Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (11 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

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Ante el desarrollo de esta aventura, las gentes que estaban en el prado, decíanse uno a otro:

«¿Habéis visto? El que estuvo en la carreta ha conquistado hoy tal honor que se lleva consigo a la amada del hijo de mi señor; aunque mi señor lo sigue. En verdad podemos asegurar que alguna virtud habrá encontrado en él, cuando permite que se la lleve. ¡Maldito cien veces quede quien hoy deje de jugar y danzar a causa de él! ¡Volvamos a nuestros festejos!».

Entonces reanudan sus juguetees, danzan y bailan.

En seguida se marcha el caballero. No se demora por más tiempo en el prado. Tampoco tras de él se detiene la doncella que le acompaña. Ambos se alejan a toda prisa.

El hijo y su padre, de lejos, los siguen. A través de un prado ya segado cabalgaron hasta la hora nona. Allí encuentran en un lugar muy bello un monasterio y, cerca del coro, un cementerio rodeado de muros. No se portó como villano ni como necio el caballero que entró a pie en el monasterio para rezar. Y la doncella le sujetó el caballo hasta el regreso.

Cuando había acabado su plegaria y se volvía atrás se le acerca un monje muy viejo. Lo ve ante sus ojos salirle al paso. Al encontrarle le ruega muy amablemente que le informe de lo que hay dentro de aquellos muros.
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Aquél responde que allí hay un cementerio, y él dice:

«Conducidme a él, con la ayuda de Dios.

»—Muy a gusto, señor».

Entonces le introduce en el cementerio, entre las más hermosas tumbas que se podrían encontrar desde Bombes hasta Pamplona. Sobre cada una figuraban los nombres de los que habían de yacer dentro de ellas. Y él mismo, por su cuenta comenzó a leer los nombres, y encontró:

«Aquí yacerá Galván, aquí Loonís y aquí Ivain».

Después de éstos ha leído muchos otros nombres de caballeros escogidos, de los más apreciados y mejores en aquella tierra y de más allá. Entre las tumbas encuentra una de mármol, que parece ser una obra maestra, la más bella muy por encima de todas las otras.

El caballero llama al monje y dice:

«Estas tumbas de aquí ¿a qué se destinan?».

Responde él:

«Ya habréis visto las inscripciones. Si las habéis comprendido, entonces, bien sabéis lo que dicen y lo que significan esas tumbas.

»—Entonces, decidme para qué es ésa más grande».

El ermitaño responde:

«Os lo diré con precisión. Se trata de un sarcófago que ha superado a todos los que jamás se han construido. Otro tan rico ni tan bien labrado ni yo ni nadie lo ha visto nunca. Hermoso es por fuera y mucho más su interior. Pero no os ocupéis de su belleza oculta, porque de nada os podría servir; que no lo tenéis que ver por dentro. Pues se necesitarían siete hombres muy fuertes y enormes para descubrirlo, si se pretendiera abrir la tumba, que está cubierta por una pesada losa. Sabed que es cosa bien segura que se necesitan esos siete hombres, más fuertes de lo que vos y yo somos. Existe una inscripción que reza así:
[1900]
"Aquel que sólo y por su propia fuerza consiga levantar esta losa, liberaría a aquellos y aquellas que yacen en cautividad en la tierra de donde no sale nadie, ni siervo ni gentilhombre, una vez que ha penetrado en ella.” Hasta ahora ninguno de allí ha retornado. Los extranjeros quedan allí prisioneros. Sólo las gentes del país van y vienen y franquean los límites a placer».

En seguida el caballero avanza para agarrar la losa, y la levanta como si de nada se tratara. Mejor de lo que diez hombres lo hubieran hecho si hubieran aplicado toda su fuerza. El monje quedó tan atónito que por poco no cae desmayado. Pues no creía que había de ver tal prodigio en toda su vida. Dijo luego:

«Señor, ahora tengo gran deseo de saber vuestro nombre. ¿Podríais decírmelo?

»—Yo no, por mi fe de caballero —contestó él.

»—Por cierto que eso me pesa. Mas si me lo dijerais, haríais una gran cortesía, de la que podríais obtener gran prez. ¿De dónde sois, cuál es vuestro país?

»—Un caballero soy, como veis, y nacido en el país de Logres. Con eso quisiera contentaros. Y vos, si os place, decidme de nuevo, ¿quién ha de yacer en esta tumba?

»—Señor, el que ha de liberar a todos los que están cautivos en la trampa del reino del que ninguno escapa».

Después de que el monje le hubo respondido, el caballero lo encomendó a Dios y a todos sus santos. Entonces sale y acude, con rápido paso, junto a la doncella. El viejo monje, de pelo canoso, lo sigue afuera de la iglesia. Así que llegan a mitad del camino, mientras la doncella monta en su cabalgadura, el monje le refiere con detalle cuanto había pasado dentro y le ruega que le diga el nombre del caballero, si ella lo sabe.
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De tal modo que ella le replica que no lo sabe, pero que se atreve a afirmarle con seguridad una cosa: que no existe en vida un caballero igual en toda la extensión por donde soplan los cuatro vientos.

A continuación la doncella lo deja y se aleja en pos del caballero. En ese momento llegan los que los seguían, y allí encuentran ante sus ojos al monje solo ante la iglesia. El viejo caballero de la camisa le dice:

«Decidme, señor: ¿visteis a un caballero que acompaña a una doncella?

»—No tendré ningún reparo en contaros toda la verdad —responde el monje—. Precisamente ahora se alejan de aquí. El caballero penetró en el cementerio, y ha hecho una gran maravilla. Porque él solo sin fatigarse en lo más mínimo alzó la losa de encima de la gran tumba marmórea. Va a socorrer a la reina. Y la socorrerá sin duda; y con ella a todos los cautivos. Vos mismo bien los sabéis, que muchas veces habéis leído la inscripción de la lápida. En verdad que nunca nació de hombre y mujer ni se sentó sobre una montura un caballero que valiera tanto como éste».

Entonces dijo el padre a su hijo:

«¿Hijo, qué te parece? ¿Acaso no es un gran prohombre el que ha acometido tal hazaña? Ahora ya sabes de fijo quién cometió el error. Ya te das cuenta de si fue tuyo o mío. No querría, ni por la ciudad de Amiens, que le hubieras presentado combate. Aunque antes bien te has rebelado, hasta que se te pudo disuadir. Ahora nos podemos volver, pues haríamos gran locura en seguirlo de aquí en adelante».

Su hijo contestó:

«Accedo a ello. No nos serviría de nada seguirle. Pues que así os place, volvámonos». Al aceptar la vuelta demostró gran cordura.

Entre tanto la doncella durante todo el camino se arrimaba muy al costado del caballero, para atraer así su atención, y quería saber de él su nombre.
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Le requiere para que se lo diga. Se lo suplica una y otra vez, hasta que él le dice ya cansado:

«¿No os he dicho que yo soy del reino del rey Arturo? ¡Por la fe que debo a Dios y por su virtud, que sobre mi nombre no habéis de saber más!».

Entonces la joven le dice que si le da permiso para retirarse, se volverá atrás. Y él le dice adiós con gesto alegre.

Así que la doncella se retira. Y él, hasta que se hizo muy tarde, ha seguido cabalgando sin compañía. Al anochecer, a la hora del ángelus, mientras proseguía su camino, vio a un caballero que venía del bosque en que había cazado. Venía éste con el yelmo anudado y con la caza que Dios le había concedido sobre la grupa de su caballo de color gris.

El vavasor se apresura a salir al encuentro de nuestro caballero y le ruega que acepte su hospedaje.

«Señor, no tardará en llegar la noche. Ya es momento de buscar albergue; así debéis hacerlo razonablemente. Tengo una casa mía aquí cerca, adonde os puedo llevar ahora. Nadie os albergaría mejor de lo que yo lo haré, por todos mis medios, si a vos os place. A mí me alegrará mucho.

»—También yo estaré contento con ello», dijo él.

El vavasor envía al momento a su hijo, para que se adelante en aprestar el hospedaje y en apremiar los preparativos de la cocina. El muchacho sin demora cumple al punto la orden; muy a su gusto y con diligencia se dirige a su casa a toda marcha. Así los demás, sin premura, continúan el viaje hasta llegar a la casa.

El vavasor tenía como esposa una dama bien educada, y cinco hijos muy queridos, tres cadetes y dos caballeros, y dos hijas gentiles y hermosas que eran aún doncellas.
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No habían nacido sin embargo en aquel país, sino que estaban allí detenidos y en tal cautividad habían permanecido muy largo tiempo; ya que habían nacido en el reino de Logres.

El vavasor ha conducido al caballero hasta el interior del patio. La dama acude a su encuentro, y salen también sus hijos e hijas. Todos se afanan por servirlo. Le ofrecen sus saludos y le ayudan a desmontar.

Menos atenciones prestaron a su señor padre las hermanas y los cinco hermanos, puesto que bien sabían que él prefería que obraran de tal modo. Al caballero le colman de honores y agasajan. Después de haberle desvestido el arnés, le ha ofrecido un manto una de las dos hijas de su anfitrión; y le ciñe al cuello el manto propio, que ella se quita.

Si estuvo bien servido en la cena, de eso ni siquiera quiero hablar.

Al llegar la sobremesa no hubo la menor dificultad en encontrar motivos de charla.

En primer lugar comenzó el vavasor en requerir de su huésped quién era, y de qué tierra; aunque no le preguntó directamente su nombre.

A tales cuestiones respondió él:

«Soy del reino de Logres; y en este país vuestro no había estado nunca».

Al oírlo, el vavasor se sorprende en extremo, y también su mujer y todos sus hijos. Todos se apesadumbraron mucho, y así le empiezan a decir:

«¡Por vuestra mayor desdicha llegasteis, amable buen señor! Tan gran daño os alcanza. Porque ahora quedaréis como nosotros en la servidumbre y el exilio.

»—¿De dónde sois vosotros? —dice él.

»—Señor, somos de vuestra tierra. En este país muchos hombres de pro de vuestra tierra están en la servidumbre. ¡Maldita sea tal obligación y también aquellos que la mantienen! Porque a todos los extranjeros que aquí llegan, se les obliga a permanecer aquí, y en esta tierra quedan confinados.
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Entrar puede aquí quien quiera, pero luego tiene que quedarse. Vos mismo no tenéis más solución. No saldréis, me temo, ya nunca.

»—Sí, lo haré, si puedo».

El vavasor le volvió a decir luego:

«—¿Cómo? ¿Pensáis salir de aquí?

»—Sí, si Dios quiere. En ello emplearé todo mi esfuerzo.

»—Entonces podrían salir sin temores todos los demás tranquilamente. Ya que en el momento que uno, en un leal intento, logre escapar de esta prisión, todos los demás, sin reparos, podrán marchar, sin que nadie se lo prohíba».

Entonces el vavasor recuerda que le habían contado que un caballero de gran virtud vendría al país a luchar por la reina, a quien retenía en su poder Meleagante, el hijo del rey. Dícese entonces:

«Cierto, creo que es él. Se lo preguntaré.

»No me ocultéis luego, señor, nada de vuestra empresa, a cambio de la promesa de que os daré el mejor consejo que sepa. Yo mismo obtendré prez si podéis cumplir tal hazaña. Descubridme la verdad por vuestro bien y por el mío. A este país, según lo que creo, habéis venido a por la reina, en medio de estas gentes traidoras, que son peores que los sarracenos».

El caballero responde:

«No he venido por ninguna otra razón. No sé dónde está encerrada mi señora. Pero vengo decidido a rescatarla, y para ello he menester grande consejo. Aconsejadme, si sabéis».

Dice el otro:

«Señor, habéis emprendido un muy duro camino. La senda que seguís os lleva todo recta hacia el Puente de la Espada.
[2150]
Os convendría seguir mi consejo. Si me hicierais caso, iríais al Puente de la Espada por un camino más seguro, que os haría indicar».

Pero él, que sólo ansiaba el más corto, respondió:

«¿Va esa senda tan derecho como este camino de aquí?

»—No, desde luego. Es más larga pero más segura.

»—Entonces —dijo— no me interesa. Aconsejadme sobre ésta, pues estoy dispuesto a seguirla.

»—Señor, en verdad, no vais a conseguir en ella el éxito. Si avanzáis por tal camino, mañana llegaréis a un paso donde al pronto podréis recibir gran daño. Su nombre es el Paso de las Rocas. ¿Queréis que os diga de modo sencillo cuan peligroso es tal paso? No puede pasar más que un solo caballo. No cruzarían por él dos hombres de frente. Y además el pasaje está bien guardado y defendido. No se os cederá el paso en cuanto lleguéis. Recibiréis muchos golpes de espada y de lanza, y tendréis que devolverlos en abundancia antes de haberlo traspuesto».

Cuando hubo concluido el relato, avanzó uno de los caballeros hijos del vavasor hasta su padre y dijo:

«¡Señor, con este caballero me iré, si no os contraria!».

A la vez uno de los hijos menores se levanta y dice:

«Del mismo modo iré yo».

El padre da su permiso para la despedida a los dos muy de grado. Ahora ya no partirá solo el caballero. Les da las gracias, ya que en mucho estimaba su compañía.

Con esto dejan la conversación y conducen a su dormitorio al caballero. Allí durmió lo que le apeteció. Apenas pudo vislumbrar el día, se puso en pie. Y lo advirtieron los que debían acompañarle. También ellos se levantan al momento.

Los caballeros se han vestido la armadura y se ponen en marcha, después de la despedida. El cadete se ha puesto a la cabeza y así mantienen su marcha juntos hasta llegar directamente al Paso de las Rocas a la hora de prima.

[2200]
En medio del pasaje había una barrera fortificada sobre la que estaba apostado un hombre. Antes de que se acercaran, el que estaba sobre la barrera los divisó; y grita con todas sus fuerzas:

«¡Por ahí vienen al ataque! ¡Por ahí vienen al ataque!».

Entonces aparece sobre un caballo un caballero en la fortificación, armado con un luciente arnés, y acompañado por ambos lados de unos criados que empuñan hachas cortantes.

Cuando el otro se acerca al paso, éste que lo contempla le reprocha lo de la carreta con feos gritos y denuestos:

«¡Vasallo, gran osadía has cometido, y bien has obrado como loco necio al penetrar en este país! ¡Desde luego que no debía venir un hombre que ha viajado sobre la carreta! ¡Así Dios no te conceda más placer!».

Con que uno hacia el otro se lanzan al máximo galope de sus caballos. El que debía guardar el paso quiebra su lanza en pedazos, y los trozos caen de su mano a tierra. El otro le asesta el golpe en la garganta directamente, pasando la lanza sobre el borde superior del escudo. Lo derriba de lleno y lo tira atravesado sobre las rocas. Los sirvientes con las lanzas saltan hacia el invasor, pero deliberadamente no le alcanzan, ya que no tienen ganas de dañarle ni a él ni a su caballo. El caballero se da cuenta de que no quieren perjudicarle en nada ni causarle daño. Así que sin preocuparse de sacar la espada franquea el paso sin más dilación. Y tras de él sus compañeros. De éstos dijo el uno al otro:

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