Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (15 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

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Bien de mañana, antes de que tocaran la hora prima, los habían conducido a los dos adversarios al centro de la plaza, con toda la armadura, sobre dos caballos recubiertos de hierro. Muy gentil apariencia tenía Maleagante; era bien proporcionado de talle, brazos, piernas y pies, y el yelmo y el escudo que de su cuello colgaba le caían muy bien, admirablemente. Pero todos apostaban por el otro, incluso quienes hubieran deseado su derrota y decían todos que de muy poca monta era Meleagante frente a él.
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Tan pronto como estuvieron ambos en mitad de la plaza, acude el rey, que los detiene en lo que puede y se fatiga por lograr la paz, pero no puede congraciar a su hijo. Así que les dice:

«Contened vuestros caballos por el freno por lo menos hasta que me haya subido a lo alto de la torre. No será un exceso de bondad que por mí os demoréis unos instantes».

Luego se aparta de ellos, muy abatido, y va derecho a la cámara donde sabía que estaba la reina, quien la noche anterior le había rogado que la colocara en un lugar de donde pudiera ver con comodidad el combate. Y él le otorgó el don; de modo que la fue a buscar para guiarla, puesto que se esmeraba en cuidarse de su honor y servicio.

La ha colocado junto a una ventana y él mismo se ha acodado a su lado, a su derecha, en otra ventana. También se había reunido junto a ellos multitud de personas, caballeros y damas de buen tino; doncellas nacidas en el país, y numerosas cautivas que estaban muy atentas en oraciones y plegarias. Los prisioneros y las prisioneras todos rogaban por su campeón, que en Dios y en él fiaban para la salvación y la libertad.

Entonces sin más tardanza los combatientes hacen retirarse a todo el gentío. Ya se enfrentan, a sus costados los escudos y embrazando la adarga. Y se golpean de tal modo que las lanzas se han hundido dos brazadas en mitad del escudo y han estallado quebrándose como astillas del hogar. Y los caballos lanzados en pleno galope se han entrechocado frente a frente y pecho contra pecho; y los escudos y los yelmos han chocado con tal estrépito que parece como si hubiera sonado un tremendo trueno. No lo resisten pretales ni cinchas, estribos ni riendas ni correas, sin romperse; e incluso se cuartean los arzones de las sillas, que muy fuertes eran.
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No han tenido gran vergüenza por caer a tierra, después de que todo su arnés les ha fallado así. Muy pronto se alzan en pie y se acometen uno a otro, sin cruzar palabra, más fieramente que dos jabalís. Se hieren, sin amenazas, con grandes mandobles de sus espadas de acero, como quienes se detestan con fiero odio mutuo. A menudo hienden con tal furia los yelmos y las cotas brillantes de malla que tras el hierro brota un chorro de sangre. Muy bien hacen el gasto del combate, que se enfurecen y malparan con mandobles pesados y cruentos. Repetidos asaltos, fieros, duros y sostenidos se entrecambiaron por igual; en ningún momento se sabía cuál de los dos la ventaja o el fracaso mantenía. Pero no podía dejar de suceder que el que había pasado el puente no se resintiera agudamente en sus manos que tenía cubiertas de heridas. Mucho se han espantado las gentes que en él confiaban, cuando ven que sus mandobles se debilitan, y temen entonces su derrota. Ya se figuraban que el caballero estaba sometido y Meleagante se alzaba vencedor, y de ello murmuraban en torno.

Pero en las ventanas de la torre había una doncella muy sagaz, que medita y se dice en su corazón que el caballero no había entablado la batalla ni por ella ni por aquella gente humilde que se había reunido en la plaza, y que no la hubiera presentado a no ser por la reina. Y medita que si él supiera en qué ventana la reina estaba, y que si viera que ella le contemplaba, recobraría vigor y audacia. Y que, si ella supiera su nombre, muy de corazón le hubiera dicho que la mirara unos instantes.
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Entonces se acercó a la reina y le dijo:

«Señora, por Dios y por vuestra prez, y por la nuestra, os requiero a que me digáis el nombre de este caballero, si lo sabéis, con el fin de ayudarle.

»—Lo que me habéis rogado —dice la reina— carece a mi entender de malicia y perversidad. No hay sino bien en ello: Lanzarote del Lago se llama el caballero, estoy segura.

»—¡Dios mío! —dice la muchacha—, vuelve la sonrisa y la alegría a mi corazón: ya está curado».

Entonces salta hacia adelante y así le llama en alta voz, tan alto que todo el gentío puede oír lo que dice:

«¡Lanzarote!, vuélvete y mira a quien de ti no aparta su mirada».

Al oír su nombre, Lanzarote no tardó en volverse. Gira sobre sí mismo y ve arriba a aquélla que en el mundo más deseaba ver, a Ginebra sentada en las tribunas de la torre. Desde el momento en que la vio, no apartó ya su rostro de allí, ni su vista: se defendía por detrás. Maleagante, entre tanto, le perseguía sin descanso, encarnizadamente; piensa que su enemigo no va a poder defenderse de él por mucho tiempo, y ello constituye su alegría. Sus compatriotas exultan de júbilo. En cuanto a los desterrados, muchos de ellos, tan llenos de angustia que no pueden mantenerse en pie, van dejándose caer en tierra, unos sobre sus rodillas, otros completamente tendidos. De este modo, el gozo y la tristeza coexistían. Entonces gritó de nuevo la muchacha desde la ventana: «¡Ah, Lanzarote! ¿Cómo es que te comportas de una forma tan insensata? Hace bien poco que en ti se daban cita proezas y virtudes. No creo que Dios haya creado caballero que pueda comparársete en valor y prez, y ahora te vemos tan apurado.
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Vuélvete de este lado, sin que tus ojos dejen de fijarse sobre este hermoso torreón que vale tanto contemplar».

Lanzarote considera lo que ha hecho un deshonor y una vergüenza, tanto que ha llegado a odiarse a sí mismo. Bien sabe que ha llevado la peor parte de la batalla durante demasiado tiempo. Todas y todos lo han podido ver. Entonces salta hacia atrás, dando la cara a Meleagante, y le coloca por fuerza entre la torre y él. Meleagante no regatea esfuerzos para recuperar la posición perdida. Pero Lanzarote se precipita sobre él y le encuentra con el escudo con una fuerza tal que le hace girar sobre su eje dos veces, tres veces, bien a su pesar. Crecen en el héroe fuerza y audacia. Amor le presta valiosa ayuda, y es que no había odiado a nadie nunca tanto como a su contrincante en este combate. Amor y un odio mortal, tan grande como nunca visteis semejante, le hacen tan firme y tan resuelto que Meleagante no puede ver en su actitud un juego. Tiembla el felón: jamás ha conocido un caballero tan audaz, jamás ninguno le ha atormentado de tal modo. De buen grado se aleja de él, hurta su cuerpo y huye, rehúsa el regalo de unos golpes que odia. Y Lanzarote no le amenaza, sino que a tajos y estocadas le hace retroceder hasta la torre donde la reina se apoyaba. Más de una vez la ha servido y rendido vasallaje…

Ha aproximado a su adversario a ella tan cerca como le convenía: si diera un paso más, no la vería. Así, continuamente, Lanzarote le llevaba hacia atrás y hacía adelante, allí por donde bien le parecía, para no detenerse sino ante la reina su dama, la que puso en su cuerpo la llama que le impulsa a mirarla sin cesar. Y esta llama le avivaba a tal punto su ardor contra Meleagante que podía llevarle y perseguirle a voluntad, allí por donde le placía. Como a ciego y como a fugitivo le pasea, sea ello o no de su grado.

Ve el rey que su hijo está extenuado: ya ni siquiera se defiende. Ello le pesa y le mueve a compasión. Pondrá remedio, si es que puede. Para que surta efecto, debe ir a suplicar a la reina. Comenzó entonces a hablarle así:

«Señora, desde que os tuve a mi cargo no he dejado un solo instante de serviros y honraros como el mejor de los amigos. Nunca he dejado de hacer cosa que realzara vuestro honor. Pediros quiero ahora un don que a buen seguro me otorgaréis, si obráis por amistad: ésa será mi recompensa. Me doy perfecta cuenta de que mi hijo lleva la peor parte en este combate. No os oculto que ello no me produce el menor pesar. Pero os ruego que Lanzarote, dueño de su vida, no le mate. No, vos no debéis querer su muerte, por más que os haya perjudicado mucho a vos y a él. Os suplico me concedáis la gracia de que no llegue a herirle con el golpe definitivo. De este modo, corresponderíais a mis servicios de ayer para con vos.

»—Mi buen señor, pues que me lo rogáis, consiento en ello de mi grado —dice la reina—. Guardara yo hacia vuestro hijo, a quien no puedo amar, un odio mortal: me habéis servido con tanta generosidad que quiero, para complaceros, decirle a Lanzarote que le deje vivir».

No fueron pronunciadas estas palabras en voz baja: las oyeron Lanzarote y Meleagante. Quien ama es obediente: con rapidez lleva a cabo lo que place a su amiga si está profundamente enamorado.
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¿Qué otra cosa hubiera hecho Lanzarote, él que amó mucho más de lo que amara Príamo, el más leal de los amantes? Sí, Lanzarote ha oído la respuesta de su dama; desde que las últimas palabras fluyeron de su boca, cuando dijo: «Puesto que deseáis que no le mate, yo también lo deseo», desde ese instante, por nada del mundo habría tocado a Meleagante, ni se habría movido aunque su vida peligrase. No le toca ni se mueve. Su enemigo, por el contrario, le hiere tanto como puede, fuera de sí de ira y de vergüenza al oír que ha llegado al extremo de que ha sido preciso suplicar por su vida. El rey, para amonestarle, ha descendido de la torre y, llegado a la batalla, dice así a su hijo:

«¿Cómo? ¿Es decoroso que él no te toque y tú le hieras? Furioso y cruel en demasía me pareces ahora, ¡a destiempo ha aflorado tu valor! Sabemos con certeza que él te ha superado limpiamente».

Y Meleagante le responde, enajenado de vergüenza:

«¡Se diría que estáis ciego! A fe que no veis nada. Ciego está el que ponga en duda que he obtenido la victoria.

»—¡Busca entonces —dice el rey— quien te crea! Bien saben todas estas gentes si dices verdad, o si mientes. La verdad bien la conocemos».

Ordena al punto a sus barones que retiren a su hijo. No se demoran, pronto dan cumplimiento a su mandado: Meleagante es sometido. Para retirar a Lanzarote no hubo que prodigar grandes esfuerzos: mucho hubiera podido perjudicarle el otro, antes que él le tocase. Entonces dice el rey a su hijo:

«Así Dios me valga, debes ahora hacer las paces y devolver a la reina.
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Es preciso que olvides y renuncies por completo a semejante querella.

»—¡Muy grande necedad habéis dicho! ¡Demasiado os he oído esgrimir naderías! ¡Idos! Dejadnos combatir y no os mezcléis más en esto».

El rey dice que ha obrado así «porque bien sé que te mataría si os dejase combatir».

«¿Qué él me mataría? Antes sería yo quien le matase, si vos no nos estorbaseis y nos dejaseis combatir».

Responde el rey:

«Así Dios me salve, no vale nada cuanto dices.

»—¿Por qué?

»—No quiero oírte. No voy a confiar en la locura y el orgullo que te matarían. Loco está quien su muerte desea, como tú, que ni siquiera lo sabes. Sé bien que me odias porque quiero impedir que mueras. Espero que Dios no me dejará ver con estos ojos tu muerte, porque sería para mí un dolor excesivo».

Tanto le dice y tanto le amonesta que han fijado paces y acuerdos. Se estipula que Meleagante devolverá a la reina, a condición de que, al cabo de un año a partir del día elegido por él para el reto, Lanzarote, sin demora alguna, se enfrentará de nuevo con él. El acuerdo no entristece en absoluto a Lanzarote. Todo el pueblo acepta la paz, y desea que la batalla tenga lugar en la corte del rey Arturo, señor de la Bretaña y Cornualles. Allí desean que tenga lugar, si la reina promete, y Lanzarote garantiza, que, si Meleagante consiguiera vencerle, ella regresará con el vencedor y nadie la retendrá. Conforme está la reina, y Lanzarote sale fiador. De este modo los han puesto de acuerdo, a más de separarlos y desarmarlos.
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Era costumbre del país: cuando uno era liberado, los demás regresaban con él. Así, pues, todos bendecían a Lanzarote. Podéis haceros una idea de la inmensa alegría que debía reinar allí entonces: reinó, sin duda alguna. Todos juntos, los desterrados hacen visible su alegría ante Lanzarote, y así le dicen, todos juntos, para que él pueda oírles:

«Señor, mucho nos alegramos, en verdad, tan pronto oímos vuestro nombre, pues al punto supimos con certeza que nos liberaríais a todos».

A la alegría se une un gran afán: cada cual, con fatiga y dificultades, intenta tocar a su libertador. El que consigue aproximarse más, conquista una alegría inenarrable. Al mismo tiempo reinan el gozo y la tristeza: los que han sido rescatados se abandonan a su dicha; Meleagante y los suyos no tienen nada que celebrar: pensativos están, sombríos y abatidos.

El rey gira sobre sus pasos. Con él va Lanzarote, no le ha olvidado. Éste le ruega ser conducido ante la reina.

«Por mí no queda —dice el rey—, que me parece oportuno hacer lo que decís. Os mostraré también a Keu el senescal, si lo deseáis».

Poco falta para que Lanzarote se arroje a sus pies, tan loco de alegría se halla. El rey le condujo al instante a la sala donde esperaba la reina, recién llegada. Cuando la reina ve al rey trayendo a Lanzarote por un dedo, se pone en pie aparentando malhumor, baja la cabeza y no pronuncia palabra.

«Señora, ved aquí a Lanzarote —dice el rey—, que viene a veros. Ello habrá de agradaros sobremanera.

»—¿A mí? Señor, no puede agradarme. Su presencia no me interesa en absoluto.

»—¡Cómo! Señora —responde el rey generoso y cortés—, ¿de qué corazón os habéis investido?
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Por cierto que cometéis sinrazón excesiva con el hombre que tanto os ha servido. En su búsqueda ha puesto por vos su vida en peligro mortal, y os ha rescatado y defendido de mi hijo Meleagante, quien muy a su pesar os ha devuelto.

»—Señor, a la verdad, ha gastado su tiempo. No negaré que no le guardo la menor gratitud».

He aquí a Lanzarote fulminado. Como respuesta, dice muy suavemente, como cuadra a un amante cumplido:

«Señora, verdad es que me duelen vuestras palabras, y no me atrevo a preguntaros el motivo».

Mucho se hubiera lamentado Lanzarote si la reina le hubiese escuchado; pero, para atormentarle y confundirle, no quiso responder una sola palabra, retirándose a una cámara cercana. Y Lanzarote la escoltó hasta la entrada con los ojos y con el corazón. Corto fue el viaje de los ojos, que demasiado cerca estaba la cámara; muy de su grado hubiesen entrado tras ella, si fuera posible. El corazón, que es amo y señor mucho más poderoso, pasó tras su señora al otro lado de la puerta. Los ojos se han quedado fuera, llenos de lágrimas, junto con el cuerpo. El rey, entonces, a título confidencial, le dice:

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