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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Las alas de la esfinge (8 page)

—Salvo, voy a darme una ducha, que tengo la ropa mojada y pegajosa.

—Después me la doy yo.

En aquel momento, el bolso que Ingrid iba a dejar en la mesita de noche cayó al suelo y el contenido se desperdigó por toda la habitación. Se pusieron a recoger, y al poco rato Ingrid comprobó si lo habían recuperado todo.

—En fin —dijo perpleja.

—¿Qué falta?

—Pensaba que tenía una caja de preservativos. No la encuentro. A lo mejor no la he cogido.

Montalbano la miró alucinado.

—¿Por qué pones esa cara, Salvo?

—¿No es el hombre el que tiene que proveerse?

—Teóricamente sí. Pero si se olvida, ¿qué hacemos? ¿Nos ponemos a cantar tararí tarará?

—Espera, que busco mejor.

—No; déjalo, Salvo. No los necesito. Puesto que he venido a pasar la velada contigo… —dijo mientras se iba al cuarto de baño.

«Puesto que ha decidido pasar la velada conmigo, los preservativos no le hacen falta», se repitió Montalbano.

¿El hipotético fauno Montalbano tenía que sentirse ofendido? ¿El casto José Montalbano tenía que sentirse orgulloso? En la duda, fue a abrir la cristalera de la galería y salió. Seguía lloviendo sin descanso, naturalmente.

Si el agua del cielo no había mojado ni la mesita ni la banqueta era porque la marquesina había cumplido con su deber; en cambio, el agua del mar había llegado hasta debajo de la galería y se había comido la playa por completo. Bien mirado, aunque hiciera un poco de frío, podían poner la mesa fuera.

Abrió el frigorífico y sufrió una decepción. No había nada, excepto unas aceitunas y un poco de queso. ¿Tendrían que salir de casa para buscar un sitio donde comer? Abrió el horno.

—¡Hombre de poca fe! —se regañó a sí mismo.

Adelina había preparado pasta
'ncasciata
y berenjenas a la parmesana; bastaba con encender el horno y calentarlo un poquito.

Entró Ingrid, envuelta en un albornoz suyo.

—Ahora ya puedes ir tú.

Montalbano la miró sin moverse.

—¿Y bien?

—Ingrid, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos?

—Más de diez años. ¿Por qué?

—¿Cómo es posible que te hayas vuelto más guapa?

—¿Al final se te ocurren ideas?

—No; era una simple constatación. Oye, he visto que podemos comer en la galería.

—Mejor. Yo lo preparo todo; anda, ve.

Si la pasta
'ncasciata
fue llorada cuando desapareció, las berenjenas a la parmesana se merecieron, al llegar a su final, una especie de prolongado lamento fúnebre. Junto con la pasta encontró también una honrosa muerte una botella de un blanco tierno y engañoso, y con las berenjenas se sacrificó, en cambio, media botella de otro blanco que, bajo una suave apariencia, escondía un temperamento traidor.

—Hay que terminar la botella —dijo Ingrid.

Montalbano fue a buscar las aceitunas y el queso.

Después Ingrid quitó la mesa y él oyó que se ponía a lavar los platos.

—Déjalo, total mañana viene Adelina.

—Perdóname, Salvo, pero es más fuerte que yo.

El comisario se levantó, cogió una botella nueva de whisky y dos vasos y regresó a la galería.

Poco después Ingrid se sentó a su lado. Él le llenó un vaso hasta la mitad. Bebieron.

—Ahora podemos hablar —dijo Ingrid.

Durante la cena apenas habían hablado como no fuera para hacer comentarios acerca de lo que estaban comiendo. En los frecuentes silencios, el olor y el rumor del agua del mar que golpeaba las pilastras sobre las cuales descansaba la galería habían sido un condimento y una música de fondo tan repentinos como bienvenidos.

—¿Cómo está tu marido?

—Bien, creo.

—¿Qué significa «creo»?

—Desde que lo eligieron diputado vive en Roma, donde se ha comprado un apartamento. Yo nunca he ido. Viene a Montelusa una vez al mes, pero pasa más tiempo con sus electores que conmigo. Por otra parte, ya hace años que no mantenemos relaciones.

—Comprendo. ¿Amores?

—Los justos para sentirme viva. De serie B. Van y vienen.

Pasaron un rato en silencio, prestando atención al murmullo del mar.

—Salvo, ¿qué te pasa?

—¿A mí? Nada. ¿Qué me tiene que pasar?

—No te creo. Tú me hablas, pero piensas en otra cosa.

—Perdona, pero tengo entre manos un caso importante y de vez en cuando me distraigo. Se trata de una chica a la que…

—No pico.

—No entiendo.

—Salvo, tú quieres cambiar de tema y tratas de despertar mi curiosidad. Pero yo no pico. Por si fuera poco, eres incapaz de mentir; te conozco desde hace demasiado tiempo. ¿Qué te pasa?

—Nada.

Esa vez fue Ingrid la que volvió a llenar los vasos. Bebieron.

—¿Cómo está Livia?

Había pasado al ataque directo.

—Bien, creo.

—Comprendo. ¿Te sientes con fuerzas para contármelo?

—A lo mejor, dentro de un ratito.

El aire era tan salado que pellizcaba y ensanchaba la respiración.

—¿Tienes frío?

—Estoy muy bien —contestó Ingrid.

Le pasó el brazo por debajo del suyo, se lo apretó y apoyó la cabeza sobre su hombro.

—… en resumen, sólo a finales de agosto se dignó contestar finalmente mis llamadas. Puedes creerme: debí de llamarla a diario durante casi un mes. Empecé a preocuparme en serio. Livia me dijo que ella también había intentado llamarme varias veces desde el barco de Massimiliano, pero que no había cobertura porque estaban en alta mar. No me lo creí.

—¿Por qué?

—Pero ¿qué era aquello? ¿La vuelta al mundo sin escalas? ¿Es posible que nunca entraran en un puerto con teléfonos? ¡Anda ya! Y de esta manera, cuando tuvimos la posibilidad de volver a vernos, se armó un follón que no veas. Ahora que lo pienso, creo que fui un poco agresivo.

—Conociéndote como te conozco, quitaría ese «poco».

—De acuerdo, pero me sirvió. Livia me confesó que había habido algo entre ella y…

—¿El primito Massimiliano? ¡No me digas!

—Yo también lo temía. Pero no; fue con un tal Gianni, un amigo de Massimiliano que iba con ellos en el barco. No quiso explicarme nada más. Oye, Ingrid, en tu opinión, ¿qué significa eso de que hubo algo?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Cuando una mujer dice que ha habido algo con un hombre, quiere decir que ha habido de todo.

—Ah.

Montalbano apuró el vaso y volvió a llenarlo. Ella lo imitó.

—Salvo, no me digas que eres tan ingenuo como para no haber llegado a esa misma conclusión.

—Llegué enseguida. Sólo quería que tú me lo confirmaras. Y entonces yo rematé la faena.

—No entiendo.

—Le solté que en verano yo tampoco había estado mano sobre mano.

Ingrid se sobresaltó.

—¿Lo dices en serio?

—En serio.

—¡¿Tú?!

—Yo, por desgracia.

—¿Y dónde metiste las manos?

—Conocí a una chica mucho más joven que yo. Veintidós años. No sé cómo pudo ocurrir.

—¿Te la tiraste?

Montalbano se sintió un poco molesto ante aquella manera de hablar.

—Para mí fue una cosa muy seria. Y sufrí de verdad.

—Bueno, pero en medio de un diluvio de lágrimas y remordimientos, hiciste el amor con ella. ¿Es así?

—Sí.

Ingrid lo abrazó, se medio levantó y le dio un beso en los labios.

—Bienvenido al club de los pecadores, cabrón.

—¿Por qué me llamas cabrón?

—Porque le has contado a Livia ese desliz senil.

—No fue un desliz sino algo mucho más…

—Peor.

—¡Pero Livia, en el fondo, fue leal conmigo! Me contó su historia. Yo no podía ocultarle que también…

—¡Quita, por Dios! Y sobre todo no seas hipócrita, ni siquiera se te da bien. Tú a Livia el polvo con esa chica no se lo contaste por lealtad sino como represalia. ¿Y sabes qué te digo? Que a lo mejor lo que te indujo a tirarte a esa chica también fue que el silencio de Livia te provocaba celos. Por consiguiente, lo confirmo: eres un cabrón.

—Mira, Ingrid, que la historia con Adriana, así se llama, fue una cuestión muy complicada. Entre otras cosas, todo lo que ocurrió fue porque ella lo quiso, porque tenía una finalidad concreta.

—¿Fuiste a misa el domingo?

—¿Qué tiene que ver la misa?

—¡Que estás razonando como un auténtico católico! ¡Para vosotros los católicos siempre es la mujer la que induce al hombre a cometer el pecado!

—¿Vamos a iniciar una guerra de religión? Dejémoslo correr —dijo Montalbano enfurecido.

Se pasaron un buen rato en silencio, y después Ingrid murmuró:

—Perdóname.

—¿Por qué?

—Por lo que he dicho sobre la chica. He sido estúpidamente vulgar.

—No, mujer, no.

—Sí, lo he sido. He visto que sufrías hablando de eso y entonces…

—¿Entonces qué?

—Me ha dado un ataque de celos.

Montalbano no entendió nada.

—¿Celos? ¿Estás celosa de Livia?

Ingrid rió.

—No, de Adriana.

—¡¿De Adriana?!

—Pobre Salvo, tú a las mujeres jamás las entenderás. ¿Y ahora en qué situación estáis tú y Livia?

—No sabemos si vale o no la pena tratar de colocar los pedazos otra vez en su sitio.

—Mírame.

Montalbano se volvió a mirarla. Ingrid estaba muy seria.

—Va-le la pe-na. Te lo digo yo. No tiréis a la basura todos estos años juntos. Creéis que no habéis tenido hijos, pero en cambio sí tenéis uno: vuestro pasado en común. Yo no tengo ni eso.

Sorprendido, Montalbano vio caer dos gruesas lágrimas de sus ojos. No supo qué decirle. Quería abrazarla, pero pensó que empeoraría aquel momento de debilidad que ella estaba viviendo. Ingrid se levantó y entró en la casa.

Regresó con la cara lavada.

—Vamos a terminarnos la botella.

Se la terminaron.

—¿Te sientes con fuerzas para conducir?

—No —contestó Ingrid con voz pastosa—. ¿Quieres echarme?

—Ni soñarlo. Cuando tú digas, te acompaño.

—No subiría a un coche contigo ni cuando no has bebido; imagínate si voy a subir ahora. ¿Aún te queda whisky?

—Tendría que haber media botella.

—Sácala.

Se la bebieron.

—Me ha entrado sueño —dijo Ingrid.

Se levantó tambaleándose ligeramente, se inclinó y besó a Montalbano en la frente.

—Buenas noches.

Él se fue al cuarto de baño procurando hacer el menor ruido posible, y cuando entró en el dormitorio, Ingrid, que se había puesto una de sus camisas, ya estaba durmiendo como un tronco.

Siete

Montalbano despertó más tarde que de costumbre con un ligero dolor de cabeza.

Ingrid aún estaba profundamente dormida. Durante la noche no se había movido del lugar en que se había tumbado. El perfume de su piel hizo que Montalbano se quedara un poco más en la cama con los ojos cerrados y las ventanas de la nariz abiertas. Después se levantó despacio y fue a mirar a través de la ventana.

No llovía, pero no había muchas esperanzas: el cielo estaba negro y uniformemente cubierto.

Fue al cuarto de baño, se vistió, preparó café, se bebió dos tazas seguidas y le llevó una a Ingrid.

—Buenos días. Yo tengo que irme dentro de poco. Tú quédate en la cama todo lo que te apetezca.

—Espérame. Me ducho rápidamente y estoy lista. Me apetece otro café, pero contigo.

Él regresó a la cocina a preparar otra cafetera para cuatro.

En casa no tenía nada para el desayuno, pues jamás lo tomaba. Los envases de mantequilla y mermelada sólo estaban en el frigorífico en los períodos en que Livia, que solía robarlos en los hoteles, bajaba a pasar unos días en Marinella.

Preparó lo mejor que pudo la mesita de la cocina con un par de servilletas de papel, dos tazas y el azucarero.

Ingrid entró cuando el café acababa de salir. Se sentaron, y el comisario le llenó una taza. Por una vez, se sentía un poco cohibido.

Quizá la víspera no tendría que haberse abierto tanto a su amiga, confiarse tan a fondo. ¡Y encima con una sueca! Una gente que tanto respeta el pudor por los sentimientos… Igual la había puesto en un aprieto. Además, si había meado fuera del tiesto contándole lo suyo con Adriana, ¿con qué derecho le había contado encima la historia de Livia con Gianni?

Era una cuestión que afectaba a Livia y, si acaso, a él, y que debía quedar entre ellos dos. Pero, por otra parte, ¿con quien podía hablar de la situación sino con Ingrid?

«¿Sabes por qué te has ido de la lengua con Ingrid? Porque eres viejo y ya no aguantas el vino mezclado con whisky», dijo Montalbano primero.

«El vino, el whisky y la vejez no tienen nada que ver —terció Montalbano segundo—. ¿Cómo puedes evitar que salga sangre de una herida abierta?»

Pero Ingrid no insistió en el tema de la víspera porque seguramente había comprendido la incomodidad de su amigo.

—¿Qué caso tienes entre manos, Salvo?

—Estos días las televisiones locales no hablan de otra cosa.

—Yo nunca veo las televisiones locales. Ni siquiera las nacionales, en realidad.

—En un vertedero de basura encontramos a una chica asesinada, y es muy difícil identificarla pues estaba desnuda, sin ropa ni documentos. Sólo tiene un pequeño tatuaje.

—¿Qué tatuaje?

—Una mariposa.

—¿Dónde? —preguntó Ingrid, repentinamente atenta.

—Muy cerca del omóplato izquierdo.

—¡Dios mío! —exclamó ella palideciendo.

—¿Qué ocurre?

—Hasta hace tres meses tuve una asistenta rusa que llevaba un tatuaje así… ¿Qué edad tenía?

—No más de veinticinco.

—Coincide. La mía tenía veinticuatro. ¡Dios mío!

—No corras tanto. Puede que no sea ella. Oye, ¿por qué dejaste de tenerla a tu servicio?

—Fue ella, que desapareció de repente.

—Explícate mejor.

—Una mañana no la vi por la casa. Pregunté a la cocinera y ella tampoco la había visto. Fui a su habitación, pero no estaba. Ya no regresó. La sustituí por una de Zambia.

¡Cómo iba a sustituirla por una de Trento o de Canicatti! Cada vez que Montalbano llamaba a casa de Ingrid, le contestaba alguien procedente de Antananarivo, Palikir, Lilongüe…

—Pero su desaparición me hizo sospechar —prosiguió Ingrid.

—¿Por qué?

—Mira, yo casi nunca estoy en casa, pero las pocas veces que había hablado con ella…

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