Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (20 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

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De este modo describen a los héroes desde la tribuna:

«Ese escudo se fabricó en Limoges; Pílades lo ha traído, y está deseoso de entrar en combate. Ese otro fue hecho en Tolosa, como todo el arnés: es el conde de Estral quien quien lo trajo de allí. Ése vino de Lyon sobre el Ródano: ninguno hay tan bello bajo el trono celeste. A cambio de un gran servicio prestado lo obtuvo Taulas del Desierto: sabe llevarlo con gallardía y cubrirse con él. Aquel otro salió de los talleres ingleses, fue fabricado en Londres; veis sobre él dos golondrinas: se diría que van a emprender el vuelo, pero no se mueven, soportando muchos mandobles de acero pata vino. Es el joven Toante quien lo lleva».

Así describen y detallan las armas que les son conocidas. Pero no divisan a aquél que se había granjeado su desprecio; piensan que ha emprendido la huida para no tomar parte en la contienda. La reina tampoco le ve, y decide enviar a alguien a través de las filas para que le busque y encuentre. No conoce nadie mejor para ello que aquélla a la que enviara el día anterior. La llama inmediatamente y le dice así:

«Id ahora, doncella, a montar sobre vuestro palafrén. Os envío al caballero de ayer. Le buscaréis, le encontraréis. No os retraséis por nada del mundo. De nuevo le diréis que se comporte todavía lo peor posible. Y cuando se lo hayáis advertido, escuchad bien lo que os responda».

No tarda la doncella en obedecer. Se había fijado la noche pasada hacia dónde se dirigía el caballero, pues algo le decía con plena seguridad que sería enviada de nuevo a él. Sabe orientarse entre las filas hasta llegar a su destino. Rápidamente se acerca, y le repite en voz muy baja que todavía debe comportarse lo peor posible, si quiere conservar el amor y la gracia de la reina: órdenes suyas son.

Responde Lanzarote:

«Gracias le sean dadas a ella, pues tal cosa me ordena».

La doncella se fue. Mientras, se deja oír el griterío que levantan criados y escuderos diciendo:

«¡Maravilla! ¡Ha regresado el caballero de las armas bermejas, venid a verle! Pero, ¿para qué? No hay en el mundo hombre tan vil, tan digno de desprecio y tan cobarde. La cobardía le domina, y él nada puede hacer contra ella».

Ha vuelto la doncella junto a la reina. Ésta no deja de apremiarla hasta conocer la respuesta. Al oírla, mucho se ha alegrado, pues ahora sabe sin ninguna duda que ese caballero no es otro que aquél a quien ella pertenece por entero, y que le sigue perteneciendo él también a ella sin falta. Entonces ordena a la muchacha que vuelva aprisa sobre sus pasos, y diga al caballero que ella le prescribe y suplica que se comporte lo mejor posible.

«Iré —responde la doncella—, sin concederme el menor reposo».

Ha bajado a tierra desde la tribuna: allí la espera un criado, guardándole su palafrén. Ensilla, monta y parte al encuentro del caballero. Inmediatamente le dice:

«Ahora mi dama os manda, señor, que lo hagáis lo mejor posible.

»—Le diréis —responde Lanzarote— que no me ordena nada que no me plazca, pues que a ella le agrada. Todo lo que a ella place me es grato a mí».

No fue lenta ella en transmitir su mensaje, pues sabe que va a hacer feliz a la reina. Por el camino más corto ha regresado a la tribuna.
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Al verla, se ha levantado la reina, y se adelanta a su encuentro. Pero no baja hasta abajo: la espera en la plataforma. La doncella se acerca, muy complacida en referir la nueva. Comienza a subir los peldaños de la escalera. Llega por fin al lado de la reina.

«Señora —le dice—, nunca vi caballero de carácter tan complaciente. Tan extremadamente quiere hacer lo que vos le ordenáis que, a deciros verdad, acoge con idéntico semblante honra y deshonra, bien y mal.

»—A fe —dice la reina—, puede que sea así».

Y vuelve a la tribuna para ver a los caballeros. Por su parte, Lanzarote no espera más: ardiendo en deseos por mostrar toda su valentía, coge su escudo por las correas. Endereza el cuello de su caballo y se precipita entre dos hileras de justadores. Boquiabiertos quedan aquéllos a quienes ha engañado su fingimiento: buena parte del día y de la noche han estado burlándose de él, durante demasiado tiempo se han divertido a sus expensas. Con el escudo firmemente sujeto, pica espuelas contra él, desde el otro bando, el hijo del rey de Irlanda. Tanto se hieren mutuamente que el hijo del rey de Irlanda no piensa ya en justar: su lanza ha quedado hecha pedazos, pues no ha golpeado sobre musgo, sino sobre un escudo de planchas muy duras y secas. Lanzarote le enseñó en esta justa uno de sus golpes maestros: ajustándole el escudo sobre el brazo, le apretó el brazo contra el costado y le echó a rodar por tierra. En ese punto se precipitan los caballeros de ambos bandos, picando espuelas. Unos combaten para liberar al vencido, otros para acabar con él.
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Los primeros cuidan ayudar a su señor: la mayoría vacía sus arzones en el tumulto de la refriega. Galván, que se encontraba entre los segundos, se abstuvo de hacer armas aquel día; tanto le placía mirar las proezas de aquél que llevaba las armas pintadas de sinople que eclipsadas le parecían las de los demás caballeros; no brillaban al lado de las suyas. En cuanto al heraldo, goza a sus anchas, y grita de manera que todos puedan oír lo que dice:

«¡Ha venido el que vencerá! ¡Es hoy cuando veréis de lo que es capaz! ¡Hoy aparecerá su valentía!».

Entonces el caballero hace girar a su caballo y pica espuelas contra un adversario muy señalado. De tal forma le hiere que le envía a tierra, a cien pies por lo menos de su caballo. Tan bien comienza a comportarse con la espada y la lanza que no hay nadie que al verle no se regocije. Incluso entre los que llevan armas cunde el placer y la alegría: gran fiesta es verle derribar al mismo tiempo caballos y caballeros. Apenas uno de los que ataca consigue permanecer en la silla. Los caballos que obtiene de ese modo los regala a quien los quiere. Y aquéllos que burlarse de él solían, dicen:

«Deshonrados estamos y perdidos. Muy grande sinrazón hemos cometido injuriándole y despreciándole. Bien vale él solo por un millar de los valientes que no escasean en este campo. Ha vencido y sobrepasado a todos los caballeros del mundo. Nadie puede compararse con él».

Y las doncellas pensaban, mirándole con ojos maravillados, que no podrían desposarle: no se atrevían a fiar de su belleza ni de su fortuna, no era suficiente un origen ilustre, por alto que fuese.
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Ninguna de ellas se reputaba digna del caballero, ni en hermosura ni en riquezas: era un hombre de excesivo valor. La mayor parte de ellas, empero, se obligan por votos tales que, si no consiguen desposarle, no se casarán ese año, ni serán dadas en matrimonio a marido ni a señor. La reina, que ha oído estos ingenuos propósitos, sonríe para sí burlonamente. Bien sabe que él no aceptaría a la más bella y más gentil de las doncellas ni por todo el oro de Arabia. En su común deseo, cada una querría guardarle para ella, y tiene celos de su compañera, como si él fuese ya su esposo. Y es que le ven tan diestro en el combate que piensan —tanto les placía— que ningún otro caballero podría llevar a cabo tales hazañas.

Tan bien lo hizo que, al final del torneo, ambas partes dijeron sin mentir que no había tenido rival el caballero del escudo bermejo. Todos lo decían, y era verdad. Entonces, al partir, dejó caer su escudo a toda prisa allí donde más gente había, y su lanza, y la gualdrapa de su caballo. Acto seguido, se alejó a toda velocidad. Tan furtivamente escapó que nadie de cuantos allí estaban se apercibió de ello. Y se puso en camino, cabalgando en línea recta hacia aquel lugar de donde había venido, con el fin de cumplir su juramento.

Entretanto, terminado el torneo, todos buscan y reclaman al vencedor. Pero no le encuentran: ha huido, no quiere ser reconocido. Gran duelo y gran angustia sienten los caballeros. Grande alegría habrían, si le tuviesen con ellos. Pero si a los caballeros les produjo pesar su partida, las doncellas lo hubieron mucho mayor cuando supieron la noticia.
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Juran por san Juan que no se casarán ese año. Puesto que aquél a quien querían se ha marchado, conceden la libertad a todos los demás. De este modo terminó el torneo, sin que una sola de ellas obtuviese marido.

Lanzarote no se detiene. Pronto regresa a su prisión. Dos días o tres antes de volver él, llegó a su casa el senescal que le guardaba, y preguntó dónde estaba su prisionero. La dama no ocultó la verdad a su marido: había prestado a Lanzarote su armadura bermeja lista para el combate, su arnés y su caballo, y le había permitido acudir al torneo de Noauz.

«Señora —dice el senescal—, no podíais haber obrado peor, a la verdad. Ello traerá consigo para mí la desgracia mayor, pues mi señor Meleagante me tratará peor que el gigante
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a los náufragos indefensos. Moriré entre tormentos cuando lo sepa. No tendrá piedad de mí.

»—Mi buen señor —responde la dama—, no desmayéis. Ningún motivo hay para sentir el miedo que sentís. Nada ni nadie retendrá a Lanzarote lejos de aquí. Me juró sobre sus santos que volvería tan pronto como pudiese».

El senescal ensilla sin demora y cabalga hacia su señor, poniéndole al corriente del suceso. Pero mucho le tranquiliza diciéndole cómo su mujer recibió de Lanzarote el juramento de regresar a su prisión.

«No faltará a su palabra, bien lo sé —responde Meleagante—. Sin embargo, no dejo de lamentar vivamente lo que ha hecho vuestra mujer. A ningún precio hubiese querido que participara en ese torneo.
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Pero idos en seguida y cuidad que, cuando regrese Lanzarote, sea dispuesta para él una prisión tal que no pueda salir fuera ni hacer libre uso de su cuerpo. Me enviaréis noticias de ello en cuanto suceda.

»—Se hará como ordenáis».

Parte de regreso el senescal, encontrando en su casa a Lanzarote, prisionero de nuevo. Un mensaje circula sin tardanza: se lo envía el senescal a Meleagante por el camino más corto. En él le comunica que Lanzarote ha vuelto a su prisión. Tan pronto como el felón lo oye, congrega albañiles y carpinteros que de grado o por fuerza harán lo que les mande. Se hizo traer a los mejores del país y les dijo que hiciesen una torre, y que no regateasen esfuerzos hasta su total construcción. De piedra había de ser, y situada a la orilla del mar. En efecto, cerca de Gorre fluye un ancho brazo de mar en cuya centro hay una isla: bien la conoce Meleagante. Es allí donde ordena que se extraigan la piedra y la madera para levantar la torre. En menos de cincuenta y siete días fue construida, fuerte y espesa, larga y ancha. De este modo la construyeron, y allí hizo conducir el felón a Lanzarote. Después mandó tapiar las puertas e hizo jurar a todos los albañiles que jamás en su vida dirían palabra de esta torre. Con ello perseguía que fuese ignorada por el mundo. Salvo una pequeña ventana, no tiene huecos ni aberturas. Allí es donde se ve obligado a vivir Lanzarote. Le daban de comer, escasamente, por la antedicha ventana: así lo ha prescrito el felón desleal.

[…]

[Godefroi de Leigni]

Por el momento, Meleagante ha hecho toda su voluntad.
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Acto seguido, endereza sus pasos hacia la corte del rey Arturo. Llega allí, y cuando está delante del rey, comienza a decirle, lleno de orgullo y sinrazón:

«Rey, he concertado una batalla ante ti en tu corte; pero no veo aquí a Lanzarote, que es quien se ha comprometido a luchar contra mí. No obstante, mi deber es reiterar mi oferta de combate ante todos los que me están escuchando. Si él está aquí, que se adelante y se declare dispuesto a mantenerme su palabra en vuestra corte de hoy en un año. No sé si os han dicho de qué manera y en qué guisa fue concertada esta batalla, pero veo caballeros aquí presentes que presenciaron el acuerdo, y bien os lo sabrían ratificar, si quisieran confesar la verdad. Pero si alguien lo niega, no recurriré a un mercenario: yo mismo le daré su merecido».

La reina, que se sentaba junto al rey, atrae a éste cabe sí y le dice:

«Señor, ¿sabéis quién os ha hablado? Es Meleagante, mi raptor. Me arrebató cuando me escoltaba Keu, el senescal: mucha vergüenza y mal le ha causado.

»—Señora —le responde Arturo—, me he apercibido de ello. Sé muy bien que es aquél que retenía a mis gentes en el destierro».

Nada añadió la reina. Entonces el rey se volvió hacia Meleagante y le dijo:

«Amigo, por Dios os aseguro que no sabemos noticia de Lanzarote. Ése es nuestro gran duelo.

»—Señor rey —dice Meleagante—, Lanzarote me dijo que aquí le encontraría sin falta. No debo reclamarle esta batalla si no es en vuestra corte. Quiero que todos estos varones me sean testigos: de hoy en un año le requiero para que cumpla la promesa que hicimos cuando acordamos este combate.»
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En este punto se levanta mi señor Galvan, a quien no complacía un requerimiento semejante. «Señor —dice—, ni rastro de Lanzarote se encuentra en todo este país. Pero le haremos buscar y le encontraremos, si place a Dios, antes de que se cumpla el plazo de un año, a no ser que esté muerto o en prisión. Y si él no puede estar presente, concededme esa batalla, yo lucharé. Me armaré en su lugar el día señalado, si no regresa antes.

»—¡Ah! Mi buen señor rey —responde Meleagante—, concedédselo. Él lo desea y yo os lo ruego, que no hay en el mundo caballero, fuera de Lanzarote, con el que más a gusto mediría mis fuerzas. Pero sabed con seguridad que si uno de los dos no me combate, no aceptaré ningún otro a cambio».

El rey dice que se lo otorga, si es que Lanzarote no vuelve dentro del plazo. Meleagante se marcha, y no descansa hasta regresar junto al rey Baudemagus, su padre. En su presencia, comenzó a alardear y a jactarse, aparentando una valentía de mérito singular. Aquel día muy alegre tenía a su corte el rey Baudemagus en Bade
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su ciudad. Cumplíase el aniversario de su nacimiento, y todo estaba lleno a rebosar. Le acompañaba una muchedumbre innumerable de gentes de las más diversas procedencias. En el palacio se apiñaban caballeros y doncellas. Entre ellas había una (era la hermana de Meleagante) a la que más tarde dedicaré mi atención. Ahora no quiero decir más, pues no conviene a mi relato el que deba decirlo en este punto. No quiero desfigurar mi historia, ni alterarla, ni forzarla: quiero que siga siempre un camino recto.
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Por ahora sólo os diré que Meleagante, recién llegado, ante toda la corte —grandes y pequeños— dice a su padre en alta voz:

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