Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (21 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

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«Padre, así Dios os salve, decidme si os place la verdad: ¿no tiene motivos para estar alegre y no se halla en posesión de un gran valor aquél que en la corte del rey Arturo por sus armas se hace temer?».

Su padre, sin escuchar más, responde a su pregunta:

«Hijo, todos los valientes deben honrar y servir a aquél que pudo merecer tal honra, y deben mantener su compañía».

Ello le adula y le invita a no seguir callando el motivo que le ha impulsado a hablar así. Diga, pues, lo que ansia decir y de dónde viene:

«Señor, no sé si recordáis los términos del acuerdo que, por mediación vuestra, puso fin a la batalla que Lanzarote y yo librábamos. Recordaréis sin duda que muchos estaban presentes cuando se dijo que en el plazo de un año a partir de mi requerimiento debíamos acudir a la corte de Arturo, dispuestos para un nuevo combate. Allí me presenté como era mi deber, preparado a la empresa que me obligaba a ir. Hice lo que debía hacer: pregunté por Lanzarote, reclamé a aquél contra quien debía luchar. Pero no pude verle ni encontrarle: se ha dado a la fuga, me ha evitado. Pero no he vuelto de vacío: Galván me ha prometido por su fe que, si Lanzarote no está vivo o no regresa dentro del plazo señalado, no se diferirá la batalla, que él mismo me combatirá en lugar de Lanzarote. No tiene Arturo otro caballero tan valioso como él, es bien sabido.
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Pero antes que florezcan de nuevo los saúcos comprobaré sí los hechos concuerdan con su fama, en cuanto intercambiemos unos golpes. ¡Ojalá fuese ahora mismo!

»—Hijo —responde Baudemagus—, te esfuerzas en conducirte como un loco. Tú mismo das a conocer tu locura. Verdad es que se humilla quien tiene buen corazón, pero el loco y el engreído no tienen salvación posible. Por ti lo digo, hijo, porque tu carácter es tan duro y tan seco que no conoces la dulzura, ni la amistad. Tu corazón no sabe lo que es la piedad: la locura lo ha extraviado. Es por eso por lo que te desprecio, ello te hará caer. Si eres valiente, no faltará quien dé testimonio de ello cuando sea necesario. Un valiente no necesita alabar su valor para ensalzar sus hechos: sus proezas se alaban por sí solas. El elogio que de ti mismo haces no te ayuda a aumentar tu valor, sino a disminuirlo. Hijo, estás advertido; pero, ¿de qué te vale? Lo que se dice a un loco son palabras perdidas. Inútilmente se debate aquél que quiere liberar de su locura a un loco. De nada sirve un consejo si no se pone en práctica: en seguida se pierde y desaparece».

Fuertemente turbado está Meleagante, como fuera de sí. Jamás hombre nacido de mujer —os estoy diciendo la verdad— visteis tan lleno de ira como él. Entonces se rompió el último lazo entre ellos, cuando, lleno de indignación, dijo contra su padre estas palabras, abiertamente agresivas:

«¿Estáis soñando o deliráis cuando decís que yo he perdido la razón por lo que acabo de contaros? Cuidaba haber venido a vos como a mi padre y señor.
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Pero, según parece, ello no es así, puesto que más vilmente me insultáis —ése es mi parecer— de lo que debierais. ¿Sabríais decirme una razón para explicar vuestra actitud?

»—La tengo, y suficiente.

»—¿Cuál es ella?

»—Ninguna cosa veo en ti sino rabia y locura. Conozco muy bien tu corazón que aún será para ti fuente de males. ¡Maldito sea quien piense que Lanzarote, ese espejo de caballeros en quien tú solo no te miras, haya huido por miedo de ti! Quizá ya esté enterrado, o secuestrado en una prisión cuyas puertas estén tan herméticamente cerradas que no pueda salir sin licencia del carcelero. Sentiría un inmenso dolor si hubiese muerto o se encontrara en mala situación. Gran pérdida sería el hecho de que una criatura tan perfecta, tan hermosa y valiente, tan mesurada, hubiese perecido tan temprano. ¡Quiera Dios que no sea verdad!».

Después de estas palabras, Baudemagus guarda silencio. Pero cuanto se ha dicho y referido lo ha oído su hija. Sabed bien que era la doncella de la que os hablé más arriba. No le alegraron semejantes noticias de Lanzarote, y dedujo que le tenían prisionero en un lugar secreto, pues que ni rastro había de él.

«¡Dios me lo tome en cuenta —pensó—, si me concedo algún reposo antes de saber noticia cierta de su paradero!».

Sin demora, corrió con gran sigilo a montar sobre una muy hermosa muía de paso muy suave. Al salir de la corte, no sabe hacía qué lado dirigirse. Y sin saber dónde ir, toma el primer camino que encuentra, a la aventura, sin caballero ni sirviente.
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Mucho se apresura: tanto desea alcanzar lo que persigue. Gran ardor pone en su búsqueda, pero no la culminará tan pronto. No puede descansar, ni detenerse en un lugar por mucho tiempo, si es que quiere llevar a buen término lo que se ha propuesto: arrancar a Lanzarote de su prisión, con tal que le encuentre y pueda hacerlo. Pero antes de conseguirlo, antes de saber nuevas de él, cuido que muchas vueltas habrá dado en todos los sentidos por el país, muchas comarcas habrá explorado. Pero, ¿de qué valdría que os hablara de sus paradas nocturnas y de sus jornadas? Tantos caminos ha recorrido por monte, valle, arriba, abajo, que ha pasado un mes largo y sabe lo de antes, ni más ni menos: nada.

Atravesaba un día la campiña, cabalgando doliente y pensativa, cuando vio a lo lejos, sobre la orilla, junto a un brazo de mar, una torre: en una legua a la redonda no se veía choza, cabaña ni vivienda alguna. Meleagante había hecho encerrar allí a Lanzarote, pero ella no lo sabía. Sin embargo, no puede separar sus ojos de lo que ve. Su corazón le dice que ha encontrado al fin lo que buscaba. Fortuna la ha conducido por el camino recto, después de haberla extraviado durante tanto tiempo.

Se aproxima la joven a la torre, tanto que llega a tocarla. La rodea, atentos sus oídos a la escucha. Toda su atención tiende a percibir algo que pueda devolverle su alegría. Mira hacia abajo, después hacia arriba: puede calibrar así la altura y el volumen de la torre. Le maravilla no ver puerta ni ventana, a no ser una, pequeña y estrecha.
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Por lo demás, la torre que es alta y erguida, no tiene escala ni escalera. Ello le hace sospechar que se hizo a sabiendas y que Lanzarote está dentro; no comerá bocado hasta saber si es verdad o no. Iba a llamar a Lanzarote por su nombre, pero optó por callarse: una voz se dolía en la singular torre, una voz que no pedía sino la muerte. Quien así despreciaba cuerpo y vida decía débilmente, en baja y ronca voz:

«¡Ah! ¡Qué infelizmente para mí ha girado tu rueda, Fortuna! Ayer estaba arriba y hoy abajo. Ayer era feliz, hoy desgraciado. Ayer me sonreías, hoy me inundas de llanto. ¡Pobre de mí! ¿Por qué confiaría en ella cuando tan pronto me ha abandonado? En poco tiempo me ha derribado desde lo más alto hasta lo más bajo. Fortuna, muy mal obraste cuando te burlaste de mí. Pero, ¿qué te importa? Nada en absoluto. ¡Ay, santa Cruz, Espíritu Santo, estoy perdido, estoy perdido y voy a perecer! ¡Ah, Galván, vos que tanto valéis y no tenéis igual en valentía, mucho me maravillo de que no vengáis en mi socorro, ahora que me encuentro completamente consumido! Demasiado tardáis, así no me hacéis cortesía. Bien debería obtener vuestra ayuda aquél a quien tanto solíais amar. Sí, de este lado o del otro de la mar puedo decir sin miedo que no hay lugar remoto ni escondite donde yo no fuese a buscaros, durante siete años o diez, hasta encontraros, si llegara a saber que estabais en prisión. Pero, ¿a qué debatirme?
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No significo nada para vos, pues no queréis arriesgaros por mí. Dice el villano con razón que difícilmente se puede encontrar un amigo; en la necesidad se comprueba quién es el buen amigo. ¡Ay! Más de un año hace que estoy aquí, prisionero en esta torre. Galván, por despreciable tengo el que me hayáis abandonado. Pero si vos no conocierais mi desgracia os habría insultado sin razón. Sí, verdad es, un gran ultraje he perpetrado contra vos, gran mal os hice cuando os juzgué insensible, pues estoy seguro de que nada de cuanto las nubes cubren os habría impedido a vos y a vuestras gentes arrancarme de esta desgracia y de este azar adverso, si conocierais la verdad. Por amistad y por amor habríais debido hacerlo: ése es mi pensamiento. Pero no es cierto, no puede serlo. ¡Ay! ¡Maldito sea de Dios y de san Silvestre quien así me ha condenado a tamaña deshonra! Es Meleagante, el peor de los hombres. Por envidia me ha hecho todo el mal que ha podido».

En este punto calla e interrumpe sus quejas aquél cuya vida no es sino dolor. Pero aquélla que abajo aguardaba ha oído todo cuanto ha dicho. No quiere demorarse por más tiempo: sabe que ha llegado al final. Y así se dirige al cautivo:

«¡Lanzarote! —lo más alto que puede—, amigo, vos que estáis arriba, hablad a una vuestra amiga».

Pero él, dentro, no oye nada. Y ella más y más se esfuerza, tanto que él alcanza a oír su voz, en medio de su postración. Maravilla era: ¿quién podría llamarle? Oye la voz que le llama, pero no sabe de quién es: concluye que se trata de una alucinación. Dirige sus miradas en derredor: no hay nadie.
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No están más que la torre y él.

«Dios —dice—, ¿qué es lo que oí? He oído hablar y a nadie he visto. Esto, a fe mía, es increíble. Y no estoy soñando. Estoy despierto. Si me hubiese ocurrido mientras dormía, cuidaría que es pura ilusión. Pero estoy despierto, y por eso me inquieto».

Entonces se levanta a duras penas y se dirige, paso a paso, lentamente, hacia la pequeña angostura. Llegado allí, se apoya y mira hacia arriba y hacia abajo, de frente y de costado. Después de dirigida su vista al exterior, escudriña cuanto puede y ve al fin a quien le había llamado. No la conoce, pero la ve. Ella, por su parte, le conoció al momento, y le dijo:

«Lanzarote, he venido de lejos para encontraros. La cosa es hecha, os he encontrado. Sean dadas gracias a Dios. Yo soy aquélla que os rogó un don cuando ibais hacia el Puente de la Espada, y me concedisteis de grado lo que deseaba de vos: la cabeza del caballero derrotado a quien yo odiaba. Yo os la hice cortar. En pago de ese don y de esa gracia, me he puesto por vos en estos trabajos. Os sacaré fuera de aquí.

»—Doncella, mi gratitud es grande —dijo entonces el prisionero—. Bien recompensado será el servicio que os hice si consigo salir de aquí. Si sucediera de ese modo, puedo prometeros por san Pablo apóstol que consagraré todos mis días a vos. Pongo a Dios por testigo de que no habrá día en que no haga lo que gustéis ordenarme. No sabréis pedirme cosa que yo no os obtenga al instante, si depende de mí el obtenerla.

»—Amigo, nada temáis. Muy pronto saldréis de vuestra prisión.
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Hoy mismo series libre. Ni por mil libras renunciaría a veros libre antes de un nuevo día. Después os proporcionaré alojamiento, reposo y bienestar. No habrá cosa que os plazca que no tengáis si la queréis. Pero no desmayéis ahora. Primero he de buscar en esta tierra, no sé dónde, algún utensilio, si es que lo encuentro, que pueda ensanchar esta angostura hasta que podáis salir por ahí.

»—¡Dios os ayude a encontrarlo! —dice él, de acuerdo en todo con ella—. Aquí tengo yo abundante cuerda, la que los carceleros me han dado para subir mi comida, un pan duro de cebada y agua turbia que perjudica el cuerpo y el corazón».

La hija de Baudemagus encuentra entonces un pico fuerte, macizo y agudo. Lanzarote se sirve de él, y tanto golpea, hendiendo el muro con todas sus fuerzas, que consigue por fin una abertura por donde sale sin dificultad. ¡Qué gran alivio, qué alegría salir de su prisión, donde tanto tiempo ha estado encerrado! Le espera el aire libre. Aunque le ofreciesen todo el oro que hay en el mundo sabed bien que no querría regresar a su cárcel.

Ya ha salido Lanzarote de su encierro. Se tambalea de debilidad. La doncella, muy suavemente, le ha colocado sobre su muía. Juntos se alejan a buen paso. Pero ella elige los caminos escondidos, para que nadie pueda verles. Cabalgan secretamente, pues, si no se ocultasen, quien les reconociera podría causarles complicaciones; y ella no quería que esto les sucediese.
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Por eso esquiva los pasos peligrosos, hasta que por fin llegan a un refugio donde solía a menudo residir, pues era agradable y hermoso. Todos allí acataban de grado su voluntad. Abundaban los frutos. El clima era sano y el retiro seguro. A este lugar ha venido a para Lanzarote: recién llegado, la doncella le ha despojado de su ropa, y en un lecho alto y hermoso le ha depositado con dulzura. Después le baña, después le prodiga tantos cuidados que no sería capaz de deciros la mitad. Suavemente le da masaje y le mima, como si se tratara de su padre: le renueva totalmente, le restituye a su antiguo estado.

Ahora no es menos hermoso que un ángel, ya no le roe el hambre, es fuerte y bello. En este nuevo estado se levanta del lecho.

La joven le había buscado el vestido más hermoso que tenía. Al levantarse, él se lo puso alegremente, más ligero que pájaro que vuela. A la doncella abraza y besa, después le dice amablemente:

«Amiga, a vos sola y a Dios debo agradecer esta mi vuelta a la salud. Por vos estoy fuera de prisión. Podéis tomar a cambio de ello mi corazón, mi cuerpo, mis servicios, todo lo que tengo, en el momento en que os plazca. Tanto habéis hecho por mí que vuestro soy. Largo tiempo hace que falto de la corte de Arturo, mi señor, de quien tanta honra he recibido; bastante tendría que hacer allí. Mi noble y dulce amiga, por amor os pediría licencia de partir; hacia allá me dirigiría con gran placer, si me lo permitís.

—Lanzarote, mi querido amigo, mi dulce y bello amigo —dice la joven—, consiento en ello. No quiero otra cosa que vuestra honra y vuestro bien, aquí y allá.»
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Un maravilloso caballo que ella tiene, el mejor que visteis jamás, se lo obsequia, y él salta encima, sin pedir licencia a los estribos: en un suspiro se encontró en la silla. Entonces, ambos se encomiendan mutuamente a Dios que nunca es mentiroso.

Lanzarote se ha puesto en camino, tan alegre que no sabría describiros cuánto, por haber escapado así del lugar en que estuvo prisionero. Muy a menudo se dice para sí que Meleagante, el traidor indigno de su estirpe, le ha tenido en prisión para su propio mal, y que pagará cara su traición. «A pesar suyo, yo estoy fuera», se repite. Y jura en cuerpo y alma por Aquél que creó el universo que no hay tesoro ni riqueza de Babilonia a Gante por el que dejaría escapar con vida al felón, si le tuviera a su merced como vencedor: demasiada vergüenza y perjuicios le ha causado.

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