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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Las alas de la esfinge (9 page)

—¿Cuánto tiempo estuvo en tu casa? —la interrumpió Montalbano.

—Un mes y unos días. Te estaba diciendo que las pocas veces que hablé con ella no me causó buena impresión.

—¿Por qué?

—Era evasiva, ambigua. No quería hablar de sí misma.

—Y al sospechar, ¿qué hiciste?

—Fui a echar un vistazo a los sitios donde guardo las joyas.

—¿No tienes una caja fuerte?

—No. Las tengo escondidas en tres lugares distintos. Nunca me las pongo. Pero una vez me puse algunas porque tenía que acompañar a mi marido a una cena importante, y en aquella ocasión la chica debió de adivinar dónde las guardaba.

—¿Te las robó?

—Las que estaban en aquel escondite, sí.

—¿Estaban aseguradas?

—¡Qué va!

—¿Cuánto valían?

—Entre trescientos y cuatrocientos mil euros.

—¿Por qué no la denunciaste?

—¡La denunció mi marido!

—¿En la Jefatura de Montelusa?

—No; en la comandancia de los carabineros.

Por eso él no se había enterado. ¡Imagínate si los carabineros se dignaban mantenerlos informados! Pero ¿acaso ellos no hacían lo mismo con los carabineros?

—¿Cómo se llamaba?

—Me dijo que Irina.

—¿Nunca viste algún documento suyo?

—No. ¿Por qué habría tenido que verlo?

—Perdona, pero ¿cómo haces para contratar asistentas, cocineras, mayordomos? En tu casa hay un ir y venir continuo.

—No soy yo quien se ocupa de eso, sino el contable Curcuraci.

—¿Y ése quién es?

—Es el viejo administrador que antes se encargaba de los bienes de mi suegro que ahora pertenecen a mi marido.

—¿Tienes su número?

—Sí, lo tengo en el móvil que he dejado en el coche. Ahora cuando salgamos te lo doy. Oye, si quieres yo podría… aunque la cosa no me gustaría para nada…

—¿Querrías verla?

—Si puede serte útil para la identificación…

—El disparo que la mató le arrancó prácticamente la cara. No podrías reconocerla. A no ser que… Oye, ¿esa Irina tenía alguna señal particular que tú hubieras observado?

—¿En qué sentido?

—Lunares, cicatrices…

—En la cara o las manos, no. En otras partes del cuerpo no sabría decirte, pues nunca la vi desnuda.

Había sido una pregunta estúpida.

—Espera, estoy recordando… ¿Las lentillas pueden ser una señal particular? —inquirió Ingrid.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque Irina las llevaba. Recuerdo que un día perdió una, pero la encontramos.

—¿Puedes venir conmigo al despacho cinco minutos? Quiero enseñarte una fotografía.

—Es la segunda vez —dijo Ingrid levantándose.

—¿De qué?

—Que hablamos de una persona desconocida sobre la cual tú estás investigando y que yo en cambio…

—Ya —repuso Montalbano de mala gana.

Ella se refería a aquella vez en que, al ver por casualidad la fotografía de un muerto ahogado que había sido amante suyo, permitió al comisario interrumpir un tráfico de niños.

Pero Montalbano no recordaba aquella investigación con agrado: le había costado una herida en el hombro y, aún más grave, también había tenido que matar a un hombre.

—No me cabe la menor duda: el tatuaje es el mismo —dijo Ingrid devolviéndole la fotografía al comisario, que la dejó encima del escritorio.

—¿Estás segura?

—Segurísima.

Y de Ingrid podía fiarse.

—Pues entonces eso es todo. Te lo agradezco.

Ingrid lo abrazó con fuerza. Él correspondió al abrazo. El momento de incomodidad mientras tomaban el café en la cocina ya había desaparecido por completo.

Y, naturalmente, fue entonces cuando se abrió la puerta y apareció Mimì Augello.

—¿Molesto? —preguntó con una voz como para partirle la cara a puñetazos.

—Para nada —contestó Ingrid—. Ya me iba.

—Te acompaño —dijo Montalbano.

—No hace falta —aseguró ella, besándolo ligeramente en los labios—. Y por lo que más quieras: mantenme al corriente.

Le dijo adiós con la mano a Augello y se fue.

—Ingrid nunca me ha tenido demasiada simpatía —dijo Mimì.

—¿Lo has intentado?

—Sí, pero…

—Ten paciencia; no todas las mujeres se mueren de ganas de ser estrechadas entre tus viriles brazos.

—¿Qué nos pasa esta mañana? ¿Un ataque de amargura? ¿Estamos nerviosos? ¿Algo no salió bien anoche?

—Mimì, ya basta de estupideces fuera de lugar. Ingrid ha venido porque vio en Retelibera las fotografías del tatuaje.

—¿Ingrid lo tiene igual? ¿Lo has comprobado?

—Mimì, pero ¿es que no te das cuenta de lo mucho que me tocas los cojones con esas insinuaciones imbéciles? Si no tienes ganas de hablar en serio, vete y envíame a Fazio.

Como si lo hubieran llamado, apareció Fazio.

—Sentaos —dijo el comisario—. En primer lugar, quiero saber cómo terminó la cosa con la señora Ciccina Picarella. ¿Vino ayer?

—Corriendo —contestó Augello—. Yo me había preparado diciéndole a Gallo y Galluzzo que se quedaran cerca y que intervinieran en cuanto ella empezara a pegar gritos. Pero en cambio…

—¿Cómo reaccionó?

—Miró la fotografía y se echó a reír.

—¿Y qué motivo tenía para reírse?

—Me explicó que se reía porque seguramente el de la fotografía no era su marido, sino alguien que se le parecía muchísimo, un doble. No hubo manera de convencerla. ¿Y sabes por qué, Salvo?

—Le ruego que me ilumine, maestro.

—Rechaza la realidad por un exceso de celos.

—Maestro, pero ¿cómo llega a unas introspecciones tan abismales? ¿Utiliza botellas o practica la inmersión libre?

—Salvo, cuando te pones a hacer el cabrón, te sale muy bien.

—Pero ¿quién nos dice que no es la verdad? —preguntó Fazio en tono dubitativo.

—¿Te has conchabado con la señora Ciccina? —reaccionó Augello.


Dottore
, no se trata de conchabarse o no. A mí me ha ocurrido encontrarme en una calle de Palermo con mi primo Antonio. Lo paro, lo abrazo, le doy un beso, y el otro me mira extrañado. No era Antonio sino sólo su vivo retrato.

—¿Cómo acabó lo de la señora Ciccina? —preguntó el comisario.

—Dijo que esta misma mañana pediría hablar con el jefe superior de policía porque piensa que esa fotografía nos la hemos sacado de la manga para no tener que encargarnos de la investigación.

—Mimì, ¿sabes qué te digo? Esta misma mañana te metes la fotografía en el bolsillo y vas a ver al jefe superior. Bonetti-Alderighi es capaz de dejarse convencer por la señora Ciccina y armar un escándalo contra nosotros.

—De acuerdo.

—Fazio, ¿has tenido tiempo de efectuar aquellas investigaciones?

—Sí, señor. Entre Montelusa, Vigàta y pueblos cercanos hay cuatro fábricas de muebles. Carpinteros restauradores hay dos en Vigàta, cuatro en Montelusa y uno en Gallotta. Tengo los nombres y las direcciones; los he sacado de la guía telefónica.

—Habría que echar un vistazo.

—Muy bien.

—Ahora voy a hacer tres llamadas que quiero que oigáis. Después hablamos —dijo Montalbano. Puso el altavoz—. ¿Catarè? Tienes que llamar al contable Curcuraci al número…

—¿Cómo dice,
dottori
? ¿Culucaci?

—Curcuraci.

—¿Culculupaci?

—Déjalo estar; llamo yo directamente.

—¿Contable Curcuraci? Soy el comisario Montalbano, de Vigàta.

—Buenos días, comisario, dígame.

—Señor contable, la señora Ingrid Sjostrom me ha facilitado su número de teléfono.

—A su disposición.

—La señora Sjostrom me ha dicho que usted es el administrador de los bienes de su esposo y que, entre otras tareas, se encarga de buscar el personal para la casa…

—Exacto.

—Que se trata, en general, de personal extranjero…

—¡Pero siempre totalmente en regla, comisario!

—No lo pongo en duda. Verá, quisiera saber a quién recurre.

—A monseñor Pisicchio. ¿Lo conoce?

—No tengo el gusto.

—Monseñor Pisicchio está al frente de una organización diocesana que se encarga de echar una mano a esos pobres desdichados que…

—Comprendo, señor contable. ¿O sea que usted dispone de los datos correspondientes a una tal Irina…?

—¡Ah, ésa! ¡Una ingrata! ¡Una que muerde la mano que le da de comer! ¡Al pobre monseñor Pisicchio le sentó muy mal! Sus datos los incluí en la denuncia a los carabineros.

—¿Los tiene a mano?

—Un momento.

Montalbano le hizo señas a Fazio de que se dispusiera a escribir.

—Aquí los tengo: Irina Ilic, nacida en Chelkovo el quince de mayo de mil novecientos ochenta y tres. El número del pasaporte es…

—Ya es suficiente. Gracias, señor contable. Si necesito alguna otra cosa, volveré a llamarlo.

—¿Doctor Pasquano? Soy Montalbano.

—Dígame, queridísimo amigo.

El comisario se quedó de piedra. Pero ¿cómo? ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Nada de palabrotas, nada de insultos, nada de maldiciones?

—Doctor, ¿se encuentra bien?

—Muy bien, querido amigo. ¿Por qué?

—No, nada. Quería preguntarle una cosa sobre la chica del tatuaje.

—Pregunte, faltaría más.

Montalbano estaba tan aturdido ante la amabilidad de Pasquano que le costó hablar.

—¿Lleva… llevaba lentes de contacto?

—No.

—¿No se le podrían haber caído después del disparo?

—No. Esa chica jamás había llevado lentes de contacto; se lo puedo asegurar.

Fue entonces cuando Montalbano tuvo una iluminación.

—Doctor, ¿qué tal le fue anoche en el Círculo?

La carcajada de Pasquano resonó en toda la estancia.

—¿Sabe que me salió el
full
servido que usted me había vaticinado?

—¿De veras? ¿Y cómo terminó?

—Les partí el culo a todos. Piense que uno relanzó en…

* * *

—Señor Graceffa, soy Montalbano.

—Comisario, ¿sabe que estaba a punto de llamarlo yo a usted?

—¿Qué quería decirme?

—¿Sabe que me acudió a la mente el pueblo de dónde venía Katia? Chikovo me parece que se llama.

—¿No podría ser Chelkovo?

—¡Eso es!

—Señor Graceffa, lo llamo por otro motivo.

—Usted dirá.

—Después de la marcha de Katia, ¿tuvo usted ocasión de observar si se había llevado algo de su casa?

—¿Y qué tenía que llevarse?

—Pues, no sé, los cubiertos de plata, algo que hubiera pertenecido a su señora…

—Comisario, ¡Katia era honrada!

—De acuerdo, pero ¿usted lo comprobó?

—No lo comprobé, pero…

—Diga.

—Es una cuestión delicada.

—Usted ya sabe que soy una tumba.

—¿Está solo en su despacho? ¿Me oye alguien?

—Estoy solo, hable tranquilamente.

—Pues bueno… aquella noche que le dije, cuando fui a ver a Katia porque… ¿se acuerda?

—Perfectamente.

—Pues… le dije que le regalaría los pendientes de mi mujer si… incluso se los enseñé, son preciosos… pero ella se cerró en banda… no y no… ¿Me explico?

—A la perfección.

El caballero como los de antes estaba dispuesto a regalar incluso unos pendientes, recuerdo de su difunta esposa, si la chica aceptaba.

—¿Comprobó después si esos pendientes…?

—Pues mire… Precisamente anteayer le regalé esos pendientes, junto con un collar y dos pulseras, a mi sobrina Cuncetta, y por consiguiente…

—Se lo agradezco, señor Graceffa.

—Bueno, ¿nos explicas lo que pasa? —preguntó Mimì.

—La situación es ésta. El señor Graceffa tuvo una cuidadora llamada Katia que procedía de Chelkovo y tenía un tatuaje de una mariposa muy cerca del omóplato izquierdo. Dicho sea entre paréntesis, llegados a este punto ya no tengo motivos para dudar de la vista de Graceffa. Mi amiga Ingrid Sjostrom, tal como nos ha confirmado Curcuraci, tuvo una asistenta llamada Irina que procedía de Chelkovo y tenía un tatuaje idéntico. Sólo que Irina era una ladrona y Katia no. Pero Irina utilizaba lentes de contacto y Katia era morena. Por consiguiente, la chica asesinada no puede ser ni Katia ni Irina, pero luce el mismo tatuaje que las otras dos. ¿Vosotros qué pensáis?

—Que tres tatuajes absolutamente idénticos y todos en el mismo lugar no son una coincidencia —dijo Augello.

Ocho

—Estoy de acuerdo contigo —dijo Montalbano—. No se puede tratar de una simple coincidencia. A lo mejor es una señal de pertenencia, una especie de distintivo.

—¿Pertenencia a qué?

—Mimì, ¿yo qué sé? A una asociación de aficionados a los relojes de cuco, a un club de comedoras de ensaladilla rusa, a una secta de adoratrices de un cantante de
rock
… No olvides que son chicas muy jóvenes y que el tatuaje tal vez se remonta a la época en que iban al instituto o lo que hubiera en Chelkovo.

—Pero ¿por qué precisamente una mariposa?

—Quién sabe. Quizá porque el tatuaje de un elefante o un rinoceronte desentona con una chica guapa.

Se hizo el silencio.

—¿Qué hacemos? —preguntó al poco Mimì.

—De momento, esta mañana quiero comprobar una cosa —dijo Montalbano.

—¿Y yo puedo empezar mi recorrido por las fábricas de muebles y los talleres de restauración? —preguntó Fazio a su vez.

—Sí, cuanto antes empieces, mejor.

—¿Y yo? —dijo Augello.

—Ya te lo he dicho: métete en el bolsillo la fotografía de Picarella y corre a ver al jefe superior; hazme caso. Nos vemos esta tarde a las cinco. Ah, enviadme a Catarella.

Mientras ambos salían, Montalbano escribió algo en una hoja doblada. Catarella se presentó de inmediato.

—¡A sus órdenes,
dottori
!

—En esta hoja hay dos nombres, Graceffa y monseñor Pisicchio. De Graceffa te he anotado también el número. Lo llamas y le pides que te dé el número de su hermana, que se llama Carmela, el número y la dirección. Después busca en la guía telefónica de Montelusa a monseñor Pisicchio, lo llamas y me lo pasas. ¿Está claro?

—Más claro que el sol,
dottori
.

A los cinco minutos sonó el teléfono.

—Pisicchio.

—¡Ah, monseñor! Soy el comisario Montalbano de Vigàta. Disculpe que me haya tomado la libertad de…

—¿Por qué quiere saber cómo se llama mi hermana y su número de teléfono? —lo interrumpió Pisicchio.

Por la voz se deducía que el monseñor estaba más bien cabreado. Virgen santa, pero ¿qué lío había armado Catarella?

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