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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Las alas de la esfinge (21 page)

—¿Qué te cuesta dejar que yo…?

—¡Pero si ya te he dicho que no hay ningún problema! Anda, ¿a qué hora tienes previsto llegar?

—Con el habitual vuelo del mediodía.

—A mediodía estoy allí.

—Oye, no te enfades, pero…

—Pero ¿qué?

—Preferiría que no nos quedáramos en Marinella.

—¿No quieres pasar aquí estos días?

—No.

Montalbano se sintió un poco ofendido. ¿Qué daño le había hecho Marinella a Livia para que ahora no le pareciera bien?

—¿Por qué? ¿Alguna vez no te has encontrado a gusto aquí?

—Precisamente por eso.

—No lo entiendo.

—Siempre me he encontrado muy bien ahí. Demasiado quizá.

—¿Pues entonces?

—Intuyo que Marinella influiría en mis decisiones y acabaría por condicionarme.

—¿Y a mí no me condiciona?

—Relativamente, porque es tu casa.

—Entiendo; quieres jugar la partida en territorio neutral.

En el silencio de Livia comprendió el esfuerzo que ella estaba haciendo para no darle la respuesta que se merecía.

—Perdóname, he dicho una tontería. Vamos a hacer una cosa. Una vez en Punta Raisi, decidimos juntos adónde ir y vamos sin necesidad de pasar por aquí. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Montalbano colgó, pero se quedó un buen rato al lado del teléfono, pensando en las palabras de Livia.

¡Conque la casa la habría condicionado! Pero ¿qué bobadas decía? ¡Cuatro paredes no condicionan nada! Son unas paredes como otras y nada más. Las casas buenas o malas que provocan la felicidad o la desgracia de quienes viven en ellas sólo existen en las películas americanas. Pensándolo bien, ni siquiera los muebles consiguen condicionar. Siempre y cuando uno no quiera participar en el condicionamiento.

Hablando claro: a no ser que uno no quiera ser condicionado a sabiendas. Entonces basta cualquier cosa, por ejemplo, esa estatuilla que Livia compró en Fiacca…

La tomó en sus manos.

Medía unos quince centímetros de altura y representaba a un muchacho con el alegre rostro de un pilluelo que llevaba un cesto de peces a la espalda. No era una obra de arte, pero tenía su gracia. Livia la había comprado precisamente por la expresión de la cara, viva, abierta e inteligente. Y de pronto Montalbano recordó lo que ella le había susurrado al oído en el momento de regalársela:

—Si algún día tenemos un hijo, lo querría así.

Pero ¿cuántos años habían pasado desde entonces? ¿Diez? ¿Quince? Y mientras lo invadía un repentino arrebato de emoción, comprendió que Livia tenía razón.

«No la casa en sí misma, sino todo lo que hemos acumulado en ella de recuerdos, memorias, tristezas y alegrías, esperanzas y decepciones, risas y lágrimas, ¡eso sí que condiciona!»

Fue a dejar la figurita en su sitio, pero le resbaló de la mano y cayó al suelo. Se agachó a recogerla soltando maldiciones.

Sólo la cabeza se había separado limpiamente del cuerpo; lo demás no había sufrido el menor daño. Intentó recomponerla: encajaba a la perfección, no se había perdido ni un solo trocito.

Entonces se puso a buscar el pegamento universal, lo encontró, se sentó y, con mucho cuidado, pegó la cabeza al cuerpo. Se mostró complacido, pues la unión le había quedado impecable pese a no ser habilidoso en las manualidades. Dejó la estatuilla en la mesita y se levantó para ir a preparar la maleta.

Con Livia estaría fuera por lo menos cuatro días. Pero en cuanto bajó la maleta de encima del armario y la abrió, le entró el mal humor y se le pasaron las ganas.

Al día siguiente por la mañana tendría todo el tiempo que quisiera para hacerla.

Decidió quedarse en la galería hasta que le entrara el sueño.

Por la mañana despertó más tarde que de costumbre, pasadas las ocho; se ve que su cerebro y su cuerpo ya se sentían de vacaciones. Se dio una ducha muy larga y, tras afeitarse, cogió la maquinilla, el jabón, el peine y los demás artículos de aseo, los guardó en un elegante neceser negro que le había regalado Livia y fue a dejarlo en la maleta. Después abrió el armario y empezó a elegir camisas. A las nueve la maleta ya estaba lista; la cerró, la llevó al coche y la introdujo en el portamaletas.

¿Debería pasar por la comisaría? ¿O bien subía al coche sin decirle nada a nadie y, en todo caso, llamaba desde fuera?

Quizá fuese mejor telefonear para avisar que se iba.

Y entonces, mientras cogía el auricular, vio la estatuilla. La tomó en la mano y la miró.

La cabeza encajaba perfectamente; alrededor del cuello discurría una línea tan fina como un cabello que revelaba de manera inequívoca la rotura y la subsiguiente compostura.

Sí, vista de lejos, la figurita parecía entera y perfecta, pero vista de cerca…

«Paciencia —se dijo, depositándola en el mismo sitio de antes—. Lo importante es haberla salvado, no haber tenido que tirarla a la basura.»

Levantó el auricular y oyó hablar a alguien. ¿Una interferencia? Pero enseguida reconoció la voz de Catarella.

—¿Diga? ¿Diga? ¿Quién está al tilífono?

—Soy Montalbano, Catarè.

—Pero ¿usía me ha llamado a mí?

—No, Catarè; estaba a punto de llamarte, pero tú ya estabas en línea.

—¿Y cómo es que yo he contestado sin la llamada de usía?

—No es que me hayas contestado, se ve que tú me estabas llamando y… Oye, dejémoslo. Llamo para decirte que no iré al despacho porque me marcho un…

—¡No puede irse de ninguna manera,
dottori
!

—¿Por qué?

—Pues porque han matado a uno.

Fue como un puñetazo en pleno rostro.

—¿Dónde?

—Precisamente a la entrada del pueblo por la carretera de Montelusa.

Esperaba que la cosa hubiera ocurrido fuera de la jurisdicción de la comisaría. Pero no; tendrían que encargarse ellos.

—¿Sabes cómo se llama la víctima?

—Fazio me lo ha dicho, pero ahora no me sale… Espere… ¿Cómo se llama eso que se necesita para escribir?

Pero ¿sería posible que Catarè se pusiera a hacer concursos en aquel momento?

—Pluma.

—No, señor.

—¿Bolígrafo? ¿Han matado a alguien que se llama Bolígrafo?

—No, señor
dottori
, no lleva tinta.

—¿Lapicero?

—¡Bravo,
dottori
!

—Oye, pero ¿no está el
dottor
Augello?

—No, señor
dottori
; el
dottor
Augello no está porque esta noche han tenido que llevarlo al hospital.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué le ha pasado?

—A él personalmente en persona nada,
dottori
. Pero tuvieron que llevar al chiquillo. Al hospital piriátrico lo llevó.

Montalbano se lo jugó a pares y nones. Si salía enseguida de casa, podría dedicar media hora a ayudar a Fazio y después podría irse a Punta Raisi. Sí, media hora bastaría. No conocía a nadie que se llamara Lapicero y jamás lo había oído nombrar. Puede que fuera un ajuste de cuentas entre pequeños camellos. Podía dejar el asunto en manos de Fazio, sobre todo cuando, más tarde o más temprano, Augello regresaría del hospital y se encargaría de todo.

—Dime dónde está Fazio.

Catarella se lo dijo.

* * *

Cuando llegó al lugar, tuvo que abrirse paso entre fotógrafos, periodistas y cámaras que tapaban un Panda que se había estrellado contra un árbol al borde de la carretera. Gallo dirigía el tráfico que iba o venía a Montelusa. Galluzzo trataba de mantener apartados a los curiosos que se detenían y bajaban a ver qué había ocurrido. Fazio estaba hablando con el cuñado de Galluzzo, que era periodista de Televigata. Montalbano consiguió llegar a la altura del Panda y vio que estaba vacío. Miró con más atención. Manchas de sangre en el salpicadero y en el reposacabezas del conductor.

Fazio, que lo había visto llegar, se le acercó.

—¿Dónde está el muerto?


Dottore
, no está muerto. Pero no creo que pueda salvarse. Se lo han llevado al hospital de Montelusa, pero ni siquiera sé si ha llegado vivo.

—¿Eres tú quien ha pedido la ambulancia?

—¿Yo? ¡Pero qué dice! Nosotros hemos llegado cuando las cosas ya estaban hechas. Cuando han abierto fuego, había mucho tráfico, un jaleo tremendo. Dos o tres coches se han detenido, uno ha llamado al ciento dieciocho, otros nos han llamado a nosotros…

—¿Alguien ha visto algo?

—Sí, señor. Un testigo ocular. Le he pedido que me describiera lo que ha visto, he anotado su nombre, apellido y dirección y lo he dejado irse.

—¿Qué te ha dicho?

—Que vio cómo una motocicleta de gran cilindrada se acercaba al Panda, después que el coche derrapaba y que el motociclista se daba a la fuga.

—¿No le vio la cara?

—Llevaba un casco integral.

—¿La matrícula, para lo que sirve?

—No la anotó.

—Oye, Fazio, he de decirte una cosa. Cuando Catarella me llamó, yo estaba a punto de marcharme fuera unos tres o cuatro días. Puesto que creo que tú y Augello podéis arreglároslas muy bien…

Fazio lo miró extrañado.

—Pero,
dottore…

—Mira, Fazio, necesito realmente estar fuera unos tres días. Total, creo que lo de este Lapicero…

—¿Lapicero?

—¿Por qué? ¿No se llama así?

—No, señor: es uno que usía quería conocer. Se llama Lapis, Tommaso Lapis. Es el de La Buena Voluntad, ¿recuerda?

Y en aquel momento llegaron todos, la Científica, el ministerio público y el doctor Pasquano, que se puso a soltar maldiciones como un loco en cuanto vio que lo habían llamado en vano.

Montalbano se vio perdido. Ya eran las diez y media.

Si salía enseguida, circulando a toda velocidad tal como él no sabía hacer, puede que llegara al mediodía a Punta Raisi. Lo mejor era avisar a Livia de que llegaría con retraso. Le pidió el móvil a Fazio y llamó.

«El número marcado…»

Ya. A aquella hora Livia estaría en el aeropuerto a punto de embarcar. O puede que ya estuviera en el aire.

¿Qué hacer? ¿Enviar un vehículo de servicio, pagando la gasolina de su propio bolsillo? Pero seguramente Livia se las arreglaría. Habían acordado hacer otra cosa, irse de Punta Raisi a algún lugar elegido sobre la marcha. No; enviar un coche pondría en peligro la situación.

Estaba claro que no tendría más remedio que esperar al mediodía. En cuanto llegara, Livia encendería el móvil y así podrían ponerse de acuerdo.

—Fazio, me parece que aquí lo único que estamos haciendo es perder el tiempo.

—A mí también me lo parece.

—Llama al hospital y que te digan cómo se encuentra Lapis.


Dottore
, no me lo dirán por respeto a la privacidad.

—Vamos con mi coche.

En el hospital consiguieron hablar con un médico amigo.

—No creemos que pueda superarlo.

—¿Cuántos disparos?

—Sólo uno, pero suficiente. Ha sido un arma de gran calibre. El disparo, efectuado a través de la ventanilla abierta, entró por la mandíbula izquierda, le arrancó media cara y salió un poco por encima del ojo derecho.

Entonces Montalbano hizo una pregunta que sorprendió al médico:

—¿Le arrancó también los dientes superiores?

—Sí. ¿Por qué?

—Simple curiosidad. O sea que usted dice que…

—Cuestión de horas.

—Y ahora, ¿adónde vamos?

—A Vigàta, a la comisaría.

Volvieron a subir al coche y se fueron.

—¿Por qué le ha preguntado lo de los dientes? —dijo Fazio—. ¿Cree que puede haber alguna relación con el homicidio de la chica tatuada?

—Puesto que eres tan listo haciendo preguntas, procura serlo también en darte respuestas.

—¿A qué viene,
dottore
, ese mal humor? Yo comprendo que el contratiempo dificulta su marcha y lo pone nervioso, pero las cosas han ocurrido así, ¿qué le vamos a hacer? ¡Es de nuestra competencia!

—¡Vuelve atrás enseguida!

—¿Al hospital?

—No, a Jefatura. —A lo mejor, la solución del problema estaba en la palabra que acababa de pronunciar Fazio: competencia.

Al llegar al aparcamiento de Jefatura, le dijo a Fazio que lo esperara en el coche y entró corriendo en la antesala de Bonetti-Alderighi. Donde, tal como era inevitable, tropezó con el
dottor
Lattes, que al verlo fue a su encuentro con los brazos abiertos. Pero ¿cómo? Ahora que no investigaba a La Buena Voluntad, ¿ya no era el réprobo, el excomulgado?

—¡Mi queridísimo amigo!

—La familia bien, gracias a la Virgen. Oiga, quisiera hablar con el jefe superior. Es muy urgente.

Lattes lo miró con expresión desolada.

—¡Pero si está en Roma! ¿No lo sabía?

—No. ¿Cuándo regresa?

—Pasado mañana.

—Adiós.

—¡Saludos a su familia!

Salió soltando maldiciones. Su intención era remarcarle al jefe superior la estrecha relación entre el intento de homicidio de Lapis y la muerte de la chica tatuada. Por lo cual, él, Montalbano, se vería obligado a abrir de nuevo las investigaciones acerca de La Buena Voluntad. ¿Qué pensaba el señor jefe superior? Seguramente Bonetti-Alderighi, aterrorizado ante la idea de que Montalbano volviera a moverse entre monseñores y almas piadosas con toda la gracia de un elefante, le pasaría la investigación, «por cuestión de competencia», a Di Nardo o la persona que lo sustituyese. Y él, Montalbano, podría irse a donde quisiera.

Pero las cosas habían salido de otra manera, por desgracia.

—¿Y ahora adónde vamos?

—A la comisaría.

Al ver que estaba más furioso que antes, Fazio no se atrevió a abrir la boca. Habían recorrido en silencio unos tres kilómetros cuando el comisario dijo:

—Volvamos atrás.

—¿Atrás? —repitió Fazio entre aturdido y enojado.

—Atrás, atrás. ¡Total, el coche es mío y la gasolina la pago yo!

—¿Vamos a Jefatura?

—No. A Retelibera.

Entró con tanta furia que la chica de recepción se pegó un susto.

—¡Por Dios,
dottor
Montalbano! Me ha dado…

—¿Está Zito?

—Está en su despacho.

Montalbano empujó la puerta con tal fuerza que ésta golpeó contra la pared y el periodista dio un brinco en la silla.

—Pero ¿qué pasa? ¿El sistema Catarella ha sido adoptado por toda vuestra comisaría?

—Perdóname, Nicolò, pero es que tengo mucha prisa. ¿Te has enterado del intento de homicidio de un tal Lapis?

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