Read La zona Online

Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (44 page)

—¿Este equipo es normal en una clínica de pueblo? —preguntó—. ¿Tan ricos sois en España?

—No, no es normal en absoluto —admitió Laura con voz átona. Acababa de darse cuenta de que había dos perchas vacías. ¿Alguien se había puesto esos trajes o simplemente sobraban perchas?

—Entonces, ¿qué hace aquí?

—No lo sé. Esto no tiene ningún sentido —dijo ella, volviéndose hacia Madi.

Aunque sí debía de tenerlo. Mas, por el momento, ella lo ignoraba.

Había algo que llevaba unos segundos rondándole la cabeza como el zumbido de un mosquito. Por fin se dio cuenta de qué era.

—¿No lo hueles? —le preguntó a Madi.

El nigeriano levantó la nariz y olisqueó.

—Huelo muchas cosas.

—Hay una que me resulta familiar. Vainilla… Es el perfume que usa Aguirre.

Madi volvió a ventear el aire.

—Sí. Ha estado aquí no hace mucho.

Laura se volvió. En la pared del vestidor había una salida hacia las salas acristaladas que rodeaban la mitad del laboratorio. Estaban comunicadas entre sí por gruesas puertas metálicas con cierres de seguridad, todas ellas abiertas.

Entró en la primera. Era un cubículo provisto de una ducha de descontaminación química. La ducha era para los que salían, no para los que entraban: cuando alguien ataviado con un Chemturion abandonaba la zona caliente del interior, varios chorros de agua con productos químicos esterilizaban el exterior del traje.

En el techo del siguiente cuarto había lámparas ultravioleta. Ahora estaban apagadas, pero seguramente al activarse emitían radiaciones de 253,7 nanómetros de longitud de onda. Era la medida precisa para que los rayos ultravioleta destruyeran las cadenas de ADN y ARN, por lo que se trataba de un método muy eficaz para destruir virus aéreos, bacterias y hongos. También había unas espitas de gas que sobresalían de las paredes. Se acercó a una de ellas y, sin tocarla, la olfateó. Un olor fuerte y acre impregnaba el metal. Por propia experiencia, supuso que dispensaban formaldehído y óxido de etileno.

Atravesó la zona de descontaminación, siempre consciente de la presencia de Madi a su espalda. En todas las salas había grandes ventanas provistas de gruesos cristales que daban al laboratorio central. En él vio a los demás y los saludó con la mano.

Llegaron a otra estancia muy amplia. Dos de las paredes tenían armarios metálicos que llegaban del suelo al techo, y en otra había dos puestos de trabajo con instrumental avanzado. Pero Laura no les prestó demasiada atención.

En el centro de la sala había una mesa de operaciones sobre la que yacía un cuerpo humano, un varón de raza negra. La sangre había formado un charco oscuro a los pies de la camilla. A Laura se le paró el corazón un instante, y retrocedió llevándose las manos a la boca.

—¿Qué ocurre? —preguntó Madi, sujetándola por los hombros.

Laura había visto demasiados cadáveres y estado en contacto con demasiada sangre infectada para dejarse impresionar ahora. Pero al darse cuenta de que se hallaba dentro de una zona de nivel 4 en una estancia que funcionaba como sala de autopsias, de pronto se sintió tan indefensa y fuera de lugar como si hubiese entrado desnuda en una catedral en plena misa. Era más un condicionamiento pavloviano que un pensamiento racional. Imaginó hordas de patógenos con forma de diablillos salidos del mismísimo infierno, acechándola en cada rincón.

Pero no habían llegado a abrir a aquel cadáver. Su torso estaba intacto. En cualquier caso, la autopsia era superflua, pues el motivo de su muerte saltaba a la vista: tenía un gran boquete de bala en la sien izquierda. Laura se aproximó con cautela y, sin tocar el cadáver, iluminó la herida con el móvil. Alrededor se veía un anillo formado por granos de pólvora incrustados en la piel, lo que los forenses llamaban «tatuaje».

—Le han disparado a quemarropa —comentó Laura—, a un palmo de distancia como mucho.

—Creía que a quemarropa el cañón toca la carne —dijo Madi, poniéndose un dedo en la sien y haciendo el gesto de disparar.

«¿Cuánta gente habrá matado así a sangre fría?», se preguntó Laura.

—Técnicamente, eso sería un disparo a bocajarro. No es lo mismo —respondió.

Continuaron avanzando. En el suelo había huellas de sangre. Laura le preguntó a Madi si eran las mismas que habían encontrado en el pasillo, y el nigeriano asintió.

Siguiéndolas, atravesaron otro laboratorio y llegaron a una última puerta, que estaba cerrada. Sobre la cerradura de seguridad había una claraboya. Laura se acercó y vio que dentro había otro cadáver, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la pared. Era un hombre de unos cuarenta años, muy alto y con el pelo oscuro cortado a cepillo, y vestía uniforme de enfermero. No parecía tener heridas y no se veía sangre en el suelo, pero la piel de su rostro y sus antebrazos se advertía roja y llena de ampollas, como si llevara días tendido al sol.

Laura se apartó y dejó que Madi mirara.

—¿De qué ha muerto éste? —preguntó el nigeriano.

—No lo sé. Pero creo que no voy a entrar para averiguarlo —respondió ella—. Es mejor que volvamos con los demás.

Mientras desandaban el camino, Madi le preguntó:

—¿Qué es este lugar? No es una clínica para inmigrantes, ¿verdad?

«Es evidente que sabe tan poco como yo», pensó Laura.

—No. Esto es un… un laboratorio de investigación biológica.

Ya habían llegado al cuarto de descontaminación ultravioleta. Madi la cogió por el brazo y la obligó a darse la vuelta.

—¿Aquí se fabrica el virus que infecta a esta gente?

—No lo sé, Madi. Nunca había estado aquí.

—Pero ¿se puede fabricar?

Laura asintió. No sabía si el patógeno era una cepa hasta ahora desconocida, una mutación natural o un producto creado por el hombre. En cualquier caso, en unas instalaciones de ese nivel se podía manipular. Parecía evidente que el origen del mal se encontraba allí.

—¿Sigues pensando que son terroristas? ¿Este laboratorio puede ser de Al Qaeda?

—No. Esto es tecnología muy avanzada. No creo que la posea Al Qaeda, y menos que fuera capaz de construir una instalación como ésta de forma clandestina.

—Ah. Entonces la habéis construido vosotros.

—¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros?

—Tu organización. ¿No trabajas con armas biológicas?

—Destruyéndolas, no fabricándolas.

—Pero esto es cosa de Occidente. ¿Y quién es esa gente vestida de negro que quiere liquidarnos?

La mano de Madi en su muñeca empezaba a hacerle daño. Laura puso sus dedos sobre los de él e intentó abrirlos, con suavidad. «Se logra más con miel que con hiel», decía su madre. El nigeriano se dio cuenta de que estaba apretando demasiado y la soltó.

—Perdona.

—Sé tanto como tú, Madi. No tengo ni idea de quiénes son esos hombres de negro, ni de lo que está pasando aquí ni de qué pinta Aguirre en todo esto.

—No sé. Quiero creerte, pero no sé.

—He estado a punto de morir, como vosotros. Los soldados que vinieron conmigo están muertos. —«Y mi ayudante está infectado», pensó; pero eso era mejor no decirlo en voz alta, aunque todos lo supieran—. Mírame, Madi. Mírame, y dime si de verdad crees que yo tengo algo que ver con todo esto.

Madi clavó sus ojos en los de ella. Durante un rato se mantuvieron la mirada, sin decir nada. Después, él le puso una mano en el brazo y se inclinó sobre ella. «Que sea lo que Dios quiera», pensó Laura, y cerró los párpados y entreabrió los labios.

—¡Laura! ¡Laura!

Madi se apartó de ella como si lo hubiera sorprendido robando. Al darse la vuelta vio a Eric en el cuarto de duchas. Tenía una goma atada al brazo izquierdo y una jeringuilla en la mano derecha.

—Pero ¿se puede saber qué has hecho?

—Me he inyectado una dosis doble de epinefrina. ¡Es como si me hubiera puesto nitro en la gasolina! Ahora siento que todo vuelve a su ritmo normal.

Laura se acercó a él y le examinó los ojos. Tenía las pupilas más dilatadas de lo normal en aquella luz.

—Lo que has hecho es peligroso. ¿Sabes lo que intenta hacerle el virus a tu cerebro?

—Lo sé, y no me hace ninguna gracia. El cerebro es mi segundo órgano favorito.

Laura había oído mil veces aquel viejo chiste de Woody Allen, pero ahora no le hizo ninguna gracia.

—Acelerar tu sistema nervioso no te va a hacer ningún bien.

—Estoy cansado de que me arrastréis de un sitio para otro. Así puedo ser útil. ¿Sabes que hay un microscopio electrónico? Ahora podemos examinar mi sangre.

Eric se metió la mano en el bolsillo y sacó un trapo. Envueltos en su interior había cinco tubitos vacutainer con tapones de colores.

—Sé que piensas que soy una especie de bomba de relojería ambulante, pero si queremos averiguar qué pasa…, si quiero curarme, tenemos que descubrir qué es lo que tengo en la sangre.

—No hay tiempo —insistió Madi—. Tenemos que seguir moviéndonos.

Laura se volvió y le agarró la mano. De pronto su tacto le parecía distinto. Aquel momento de intimidad que, en realidad, no habían llegado a tener lo cambiaba todo. Era como si compartieran algo, una conexión mental que se les escapaba a los demás.

—Madi, esto es importante. Tenemos que descubrir qué está causando esta epidemia.

—¿Para encontrar una cura?

«Ojalá fuera tan fácil», pensó Laura. Estaba casi segura de que el patógeno era un virus. La mayoría de los virus eran muy resistentes a los fármacos: en pleno siglo XXI todavía no se había encontrado un remedio para una enfermedad tan conocida y casi cotidiana como la gripe.

—O una vacuna. La respuesta puede estar en la sangre de Eric. —Volvió a agarrarle la muñeca y, mirándole a los ojos, dijo—: Tengo un hijo, ¿sabes? Un chico de diez años. Lo último que quiero como madre es que este mal salga de Matavientos.

«Ya te lo he dicho», pensó. A ver qué hacía Madi con esa información.

El nigeriano entrecerró los ojos.

—No llevas anillo de casada.

Aquella salida desconcertó a Laura.

—Es que no lo estoy. Ya no lo estoy.

Madi asintió.

—Está bien. ¿Tardaréis mucho en hacer ese análisis?

—Espero que no.

—Adu y yo os vamos a dar tiempo.

Al entrar de nuevo en el laboratorio, Laura vio que el matrimonio Escobar se había acomodado. Como buen patriarca, el dueño del Saloon había escogido un sillón de cuero con brazos y plantado una silla delante para reposar los pies. Tenía los ojos cerrados y roncaba plácidamente.

—Por fin está descansando—explicó Carmela, sentada a su lado y velando su sueño como un ángel protector—. El pobre, con la fatiguita que ha pasado…

—Me alegro mucho —dijo Laura, apretándole el hombro.

Noelia estaba con la muchacha a la que habían rescatado de la celda. Ambas se habían arrimado a la mitad acristalada del laboratorio y tenían la cara pegada a la ventana. Laura se acercó a ellas y comprobó que la sala que contemplaban era el quirófano, donde el cadáver seguía tendido en la mesa de operaciones.

—¿Conocías a ese hombre? —preguntó a la joven negra.

—Sí.

—¿Quién era?

—Mi marido.

Una lágrima gruesa como una perla rodaba por la mejilla de la muchacha, pero por lo demás parecía extrañamente serena.

—Mírame, por favor.

La joven dio un cuarto de vuelta de forma automática, como si efectuara una maniobra militar.

—¿Sabes quién le ha hecho esto?

—No.

—¿Cómo te llamas?

—Alika.

—¿Puedes decirme de dónde eres?

—De mi aldea.

—Me ha dicho que es de Costa de Marfil —intervino Noelia, acariciando el hombro de Alika.

—Boualoa —dijo la joven.

—¿Ésa es tu aldea?

Ella asintió.

—¿Cómo llegaste aquí? ¿En patera?

Alika movió la cabeza a los lados.

—En un avión.

—¿En un avión? ¿Te pagaste un pasaje en avión?

—No me acuerdo bien. No sé lo que es eso. No… no me acuerdo bien.

Parecía tan confusa que Laura prefirió no presionarla más, aunque lo que contaba le resultaba increíble. Le tomó ambas manos y dijo:

—Vale, Alika. No te preocupes por eso ahora. Por cierto, yo soy Laura. ¿Cómo se llamaba tu marido?

—Bomani. Era un hombre muy bueno. Nunca le hizo daño a nadie.

Laura pensó que había más resignación que pena en su gesto. Era como si tuviera las emociones embotadas.

—Te sacaremos de aquí, Alika. Te llevaremos a un lugar seguro, y podrás denunciar a los que asesinaron a tu esposo.

Al oír un traqueteo de ruedas, Laura se giró. Adu acababa de entrar por otra puerta, situada entre la que los había traído hasta aquí y el vestidor. Empujaba un carrito que sostenía una bombona de gas larga y estrecha. Por su sonrisa, debía de sentirse muy satisfecho de sí mismo.

—¿Qué es eso? —le preguntó Madi, acercándose.

—Un equipo para soldar con hidrógeno. Estaba en el cuarto de mantenimiento.

—¿Qué vas a hacer con ese soldador? —dijo Laura.

—Tú pides tiempo, doctora. Nosotros te lo damos.

—¿Cómo?

—La puerta por la que llegamos a este piso —respondió él—. Es de metal. Con esto la cerramos bien cerrada. Los soldados de negro no podrán seguirnos.

—Buena idea, hermano —dijo Madi, y los dos chocaron los nudillos. Laura se preguntó si se trataba de lenguaje corporal africano o lo habían copiado de las películas americanas.

—Pero llevan explosivos —objetó.

—Sí —respondió Adu—. Pero nos dará tiempo. Tú quieres tiempo, no milagros, ¿verdad?

—¿Sabes manejar esto? ¿Seguro? —preguntó Madi.

—Nací en una chatarrería,
nwannam
.

—Entonces soldaremos esa puerta. —Madi se volvió hacia Laura—. Pero tú haz tu análisis deprisa.

Laura asintió. Era el momento de conocer el rostro de aquel asesino invisible que convertía a los seres humanos en bestias homicidas.

44

Dentro del laboratorio había un pequeño apartado de unos nueve metros cuadrados, separado del resto por un gran armario metálico y dos paredes de cristal. Disponía de un microscopio electrónico, junto con el equipo necesario para preparar las muestras.

Laura lo examinó. Era el modelo Titán de la empresa FEI, uno de los microscopios de transmisión más potentes del mundo, aunque un lego podría haberlo confundido con una cafetera industrial italiana. Descansaba sobre una mesa en la que también había un potente ordenador y varias pantallas LED. Los agujeros de los tornillos que sujetaban la carcasa estaban vacíos. Cuando Eric la retiró, descubrió que habían arrancado el disco duro.

Other books

A Romantic Way to Die by Bill Crider
Richardson Scores Again by Basil Thomson
Mad enough to marry by Ridgway, Christie