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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (45 page)

—Parece que alguien sigue borrando sus huellas —dijo.

«Y entre esas huellas estamos nosotros».

—¿Puedes conseguir que el microscopio funcione sin el ordenador? —preguntó Laura.

—Por supuesto —dijo Eric—. Este aparato lleva sus propios sistemas. Tan sólo necesito reiniciar algunas funciones.

—Ve haciéndolo mientras yo me ocupo de preparar las muestras.

—Ése también es mi trabajo, jefa.

—¿Desde cuándo los hombres sabéis hacer dos cosas a la vez? —contestó ella, tratando de sonar jocosa.

Mientras Eric se concentraba en su labor, Laura se puso unos guantes y tomó el tubo que tenía el tapón dorado. Se sentía extraña e incómoda. Esa muestra de sangre era material caliente, y en circunstancias normales jamás se le habría ocurrido manipularla con una protección tan exigua como aquellos finos guantes de látex. Iba en contra de todos los instintos que había aprendido desde que empezó a trabajar en la OPBW. De nuevo, su condicionamiento pavloviano.

Tras colocar el tubo en la centrifugadora, la puso en marcha. Lo que estaba haciendo era preparar la muestra para que fuese observable, extrayendo de ella un corte ultrafino. El microscopio electrónico sólo podía examinar objetos extremadamente delgados. Incluso un glóbulo rojo era demasiado grueso para contemplarlo directamente.

La centrifugadora separó el plasma de las células sanguíneas, dejando en medio como pantalla de separación un gel de densidad intermedia. Lo que le interesaba a Laura eran las células. Tras el centrifugado, tomó una porción del tamaño de una cabeza de alfiler que deshidrató congelándolo con nitrógeno líquido. Para darle rigidez, derramó una resina sintética de secado rápido sobre la muestra, y luego la colocó en el microtomo. Este aparato estaba equipado con una cuchilla de diamante capaz de hacer cortes tan finos que podía sacar cinco o seis rebanadas de una sola bacteria. Tras extraer las muestras histológicas, el microtomo las montaba en un pocillo de cinta de plata.

Cuando terminó, hacía rato que Eric la esperaba.

—Bueno, llegó el momento —dijo Laura sentándose a su lado.

Mientras ella colocaba el corte en el visor del microscopio, Eric encendió las pantallas. Éstas mostraban las imágenes en blanco y negro: no hay colores en el universo de la microscopía electrónica.

Laura usó el mando que controlaba los electromagnetos y desplazó el haz de electrones por la muestra, buscando y enfocando cualquier detalle que llamara su atención. Durante un buen rato la búsqueda resultó infructuosa: podrían haber estado mirando la fotografía en grises de un cuadro de Jackson Pollock.

—Las prisas nunca son buenas —dijo Laura—. Me temo que he preparado mal la muestra.

—Eso es imposible —respondió Eric, con una sonrisa de ánimo—. Recuerda que eres Superwoman.

Ella iba a contestar con una frase sarcástica cuando el chorro de electrones mostró algo distinto.

—Ahí está —susurró Eric.

La pantalla mostraba una parte de algo que, por su aspecto, debía de ser un glóbulo blanco. Estaba reventado, como un dónut pisoteado en el patio de un colegio. Los cristalitos de azúcar que lo cubrían no podían ser otra cosa que los virus que habían infestado la sangre de Eric.

Laura amplió al máximo una porción de la imagen, que se volvió algo más borrosa mientras crecía ante sus ojos. Sintió un poco de vértigo: era como hacer un picado sobre una pista de aterrizaje.

Y posado en ella se encontraba el asesino.

—¡Por fin lo tenemos!

—Eso no es ébola —se le adelantó Eric.

Laura se volvió hacia su ayudante. La luz pálida del monitor iluminaba un lado de su rostro, mientras que el otro se fundía con las sombras. El claroscuro exageraba aún más la forma de berenjena de su nariz. Pero no fue eso lo que llamó su atención, sino la pasmosa tranquilidad con que el joven se enfrentaba al encuentro final con la criatura que corría por sus venas.

—No —corroboró ella—. No lo es.

El ébola es un filovirus. En cualquiera de sus variantes, es famoso por su forma de gusano, largo y delgado como un tallarín. Una célula infectada por ébola muestra el aspecto de una rata que ha reventado por una indigestión de fideos.

Pero aquellos virus se veían muy distintos. Parecían bastoncitos, con un lado plano y otro redondeado como una bala.

Laura tenía una sospecha de lo que podían ser aquellos virus.

Se dio cuenta de que ahora era Eric quien la miraba expectante.

—Eso es una buena noticia, ¿no? —dijo su ayudante—. No hay nada peor que el ébola, ¿verdad?

No supo qué contestarle. La tasa de mortalidad del ébola era muy alta. Pero, aunque causaba a veces ciertas psicopatías, no convertía a sus portadores en asesinos enloquecidos como aquel virus desconocido.

Laura no tenía muy claro aún cuál era el curso posterior de la enfermedad ni su mortalidad —dejando aparte las agresiones—; pero sospechaba que, sin algún tipo de tratamiento, ningún afectado debía de sobrevivir más que unos pocos días. Recordó el rostro de Sol, descolgado porque los tejidos conjuntivos se habían desintegrado y ya no unían la piel y los músculos. ¿Qué pasaría en el interior de su cuerpo? Probablemente las víctimas acabarían muriendo como las del ébola, expulsando una mezcla de sangre y tejidos deshechos por todos los orificios del cuerpo.

—¿Qué son esos bastoncitos, Laura? —dijo Eric, señalando un punto de la pantalla con el índice.

—No estoy segura.

—Estás pensando en algo.

Laura asintió.

—Parece un lyssavirus.

Eric se quedó atónito.

—¿Crees que esa cosa es el virus de la rabia?

—No. Pero la rabia, el ébola y el sarampión pertenecen al mismo tipo de virus que transmite su información por ARN. Al principio se confundió al ébola con la rabia y se pensó que uno provenía del otro. Recuerda que los que descubrieron la primera cepa de ébola, el marburgo, la llamaron «rabia extendida».

—No lo sabía. ¿Podría ser una recesión del patógeno de la rabia?

—Es posible. Si se estira un lyssavirus, se obtiene algo muy parecido a un espagueti, como el virus del ébola.

—Pero los síntomas no coinciden.

—En realidad, no coinciden del todo con ninguno de los dos virus, pero comparten algo con ambos. Del ébola conserva la facultad de convertir la sangre humana en una sopa muy contagiosa. Al mismo tiempo, parece haber recuperado los genes de la rabia que provocan la agresividad del infectado como forma de transmitirse.

—O sea, que no es ni una cosa ni otra.

—No. Nos hallamos ante algo nuevo. Una mutación.

—¿Crees que puede ser artificial?

—Si ésta no es un arma diseñada para la guerra biológica, desde luego lo parece —respondió Laura.

Las armas biológicas convencionales buscaban causar bajas en el enemigo para debilitarlo, o incluso provocar el terror. Laura pensó que el mal que se había extendido en Matavientos llegaba mucho más lejos: en menos de veinticuatro horas podía causar la anarquía y el colapso de cualquier sociedad.

—Si alguien ha creado esto —dijo Eric—, es el hijo de puta más hijo de puta que haya existido en este planeta.

«Y que lo digas». Hasta ahora, Laura se había movido por puro instinto de conservación, huyendo, trepando, corriendo, saltando, agazapándose detrás de otros que disparaban por ella. Ahora comprendía que no estaba en juego sólo su vida. Tenía que salir de Matavientos y descubrir la manera de frenar a aquel monstruo.

Entrecerró los ojos un momento, y sobre las pantallas del microscopio electrónico visualizó un mundo en blanco y negro, una Europa en llamas, llena de vehículos volcados que colapsaban calles y autopistas, edificios saqueados, montañas de cadáveres, enfermos terminales tambaleándose por las calles en busca de los últimos seres humanos a los que atacar.

Sí, un mundo de zombis. En cierto modo, muertos vivientes, no-personas condenadas sin saberlo, porque aquel diminuto virus ya habría devorado todo lo que los convertía en humanos.

Y, por supuesto, si aquel mal se extendía más allá de cierto punto crítico, nada lo confinaría a Europa.

—Por ahora es suficiente, Eric —dijo de repente, abriendo los ojos. Recogió los tubos con la sangre de Eric y los guardó con sumo cuidado dentro de una malla y una cajita de plástico blanco—. Nos vamos de aquí.

Adu se quitó las gafas de soldador y contempló satisfecho su obra. El perfil de la puerta de acceso al segundo piso había quedado fundido al marco. Sería más fácil abrir un boquete en la pared que entrar por allí.

—¡Muy bien, hermano! —le dijo Madi, improvisando un rápido ritmo de tambor en su espalda—. Venga, nos volvemos con los blanquitos.

—Sobre todo con la médico rubia, ¿eh?

Madi convirtió el tamboreo en una colleja.

—Un respeto, hermano. —«¿Tanto se me nota?», pensó. Debía mirarla menos si no quería que los demás, y sobre todo Adu, se burlaran de él y empezaran a dudar de su liderazgo.

Con una sonrisa maliciosa, Adu volcó la bombona de hidrógeno y golpeó la espita con una llave inglesa. La pieza metálica saltó y el gas a presión empezó a silbar mientras escapaba.

—¿Qué haces?

—Cuando intenten derribar la puerta con explosivos se van a llevar una sorpresa.

—Vas a hundir el edificio. Eres un animal.

—¡Soy un genio, y lo sabes!

En la sala de espera, Adu se entretuvo un segundo arrancando trozos de la tapicería de los sillones con el cuchillo que llevaba en la bota. Madi no comprendió el motivo hasta que llegaron al pasillo de las celdas, donde se amontonaban los cadáveres. Su amigo cerró la puerta y colocó bajo ella los trozos de tela. Era para evitar que el hidrógeno pasara más allá.

—Con esto basta. Vamos, hermano. ¡Hay que poner pies en polvorosa!

45

En una de las paredes del laboratorio había un plano de seguridad antiincendios. Al ver que Madi lo arrancaba, Laura y los demás se acercaron. Por lo que se veía en aquel esquema, el segundo piso de la clínica dibujaba un auténtico laberinto. El centro, el santuario que debía confinar al peligroso Minotauro —y que, obviamente, no lo había conseguido—, era aquel laboratorio rodeado por un semicírculo de salas de nivel 4.

—Tenemos que seguir por este corredor —dijo Escobar, que parecía bastante recuperado tras su cabezada.

Señalaba una línea que salía del laboratorio en dirección perpendicular al pasillo que los había llevado hasta allí.

—¿Para llegar adónde? —preguntó Adu con desconfianza.

—¿Ves lo que dice aquí, al final de este pasillo?

—Sé leer. «A la azotea». ¿De qué sirve salir a la azotea? —insistió el subsahariano.

—¿Y de qué sirve quedarse aquí? —preguntó Madi a su vez.

Adu se volvió hacia su amigo.

—Sirve para que no me disparen en la nuca, ¡pum! —dijo, mientras hacía gesto de apretar el gatillo—, como a un conejo asustado. Yo digo que nos pongamos ahí, detrás de la puerta. ¡Yo digo que les plantemos cara!

—Estás loco, hermano.

—¡No! Muchos han caído en la trampa. Seguro que quedan pocos y los podemos freír a tiros.

—No sé si esos tíos son soldados, pero han recibido adiestramiento militar —dijo Madi—. Tienen rifles con mira láser y chalecos antibalas. Creo que llevan hasta granadas de mano. ¡No podemos hacer nada contra ellos!

—Prefiero morir como un león que como una gacela —se empecinó Adu.

—Muy noble —dijo Escobar, con tono burlón—. Me parece muy bien que te inmoles para demostrar que a cojones no te gana nadie.

—¿Se te ocurre algo mejor? ¡Pues dilo!

—Por favor —trató de terciar Laura—. No perdamos la calma.

—Yo ahora estoy más tranquilo que éste —repuso Escobar—. Por eso digo que hay que subir a la azotea.

—¿Sabe usted algo que los demás ignoremos? —dijo Laura—. ¿No dijo antes que nunca había estado aquí dentro?

—Y no he estado. Pero desde la calle se ve que hay una pasarela, como un puente colgante que va desde la terraza del hospital a la nave de al lado.

—Es verdad —dijo Noelia—. Yo también me he fijado alguna vez.

—¿Y para qué sirve? —dijo Laura.

Padre e hija se encogieron de hombros a la vez. De pronto, Laura pensó que ambos se parecían más de lo que querían reconocer.

—No tengo ni idea —reconoció Escobar—. Pero está ahí, y puede servir para escapar.

—¿Para ir al edificio de al lado? —preguntó Adu—. ¿De qué sirve eso?

—De momento, para poner más espacio entre nosotros y esos paramilitares —respondió Escobar.

—Él tiene razón —dijo Madi—. No seas tan negativo, hermano.

—¿Esa nave no es un dormitorio de inmigrantes? —preguntó Laura.

—Creo que sí —respondió Noelia.

—¡Genial! —exclamó Adu—. Estará lleno de zombis.

—No lo sabemos —dijo Madi.

—¡Salir de la boca de la hiena para meterse en la boca del león! ¡Sí señor, muy listo!

Madi le clavó un dedo en el pecho.

—No discuto más. Cuando alguien discute con un tonto, los demás se creen que los dos son tontos.

—¡Ja! Te crees que lo sabes todo —replicó Adu—. Pero el hombre que cree que lo sabe todo es como el que lleva agua en una cesta de mimbre.

—¿Vais a empezar una guerra de refranes o nos ponemos en marcha? —sugirió Laura.

Los dos se la quedaron mirando un instante. Adu hizo un gesto de desdén, mientras que Madi asintió.

—Decidido. A la azotea.

A Laura le parecía la mejor opción. Poseía sus propios motivos. Todo apuntaba a que, si Aguirre no era el cerebro que se escondía detrás de aquel museo de horrores médicos, tenía mucho que ver en ello. Y la única forma de averiguar lo que realmente había pasado allí era atraparlo.

Si no habían encontrado a Aguirre en el laboratorio, probablemente era porque había subido al tejado. Así que la azotea no debía de ser una mala opción: Laura estaba segura de que, más que la neurología, la verdadera especialidad del doctor Eugenio Aguirre era cuidar de sí mismo. «El lugar más seguro ahora mismo es donde esté él», concluyó.

Abandonaron el laboratorio, cerrando la puerta blindada tras de sí. Sólo pudieron empujarla, pero no activar la cerradura como habría querido Laura, pues no conocían la combinación.

Avanzaron por el siguiente pasillo casi a tientas para no tropezar. La luz verde de los corredores era desconcertante: difuminaba los perfiles, eliminaba la profundidad de campo y no permitía enfocar la vista. Con ella, era inútil utilizar la linterna.

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