

—Para transportar un arma biológica sólo hace falta un contenedor con nitrógeno líquido. Cabe en cualquier mochila y parece un termo de café —dijo Davinia, que se había aprendido bien la lección.

—Hay un sistema mucho más sencillo —dijo Laura—, y es el que temo que ha funcionado aquí.

—¿Cuál? —preguntó Madi.

—Un cuerpo humano infectado. En alguna de vuestras «remesas», lo habéis traído aquí como un inmigrante más.

—¿Por qué crees que no es una enfermedad natural? —preguntó Madi—. ¿Por qué crees que es obra de terroristas?

—Porque nunca he visto nada parecido. Jamás había oído hablar de una enfermedad tan mortífera y que se extendiera tan rápido. Y parece especialmente diseñada para sembrar el caos, por lo que tiene todo el aspecto de algo creado en un laboratorio. Si este patógeno sale de Matavientos…

Laura se interrumpió, y aunque trató de evitarlo, no pudo evitar sacudir los hombros, presa de un escalofrío.

—¿Qué pasará,
Obo
?

—Será el fin del mundo que conocemos. Tanto el vuestro como el nuestro.

19

—Tengo una idea.

Laura abrió los ojos. Se había tumbado un rato sobre un edredón, cerca de Davinia, y en algún momento se había quedado traspuesta. Las luces del comedor estaban apagadas, pero el resplandor que emitían las bombillas de los baños perfilaba el rostro de Aguirre, que se había arrodillado junto a ella.

Se incorporó.

—¿Qué hora es? ¿Llevo mucho dormida?

—Supongo que un par de horas. Espero que haya descansado, doctora Fuster.

«¿Con dos horas, después de volar toda una noche y pasar el día perseguida por una horda de locos?», pensó Laura. Prefirió ahorrarse el sarcasmo y aceptó el vaso que le tendía Aguirre. Era un café con hielo.

—Me han asegurado que el hielo procede de agua embotellada —le dijo Aguirre—, y lavé con lejía la cafetera antes de prepararlo.

A pesar de sus explicaciones, Laura dudó un momento. Qué diablos, se dijo; si la cosa se alargaba, no podía seguir eternamente sin comer ni beber. Decidió arriesgarse y tomó un sorbo.

Sabía muy dulce para su gusto —ella lo tomaba con sólo media cucharada de edulcorante—, pero la cafeína le vendría bien.

Claro que enseguida volverían a subirle las pulsaciones y tendría que tomarse el ansiolítico para frenar la taquicardia.

—¿Cuál es la idea? —preguntó Davinia, que se había incorporado también. Parecía mucho más espabilada que ella.

—Acompáñenme.

Se dirigieron de nuevo hacia la puerta del balcón por donde habían entrado. Las dos sombras oscuras agazapadas contra la pared debían de ser Adu y Madi. Una de ellas se levantó.

Por el tamaño, era Madi. Laura sintió un extraño calor por dentro.

«Es porque es más razonable que el otro», argumentó.

«Y una mierda va a ser por eso», se contestó a sí misma.

—¿Qué queréis ahora?

—Subir la persiana y asomarnos al balcón —dijo Aguirre.

—No.

El neurólogo señaló hacia la ventana que había al lado de la puerta.

—Al menos, déjenos subir esa persiana. Es más pequeña. Hay algo que quiero que vean. Usted también.

—Sin hacer ruido —dijo Madi.

—Yo iré a apagar las luces de los baños —propuso Davinia—. Así no podrán vernos desde fuera.

Cuando todo estuvo completamente a oscuras, Aguirre tiró de la cinta de la persiana con sumo cuidado.

Las farolas de la calle estaban encendidas; al parecer, quedaban demasiado altas para las iras de los contagiados. En cambio, habían destrozado las luces del semáforo del paso cebra más cercano. Al otro lado de la calle, los carritos del centro comercial seguían apilados de aquella manera tan extraña.

Por la calle deambulaban decenas de figuras dispersas, bamboleándose un poco. En otras circunstancias, Laura habría pensado que eran juerguistas que volvían a casa tras una noche de borrachera. Pero en ocasiones chocaban entre sí; cuando eso ocurría, a veces continuaban su camino indiferentes, pero otras se enzarzaban en rabiosas peleas en las que se revolcaban en el suelo, se mordían y se clavaban las uñas, y no se separaban hasta que uno de los dos contendientes quedaba inmóvil definitivamente.

Entre los setos resecos que daban paso al aparcamiento del centro comercial se libraba otra pelea distinta. Al afinar la vista, Laura se dio cuenta de que eran dos personas practicando sexo. Un hombre blanco tomaba por detrás a una mujer negra, entre aullidos que más parecían estertores maquinales que gemidos de placer.

Pensó en el tipo gordo de la factoría, el que estaba copulando con la joven y después había intentado violar a Davinia. ¿Qué tipo de patógeno destrozaba el organismo de sus portadores y al mismo tiempo despertaba su libido y su violencia de aquella manera?

En la base del hipotálamo hay un minúsculo grupo de neuronas, el núcleo ventromedial, que controla tanto las conductas sexuales como las de agresión. El virus, pensó Laura, debía afectar aquella zona.

—A la izquierda —susurró Aguirre.

Laura pegó la cara al cristal. La calle seguía en esa dirección rodeada por hangares que, por lo que sabía ahora, eran naves dormitorio para inmigrantes. Al fondo, antes de llegar a otra rotonda, se divisaba una cruz luminosa verde.

—Es la clínica de Matavientos —les explicó Aguirre—. Fue allí donde llegaron los primeros enfermos y desde donde nos llamaron.

—¿Y qué? —preguntó Madi.

—Que allí hay un laboratorio equipado para análisis de sangre. No posee los aparatos más sofisticados del mundo; pero, ahora que tenemos a una contagiada entre nosotros, podría resultarnos muy útil para saber a qué nos enfrentamos. —Aguirre guardó silencio unos segundos. Después añadió a toda prisa, como si se hubiera olvidado de parte de la lección—: Y también para atender a esa mujer mejor que aquí.

Laura volvió a mirar a la zona más cercana de la calle. La pareja continuaba copulando sin dejar de emitir aquel ululato obsesivo que les llegaba incluso a través del cristal. Otro hombre se acercó lentamente a ellos con aquel andar anadeante tan peculiar. Cuando estaba a unos cinco metros, fue como si alguien le hubiera clavado una inyección de adrenalina, y con un rugido animal se abalanzó sobre el primer varón. Los dos se revolcaron por el suelo, enzarzados en una pelea a mordiscos y arañazos, mientras la mujer seguía de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo, aguardando paciente el desenlace de la pelea.

Other books

His Majesty's Ship by Alaric Bond
All Over You by Sarah Mayberry
Underground Warrior by Evelyn Vaughn
Wild Ride by Rebecca Avery
Sylvia: A Novel by Leonard Michaels
Back by Henry Green
The Architecture of Fear by Kathryn Cramer, Peter D. Pautz (Eds.)
The Desire by Gary Smalley
My Immortal by Voight, Ginger