Morabito osciló tan bruscamente en la silla que poco faltó para que se cayera.
—¿Qué… qué admito? ¡Yo no he admitido nada!
—Disculpe… vamos por orden. Usted, en un primer momento, ha dicho que el incendio podría haber sido causado por un cortocircuito o por autocombustión. ¿No es así?
—Sí.
—Pero si ahora me sale con la hipótesis de un mecanismo de relojería, significa que admite la posibilidad de un incendio intencionado. ¿Está claro?
El hombre no contestó. Un ligerísimo temblor había empezado a reptar por su cuerpo.
—Oiga, Morabito, quiero echarle una mano. Veo que se encuentra en apuros. ¿Quitamos de en medio el hipotético mecanismo de relojería, del cual, por otra parte, no se ha encontrado el menor rastro?
Morabito asintió con la cabeza; evidentemente no estaba en condiciones de articular ni una palabra.
—Muy bien. Eliminado también el mecanismo de relojería. Según Ragusano —prosiguió Montalbano—, esa especie de pira hecha a propósito fue profusamente rociada con gasolina, y después bastó una cerilla… ¡Desde luego es muy raro!
—¿Qué?
—¡Que el incendiario no se incendiara a su vez! ¡Ah, ah! ¡Ésta sí que es buena! ¡Francamente buena! ¿No le recuerda
l'arroseur arrosé
de los hermanos Lumière o aquello de ir por lana y salir trasquilado? —Se echó a reír mientras pateaba el suelo y soltaba manotazos sobre el escritorio.
Morabito lo miró asustado y con los ojos desorbitados; a lo mejor empezaba a preguntarse si estaría tratando con un imbécil o un loco. Pero ¿de qué coño le hablaba?
—A no ser que…
Súbito cambio de expresión. Frente arrugada, mirada pensativa, boca ligeramente torcida.
—¿A no ser qué? —preguntó casi sin resuello Morabito.
—A no ser que el incendiario ya se encontrara en la escalera. Amontona la pira, sube los peldaños y arroja la cerilla o lo que fuera desde lo alto de la escalera, quedando lejos de la llamarada. Sí, eso es lo que tiene que haber ocurrido. Pero en ese caso…
Suspense
. Pausa. Expresión facial crispada porque en el interior de la cabeza se está formando un pensamiento.
—¿… en ese caso? —inquirió Morabito con un hilo de voz.
—En ese caso el incendiario, para ponerse a salvo, no tenía más remedio que entrar en su apartamento. ¿Usted lo vio?
—¿A quién? —preguntó desconcertado.
—Al incendiario.
—Pero ¿qué dice?
—¿Está seguro?
—Si le digo que…
Montalbano levantó una mano.
—¡Alto ahí! —Y se puso a mirar fijamente el rincón superior izquierdo de la estancia. Después murmuró como para sí—: Sí… sí… sí… —Posó los ojos en Morabito—. ¿Sabe que se me está ocurriendo una idea?
—¿Cu… ál?
—La de que usted no sólo vio al incendiario sino que incluso lo reconoció, pero no quiere decírnoslo.
—¿Por… por qué no…?
—Porque está asustado. Y está asustado porque el incendiario era uno de los hermanos Stellino, los mafiosos que controlan su zona.
—¡Por favor! ¡Por el amor de Dios! ¡Los Stellino no tienen nada que ver! ¡Se lo juro!
—Eso lo dice usted. Y puesto que lo dice usted… ¿sabe que se me está ocurriendo otra idea?
Morabito abrió los brazos, resignado.
—¿Tiene usted enemigos?
—¿Yo, enemigos? No.
—Sin embargo, se podría pensar que alguien ha querido hacerle… ¿cómo se llama?… ahora no me sale… Fazio, ayúdame.
—¿Una mala jugada?
—¡Bravo! ¡Eso es! ¡Podríamos incluso llamarlo una broma pesada! ¿No le parece, señor Morabito?
—No entien…
—¡Pero si es muy fácil! Alguien que le quiere mal prende fuego a su tienda para que la culpa caiga sobre los hermanos Stellino.
—Podría ser —dijo el hombre, aferrándose a las palabras del comisario.
—¿Le parece que sí? ¡Pues mire, me alegro de que esté de acuerdo! ¡Me alegro muchísimo! Porque verá: también opina que se trata de un acto doloso el
dottor
Locascio, el inspector de seguros.
—¡Claro! ¡Ésos buscan todos los pretextos para no pagar! —replicó Morabito un poco tranquilizado.
—Pero Locascio no está pensando en un impago del
pizzo
.
—Ah, ¿no? ¿Pues en qué está pensando?
—¿Quiere que se lo diga? ¿De veras lo quiere? Piensa que es usted quien ha incendiado la tienda para cobrar la póliza del seguro.
—¡Pero qué hijo de la grandísima puta! ¿Qué necesidad tengo yo del dinero de la póliza? Mis negocios marchan viento en popa. ¡Basta con preguntar a los bancos!
—Mi compañero el comisario Di Nardo, que ya lo ha interrogado, no piensa lo mismo.
—¿Lo mismo que quién?
—Que Locascio, naturalmente. Él está emperrado en la idea del impago del
pizzo
. Y por eso ha pedido nuestra intervención. Quiere utilizar este incendio como acusación contra los miembros de la familia Stellino que ejercen el control de la zona donde usted tiene su establecimiento. Tenga un poco de valor, señor Morabito. ¡Media palabra suya nos bastará para enviar a la sombra a los Stellino!
—¡Y dale con los Stellino! ¡Le digo que los Stellino no tienen nada que ver!
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Además, aunque tuvieran que ver, como yo diga media palabra, ¡ésos me matan!
—Sobre todo si los Stellino no tienen nada que ver con el incendio, tal como usted ha declarado reiteradamente.
—¡Oiga, usted no para de hablar y yo ya no entiendo nada!
—¿Se siente cansado, señor Morabito? ¿Quiere que hagamos una pausa?
—Sí.
—¿Y usted qué hace? ¿Me denuncia?
—¿Yo a usted, comisario? ¿Po… por qué?
—Si me fumo un cigarrillo. Aquí está prohibido.
Morabito se encogió de hombros.
Montalbano se fumó tranquilamente el cigarrillo, y como no vio ningún cenicero, lo apagó contra el tacón del zapato y se guardó la colilla en el bolsillo. Total, ya tenía un buen agujero y uno más no importaba.
Mientras fumaba, nadie había abierto la boca. Morabito había pasado el tiempo con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Fazio simulaba levantar acta. Sólo entonces Montalbano fingió darse cuenta.
—Pero ¿qué estás haciendo?
—Tomo apuntes para el acta.
—¡Pero qué acta ni qué cuernos! Ésta es una conversación informal entre amigos. De lo contrario, el señor Morabito habría tenido perfecto derecho a solicitar la asistencia de un abogado y nosotros habríamos tenido que facilitárselo. Por cierto, ¿lo quiere?
—¿Qué?
—Un abogado.
—¿Y para qué un abogado?
—Nunca se sabe. Pero si usted se siente seguro de que no lo necesita, mejor así. Sin embargo, recuerde que yo se lo he ofrecido. ¿Se encuentra mejor?
Morabito volvió a encogerse de hombros sin mirarlo.
—Pues entonces sigamos. Me parece que hemos llegado a un punto definitivo, es decir, que a los Stellino, por lo menos esta vez, tenemos que dejarlos al margen. ¿Está de acuerdo?
—De acuerdo, de acuerdo.
—¿Usted siempre ha pagado el
pizzo
con regularidad?
Morabito no contestó.
—Mire, si usted reconoce haberlo pagado, la cosa quedará aquí entre nosotros tres. Pero si usted lo niega y yo descubro que lo ha pagado, igual me cabreo. Y entonces sería peor para usted, porque yo cuando me cabreo… Díselo tú, Fazio.
—Mejor estar muerto —declaró Fazio en tono sombrío.
—¿Comprendido? Pues entonces piense bien. Vuelvo a preguntárselo. ¿Paga el
pizzo
con regularidad?
—Ss… í.
—¿O sea que por ahí está en regla?
—Sí.
—Pero…
—Pero ¿qué?
—Ya no lo estaría si supongamos que voy y les digo a los hermanos Stellino que usted los ha acusado. ¿No cree que se lo tomarían a mal y vendrían a pedirle explicaciones?
Costantino Morabito pegó un respingo en la silla.
—¿Y po… por… por qué iba usted a decirles algo así? ¡Si estábamos de acuerdo en que los Stellino no tienen nada que ver!
—¡Pues entonces abre la boca y dime quién es el que tiene que ver! —gritó repentinamente el comisario, dando un manotazo en el escritorio que también sobresaltó a Fazio.
—¡No lo sé! ¡No lo sé! —gritó Morabito a su vez. Y de repente rompió a llorar con desconsuelo, como haría un chiquillo asustado.
Montalbano vio encima de la mesita un paquete de pañuelos de papel, sacó uno y se lo dio. A aquellas alturas, con el de Morabito se habría podido fregar el suelo.
—Señor Morabito, pero ¿por qué se pone así? ¡Me sorprende, siendo usted un hombre tan sensato! ¿Tengo yo la culpa? ¿Qué he dicho? Fazio, échame una mano, ¿qué he dicho?
—A lo mejor se ha impresionado porque hablaba usted en dialecto —dijo Fazio con una cara más dura que el cemento.
—No me he dado cuenta; pido disculpas. Algunas veces se me escapa el dialecto.
El hombre seguía llorando. Entonces Montalbano se incorporó para inclinarse hacia él y le gritó:
—¿Cuánto son siete por ocho? ¿Y seis por siete? ¿Y ocho por seis? ¡Conteste ahora mismo, por Dios!
Morabito, pese a estar sumido en el llanto, se llevó tal sorpresa que se giró hacia el comisario.
—¿Ve cómo se ha calmado? Es lo que siempre digo: en los momentos de crisis, basta con repasar las tablas para que todo se arregle. —Montalbano volvió a sentarse con semblante satisfecho—. Oiga, ¿necesita algo?
—Un… un poco de agua.
—Vamos a buscársela —le dijo a Fazio. Y a Morabito—: Venimos enseguida.
Salieron al pasillo.
—Otra sacudida y se derrumba —aseguró Montalbano.
—¿Es él quien ha pegado fuego a la tienda?
—No me cabe la menor duda. Y tiene miedo de que les echen la culpa a los Stellino. Casi me da pena: es como un ratón acosado por dos gatos famélicos: ¡la mafia y la ley!
—Pero ¿por qué iba a hacerlo?
—¿Recuerdas la película que te conté? Para esconder algo que podría tener fatales consecuencias.
—¿O sea?
—¿Y si fuera él quien disparó y mató a la chica?
—Eso también es posible. Pero antes usted ha hablado de un casquillo. ¿Y si Morabito hubiera utilizado un revólver?
—Se lo pregunto enseguida. Ve a buscarle el agua; no le demos tiempo para pensar. Y prepárate para intervenir, porque ahora voy a poner toda la carne en el asador.
Morabito se bebió el vaso de un solo trago; debía de tener la garganta seca y más abrasada que su tienda.
—Tengo una curiosidad: ¿usted dispone de un arma? —preguntó el comisario, volviendo a la carga.
Morabito, que no se esperaba aquel repentino cambio de tema, se sobresaltó. El esfuerzo que hizo para contestar fue evidente. Y Montalbano comprendió que había elegido el camino adecuado.
—Sí.
—¿Fusil, carabina, pistola, revólver?
—Un revólver.
—¿Declarado?
—Sí.
—¿De qué calibre?
—No lo sé. Pero es grande.
—¿Dónde lo guarda?
—En casa. En el cajón de la mesita de noche.
—Cuando terminemos aquí, vamos a su casa.
—¿Por qué?
—Quiero ver el revólver.
—¿Por qué?
—Perdone, pero debe usted terminar con ese constante por qué y por qué.
El sudor había manchado la pechera de la camisa de Morabito.
—¿Tiene calor? ¿Quiere otro pañuelo?
—Sí.
—¿Ha utilizado recientemente el revólver? —preguntó Fazio, que había comprendido al vuelo la intención del comisario.
—No. ¿Por qué habría tenido que utilizarlo?
—¿Nosotros qué sabemos? Tiene que decirlo usted. Por otra parte, sabremos enseguida si lo ha disparado hace poco o no.
El pañuelito se rompió entre las manos de Morabito.
—¿C… cómo?
—Hay muchos sistemas —respondió Fazio—. Oiga, ¿ha sido víctima de tentativas de robo?
—Pues sí. En la tienda ocurre de vez en cuando que alguien…
—Lo que se llama hurto, no robo.
—No he…
—Me refería a tentativas de robo en su casa.
—No.
—¿Nunca? —terció Montalbano, que se había tomado un descanso.
—¿Suele tener mucho dinero en casa?
—La caja de la jornada, que ingreso en el banco al día siguiente.
—¿Por qué no la ingresa la misma noche en el cajero automático?
—Porque dos comerciantes han sido agredidos cuando iban a ingresar la recaudación.
—O sea, que el dinero de la caja del viernes y el sábado lo ingresa usted en el banco el lunes por la mañana.
—Ss… í.
—Entonces cabe suponer que el sábado por la noche siempre tiene en casa una suma considerable.
—Sí.
—¿Dónde suele guardar el dinero? ¿Tiene caja fuerte?
—No; en un cajón del escritorio que tengo en casa.
—¿Vive solo?
—Sí.
—¿Quién le arregla la casa?
—Pues mire… como viene una empresa de limpieza para el almacén, llegué a un acuerdo con ellos… —El esfuerzo que tuvo que hacer para hablar tanto lo dejó agotado. Empezó a respirar afanosamente, como si le faltara el aire.
—Señor Morabito, veo que está cansado y quisiera terminar. Conteste a mis preguntas simplemente con un sí o un no. ¿Usted descarta que el incendio haya sido doloso?
—Ss… í.
—¿Descarta por tanto cualquier participación de los Stellino?
—Sí.
—Bien. Pues entonces sólo me queda una cosa por hacer.
—¿Cuál?
—Convocarlo aquí mañana por la mañana a las nueve.
—¡¿Todavía?! ¿Y para qué?
—Para un careo.
—¿Con quién?
—Con los hermanos Stellino. Esta misma tarde los mando detener.
Gruesas lágrimas empezaron a resbalar por el rostro de Morabito. Le temblaba la papada. El temblor era tan evidente que el hombre parecía atravesado por una corriente eléctrica.
—Señor Morabito, veo que el incendio lo ha afectado mucho. Y no quiero cansarlo más. Ahora vamos a su casa a ver el revólver.
—¡Pero es que… no… se puede!
—¿Por qué?
—Los bom… bomberos… han…
—No se preocupe; les pediremos autorización. ¿Ha venido con su coche?
—No.
—Pero ¿tiene?
—Sí.
—¿Dónde lo guarda?
—En un ga-ga-garaje que se co-co-comunica con la ti-tienda.
—¿Tiene un maletero grande?
—Bastante.
—¿Podría ser más concreto? Le pondré un ejemplo: ¿dentro cabría un cuerpo?