Lanzarote del Lago o El Caballero de la Carreta (8 page)

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Authors: Chrétien de Troyes

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Al día siguiente por la mañana, al salir el sol, la doncella del castillo encargó la celebración de una misa, y envió a despertar y levantar a sus huéspedes. Después de cantada la misa, el caballero que se había sentado en la carreta se acodó pensativo en la ventana ante la pradera y contempló a sus pies el valle herboso.

En la otra ventana de al lado estaba la doncella; allí algo le murmuraba al oído mi señor Galván. No sé yo qué, ni siquiera el tema de su charla.

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Pero mientras estaban en la ventana, en la pradera del valle, cerca del río, vieron acarrear un ataúd. Dentro yacía un caballero y a sus costados un llanto grande y fiero hacían tres doncellas. Detrás del ataúd ven venir una escolta. Delante avanzaba un gran caballero que conducía a su izquierda a una hermosa dama.

El caballero de la ventana reconoció que era la reina. Y no dejaba de contemplarla con plena atención, y se embelesaba en la larga contemplación. Cuando dejó de verla, estuvo a punto de dejarse caer por la ventana y despeñar su cuerpo por el valle. Ya estaba con medio cuerpo fuera, cuando mi señor Galván lo vio y la sujetó atrás, diciéndole:

«Por favor, calmaos. ¡Por Dios, no pretendáis ya cometer tal desvarío! ¡Gran locura es que odiéis vuestra vida!

»—Con razón, sin embargo, lo hace —dijo la doncella—. ¿Adónde irá que no sepan la noticia de su deshonor, por haber estado en la carreta? Bien debe querer estar muerto, que más valdría muerto que vivo. La vida será desde ahora vergonzosa, triste y desdichada».

Así los caballeros pidieron sus armas y revistieron su arnés. Entonces, demostró su cortesía y su hidalguía la doncella en un gesto de generosidad. Al caballero de quien se había burlado y al que reprendiera le regaló un caballo y una lanza, en testimonio de simpatía y amistad.

Los caballeros se despidieron corteses y bien educados de la doncella, y después de saludarla se encaminaron por donde vieran marchar al cortejo. Esta vez salieron del castillo sin que nadie les hablara una palabra.

A toda prisa se van por donde habían visto a la reina.
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No alcanzan a la escolta que se había alejado. Desde la pradera penetran en un robledal, y encuentran un camino de piedras. Siguieron a la ventura por el bosque, y sería la hora prima del día cuando, en un cruce de caminos, encontraron a una doncella y ambos la saludaron. Cada uno le pregunta y suplica que les diga, si lo sabe, adonde se han llevado a la reina. Como persona sensata les responde:

«Si me pudierais dar vuestra promesa de servirme, bien podría indicaros el camino directo, la senda, y aún os diría, el nombre de la tierra y del caballero que allí la lleva. Aunque ha de sufrir grandes rigores quien quiera entrar en aquella comarca. Antes de llegar allí encontrará mil dolores».

Mi señor Galván le dice:

«Doncella, así Dios me ayude, que yo os prometo a discreción, poner a vuestro servicio, cuando os plazca, todo mi poder, con tal que me digáis la verdad».

Y el que estuvo en la carreta no dice que promete todo su poder, sino que afirma —como es propio de aquel a quien Amor hace rico, poderoso y atrevido a todo— que sin temor ni reparo, se pone y ofrece a sus órdenes con toda su voluntad.

«Entonces os lo diré —contesta ella—. Por mi fe, señores, fue Meleagante, un caballero muy fuerte y tremendo, hijo del rey de Gorre, quien la apresó; y se la ha llevado al reino de donde ningún extranjero retorna, sino que por fuerza mora en el país, en la servidumbre y el exilio».

Y entones él le pregunta:

«¿Doncella, dónde está esa tierra? ¿Dónde podremos buscar el camino?».

Ella responde:

«Ya lo vais a saber. Pero tenedlo por seguro, encontraréis por el camino muchos obstáculos y malos pasos.
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Que no es cosa ligera el entrar allí, de no ser con el permiso del rey, que se llama Baudemagus. De todos modos sólo se puede entrar por dos vías muy peligrosas, dos pasajes muy traidores. El uno se denomina: El Puente bajo el Agua. Porque ese puente está sumergido y la altura del agua al fondo es la misma que la de por encima del puente, ni más ni menos, ya que está justo a mitad de la corriente. Y no tiene más que pie y medio de ancho, y otro tanto de grueso. Vale la pena no intentarlo y, sin embargo, es el menos peligroso; aunque haya además aventuras que no digo. El otro es el puente peor y más peligroso, tanto que ningún humano lo ha cruzado. Es cortante como una espada y por eso todo el mundo lo llama: el Puente de la Espada. La verdad de cuan-puedo deciros os he contado».

Luego le pregunta él:

«Doncella, dignaos indicamos esos dos caminos».

Y la doncella responde:

«Ved aquí el camino directo al Puente bajo el Agua, y el de más allá va derecho al Puente de la Espada».

Entonces dice de nuevo el caballero que fue carretero:

«Señor, me separo de vos de grado. Elegid uno de estos dos caminos y dejadme el otro a mi vez. Tomad el que más os guste.

»—Por mi fe —dice mi señor Galván—, muy peligroso y duro es tanto uno como otro paso. Me siento poco sabio para la elección, no sé cuál escoger con acierto. Pero no es justo que por mi haya demora, ya que me habéis propuesto la elección. Tomaré el camino al Puente bajo el Agua.

»—Entonces es justo que yo me dirija al Puente de la Espada, sin discusión —dijo el otro— y accedo a gusto».

Con que allí se separan los tres.
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El uno al otro se han encomendado, de todo corazón, a Dios. La doncella cuando los ve marchar, dice así:

«Cada uno de vosotros debe devolver el galardón a mi gusto, en el momento que yo escoja para reclamarlo. Cuidad de no olvidarlo.

»—¡No lo olvidaremos, de verdad, dulce amiga!», dicen los dos.

Cada uno se va por su camino. El caballero de la carreta va sumido en sus pensamientos como quien ni fuerza ni defensa tiene contra Amor que le domina.

Su cuita es tan profunda que se olvida a sí mismo, no sabe si existe, no recuerda ni su nombre, ni si armado va o desarmado, ni sabe adonde va ni de dónde viene. Nada recuerda en absoluto, a excepción de una cosa, por la que ha dejado las demás en olvido. En eso sólo piensa tan intensamente que ni atiende ni ve ni oye nada.

Mientras tanto su caballo le lleva rápido, sin desviarse por mal camino, sino por la senda mejor y más derecha. Así marchaba en pos de la aventura. Así le ha conducido a un campo llano.

En aquel prado había un vado, y al otro lado del río se erguía el caballero que lo guardaba.

Junto a él había una doncella montada en un palafrén.

Había pasado casi la hora nona, y todavía permanecía el caballero sin cansancio abstraído en su meditación. Su caballo, que tenía gran sed, vio hermoso y claro el vado, y corrió hacia el agua al divisarla.

Pero el caballero que estaba en la otra ribera le grita:

«¡Caballero, yo guardo el vado, y os lo prohíbo!».

El otro no lo oye ni entiende ya que su meditar no le deja. Sin reparos se precipita su caballo hacia el agua. El guardián le grita que lo retenga:

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«¡Deja el vado y te portarás como sensato, que por acá no se permite el paso!».

Y jura por su corazón que si penetra en el vado, lo atacará con su lanza. El otro sigue ensimismado sin detener al caballo que a la carrera salta al agua y comienza a beber a grandes tragos. El guardián dice que se arrepentirá y que no ha de protegerle al trasgresor ni su escudo ni su yelmo.

Pone luego su caballo al galope y lo aguija a un galope tendido. Y lo hiere y derriba toda su altura en medio del vado que le había vedado antes. Del mismo modo perdió el caído la lanza y el escudo que pendía de su cuello.

Apenas siente el agua, se sobresalta, y de un salto se pone en pie aún medio atontado; como quien se despierta de un sueño vuelve en sí, y mira en torno extrañado y busca a quien le hirió. Entonces ha visto al otro caballero. Y así le grita:

«¡Villano! ¿Por qué me habéis atacado, decidme, cuando yo ignoraba vuestra presencia y no os había causado ningún daño?

»—¡Por mi fe, que lo habíais hecho! —dice el otro—. ¿No me estimasteis como cosa vil, cuando por tres veces os prohibí el vado y os lo dije lo más alto que pude gritar? Bien me oísteis desafiaros dos o tres veces. Y aun así pasasteis adelante. Bien dije que os daría con mi lanza hasta que os viera en el agua».

A lo cual responde el caballero:

«¡Maldito sea si os oí jamás o si jamás os vi, que yo sepa! Bien pudo ser que me prohibierais pasar el vado, pero estaba absorto en mis pensamientos. ¡Sabed de seguro que en mala hora me atacasteis si puedo echar al menos una de mis manos en el freno de vuestro caballo!».

Contesta él:

«¿Qué pasaría? Podrás tenerme a tu gusto por el freno, si te atreves a cogerlo. No aprecio ni en un puñado de cenizas tu amenaza y tu orgullo».

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Y responde el otro:

«No quiero más otra cosa. Pase lo que tenga que pasar, he de tenerte a mi merced».

Entonces el caballero avanza al medio del vado. El otro le coge de las riendas con la mano izquierda y de la cadera con la diestra. Le agarra y tira y aprieta tan duramente que el guardián se lamenta de dolor; le parece sentir que con violencia le desgarra su pierna del cuerpo. Así le ruega que lo deje y le dice:

«¡Caballero, si te place combatir conmigo de igual a igual, toma tu escudo y tu lanza y tu caballo y ven a justar contra mí!».

Aquél responde:

«No lo haré, por mi fe, que temo que huirías de mí en cuanto te vieras libre».

El otro, al oírlo, tuvo gran vergüenza, y le dice de nuevo:

«Caballero, monta sobre tu caballo con toda confianza. Yo te garantizo lealmente que ni cederé ni huiré. Me has dicho una infamia; y enojado estoy por tal».

Y el otro toma de nuevo la palabra:

«Antes me habrás dado como garantía tu juramento. Quiero que me des tu palabra de honor que no te apartarás ni huirás, y que no me tocarás ni te acercarás a mí, hasta que no me veas a caballo. Te habré hecho buen favor, si, ahora que te tengo, te suelto».

Aquél le dio su palabra; que ya no podía más.

Cuando el caballero tuvo la fianza, recogió su escudo y su lanza que por el río flotando iban y a toda prisa se alejaban. Ya estaban un largo trecho más abajo. Luego regresa a por su caballo. Cuando lo hubo alcanzado y estuvo montado, empuñó las correas del escudo y puso la lanza en ristre sobre el arzón. Entonces se enfrentan el uno contra el otro a galope tendido de las monturas.

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El que debía custodiar el vado carga el primero contra el otro, y con tanto ímpetu lo alcanza que su lanza vuela en pedazos al golpe. Pero el otro le hiere en respuesta de tal modo que lo envía al medio del vado, tan derribado que el agua lo tapó por entero.

Después el de la carreta retrocede y desmonta, porque pensaba que cien enemigos como aquél podría derribar y perseguir. De su vaina desenfunda la espada de acero. El otro se pone en pie y desenvaina la suya, buena y con destellos. Se entreatacan cuerpo a cuerpo. Por delante ponen los escudos, donde reluce el oro, y con ellos se cubren. Las espadas realizan un duro trabajo, sin conclusión ni reposo, y muy fieros golpes se asestan uno a otro. La batalla tanto se prolonga que el caballero de la carreta se avergüenza de corazón, al pensar que mal llevará a cabo la tarea de la aventura emprendida, cuando tan largo espacio emplea en vencer a un solo caballero… ¡Si ayer, piensa él, no habría encontrado en valle alguno cien tales que hubieran podido resistirle! Así está muy dolido y airado, por haber empeorado hasta tal punto, que yerra sus golpes y en vano consume su jornada. Entonces arrecia su embestida, y tanto lo asedia que el otro ya cede y retrocede. Desampara y le deja libre el vado y el paso, muy a su pesar. Pero él lo persigue de todas formas, hasta que le derriba de bruces.

El viajero de la carreta avanza sobre él entonces, y le recuerda que bien puede ver cuan desdichado fue al derribarlo en el vado y sacarlo de su ensimismado pensar.

La doncella que consigo llevaba el guardián del vado ha escuchado y oído las amenazas. Con gran espanto le suplica que, por ella, lo perdone y no lo mate. El otro contesta que no puede, en verdad, perdonarlo, porque le ha infligido gran afrenta.

Luego va sobre él con la espada desnuda. El caído le dice, despavorido:

«¡Por Dios y por mí, conceded la gracia que ella y yo os suplicamos!

»—Pongo a Dios por testigo —responde él—
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que nadie, por mucho mal que me hiciera, si me suplicó gracia por Dios, hay al que en nombre de Dios no lo haya perdonado una vez. Y así lo haré contigo, pues no te lo debo rehusar, cuando así me lo has suplicado. Pero, aun así, te comprometerás a entregarte como prisionero, donde yo quiera, cuando te lo reclame».

El vencido lo otorgó con gran pesadumbre.

La doncella intervino entonces:

«Caballero, por tu liberalidad, ya que él te pidió gracia y tú se la has concedido; si alguna vez liberaste a un prisionero, deja a éste libre. Concédeme salvarlo de su cautividad; con la promesa de que a su debido tiempo te devolveré tal galardón, cuando te convenga, según mi poder».

Entonces él comprendió quién era, por las palabras dichas. Así que dejó al vencido libre de su compromiso. Ella tuvo temor y vergüenza al pensar que la había conocido, ya que tal cosa no deseaba. Mas el desconocido se parte en seguida. El caballero y la doncella se despiden de él y lo encomiendan a Dios. Él les da su adiós, y se va.

Al caer la noche encontró a una doncella, que le salió al paso, muy hermosa y distinguida, muy graciosa y bien vestida. La doncella le saluda, de modo discreto y bien educado, y él le responde:

¡«Sana y dichosa, doncella, os conserve Dios!

»—Señor —dice ella—, mi casa está aquí cerca preparada para albergaros, si aceptáis mi invitación. Pero con una condición habéis de albergaros; con la de acostaros conmigo. De tal modo os lo ofrezco e invito».

Muchos hay que por tal invitación le habrían dado mil gracias. Pero el caballero al pronto se entristeció y le respondió de otra manera:

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«Doncella, por vuestro hospedaje os estoy muy agradecido. En mucho lo aprecio. Pero, si os place, prescindiría muy bien del acostamiento.

»—¡Pues de otro modo no ha de ser, por mis ojos!» dijo la doncella.

Él, como que no puede mejorar la ocasión, lo concede a gusto de ella. Sólo al asentir ya se le quiebra el corazón. ¡Cuándo tanto lo lastima la sola promesa, cuál será la tristeza al acostarse! Mucho orgullo y tristeza habrá de sufrir la doncella que lo guía. Y, tal vez, al amarle ella con pasión, no se resigne a dejarlo marchar.

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