El libro se basaba, en parte, en tradiciones más antiguas que se referían a un profeta, Daniel. En la boca de Daniel se colocaron descripciones de visiones apocalípticas
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. Dios (al que se refería como el «Anciano») hace su aparición para castigar a los malvados.
«Proseguí viendo en la visión nocturna, y he aquí que en las nubes del cielo venía como un hombre, y llegó hasta el anciano y fue llevado ante Él. Y concediósele señorío, gloria e imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron; su señorío es un señorío eterno que no pasará, y su imperio [un imperio] que no ha de ser destruido» (Daniel 7:13-14).
Este «como un hombre» se refiere a alguien de forma humana en contraste con los enemigos de Judea, que anteriormente se habían representado en forma de bestias diversas. La forma humana puede interpretarse como representación abstracta de Judea o del Mesías en especial.
La rebelión macabea tuvo éxito y se restableció un reino judaico, pero con ello tampoco se consiguió la edad de oro. Sin embargo, los escritos proféticos mantuvieron vivas las esperanzas de los judíos durante los dos siglos siguientes. El Día del Juicio siempre quedó para una fecha próxima; el Mesías estaba siempre a mano; el reino de los justos se hallaba siempre a punto de quedar firmemente establecido.
Los romanos tomaron el poder de los macabeos, y durante el reinado del emperador Tiberio vivió en Judea un profeta popular llamado Juan
el Bautista,
cuyo mensaje exhortaba: «Arrepentíos, pues está cerca del reino de los cielos» (Mateo, 3:2).
Agudizada constantemente de modo semejante la expectación universal, cualquiera que declarara ser el Mesías tenía sus seguidores. Durante la época de la dominación romana, fueron muchos los que declararon serlo sin que políticamente llegaran a nada. No obstante, entre ellos estuvo Jesús de Nazaret, al que siguieron algunos judíos de condición humilde que le fueron fíeles, incluso después de que Jesús fuese crucificado sin que se
alzara
una mano para salvarle. Los que creyeron en Jesús como el verdadero Mesías fueron llamados mesiánicos. Sin embargo, la lengua de los seguidores de Jesús llegó a ser el griego a medida que aumentaba el número de gentiles convertidos, y el vocablo griego para designar Mesías es
Christós.
Los seguidores de Jesús se llamaron, por lo tanto, «cristianos».
El éxito inicial en la conversión de gentiles se logró gracias a la labor misionera y los sermones carismáticos de Pablo de Tarso (el apóstol Pablo) y, a partir de él, el Cristianismo inició una trayectoria de crecimiento que primero incluyó a Roma, después a Europa y, más tarde, a buena parte del mundo.
Los primeros cristianos creían que la llegada de Jesús, el Mesías (es decir Jesucristo), significaba que el Día del Juicio estaba próximo. Se describía incluso a Jesús haciendo predicciones de un inminente fin del mundo:
«Mas en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se entenebrecerá y la luna no dará su esplendor, y las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos se tambalearán. Y entonces verán al Hijo del hombre viniendo en las nubes con gran poderío y gloria… En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todas estas cosas se hayan realizado. El cielo y la tierra pasarán… Lo que toca a aquel día y aquella hora, nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Marcos 13:24-27, 30-32).
Aproximadamente 50 años d. de JC, y veinte años después de la muerte de Jesús, el apóstol san Pablo esperaba todavía el Día del Juicio momentáneamente:
«Porque esto os afirmamos conforme a la palabra del Señor: que nosotros, los vivos, los supervivientes hasta el advenimiento del Señor, no nos adelantaremos a los que durmieron. Porque el mismo Señor, con voz de mando, a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero; luego nosotros, los vivos, los supervivientes, juntamente con ellos seremos arrebatados sobre nubes al aire hacia el encuentro del Señor; y así siempre estaremos con el Señor. Así que consolaos mutuamente con estas palabras. Por lo que toca a los tiempos y a las circunstancias, hermanos, no tenéis necesidad de que os escriba, pues vosotros mismos sabéis que el Señor, como ladrón por la noche, así vendrá» (1 Tesalonicenses 4:15, 5:2).
Pablo, como Jesús, dio a entender que el Día del Juicio estaba próximo, pero tuvo cuidado de no fijar una fecha exacta. Y, según sucedió, el Día del Juicio
no
llegó; el mal
no
se castigó, el reino ideal
no
se estableció y los que creyeron que Jesús era el Mesías tuvieron que contentarse con el presentimiento de que el Mesías tendría que venir una segunda vez (la «Segunda Venida») y que
entonces
sucedería todo lo que había sido profetizado.
Los cristianos fueron perseguidos en Roma durante el reinado de Nerón, y en mucha mayor escala después, en tiempos del emperador Domiciano. Del mismo modo que la persecución de los seléucidas había incitado las promesas apocalípticas del Libro de Daniel, en los tiempos del Antiguo Testamento, así las persecuciones de Domiciano provocaron las promesas apocalípticas del Libro de las Revelaciones en los tiempos del Nuevo Testamento. La revelación fue escrita, probablemente, el año 95 d. de JC durante el reinado de Domiciano.
El Día del Juicio se anuncia con gran detalle, pero con bastante confusionismo. Se habla de la
batalla del gran día
entre todas las fuerzas del mal y las fuerzas del bien en un lugar llamado Harmagedón, aunque los detalles no aparecen con claridad (Ap. 16:14-16). Sin embargo, finalmente: «Y vi un nuevo cielo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido…». (Ap. 21:1).
Por consiguiente, es muy posible que, para empezar, cualquiera que fuese la versión del mito escandinavo de Ragnorak, la versión que ha llegado hasta nosotros seguramente debe algo a esa batalla de Harmagedón del Apocalipsis, en su visión de un universo regenerado. Y el Apocalipsis, por su parte, debe mucho al Libro de Daniel.
El Libro del Apocalipsis introdujo algo nuevo: «Y vi bajar del cielo un ángel que tenía la llave del abismo y una gran cadena en su mano. Y cogió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y le ató para mil años, y lo lanzó al abismo, y cerró, y puso el sello encima de él, para que no seduzca ya más a las naciones, hasta que se hayan cumplido los mil años; pasados éstos, tienen que ser desatado por breve tiempo» (Ap. 20:1-3).
El porqué el demonio ha de quedar fuera de combate durante un millar de años, o «milenio» y entonces desatarlo «por breve tiempo» no queda muy claro, pero, por lo menos, alivió la tensión de los que creían que el Día del Juicio estaba próximo. Se podía alegar que el Mesías había venido y que el demonio estaba atado, significando que el cristianismo daría fortaleza, pero que la batalla decisiva y el final verdadero llegarían un millar de años después
[2]
.
Parecía natural suponer que el millar de años había empezado a contar desde el nacimiento de Jesús, y en el año 1000 hubo un movimiento de aprensión nerviosa, pero pasó dicha fecha, y el mundo no se acabó.
Las palabras de Daniel y del Apocalipsis eran tan ininteligibles y oscuras, y sin embargo, la urgencia de creer era tan grande que siempre quedaba la posibilidad de que la gente releyera esos libros, reconsiderara las vagas predicciones y fijara nuevas fechas para el Día del Juicio. Incluso grandes científicos, como Isaac Newton y John Napier, participaron en ese juego.
Los que intentaron calcular el principio y el final de ese milenio crucial son llamados algunas veces «milenaristas» o «milenarios». También se les conoce como «quiliastas», palabra derivada del vocablo griego para designar mil años. Resulta extraño que, a pesar de los repetidos fracasos, el milenarismo sea ahora más fuerte que nunca.
Este movimiento comenzó con William Miller (1782-1849), un oficial del Ejército que luchó en la guerra de 1812. Había sido un escéptico, pero después de la guerra se convirtió en lo que ahora llamaríamos un cristiano renacido. Empezó a estudiar a Daniel y el Apocalipsis y llegó a la conclusión de que la Segunda Venida tendría lugar el 21 de marzo de 1844. Apoyaba su teoría en cálculos complicados y predijo que el mundo acabaría por el fuego según las características de las terribles descripciones del Libro del Apocalipsis.
Consiguió reunir unos cien mil adeptos, y en el día señalado muchos de ellos, después de vender sus bienes terrenales, se agruparon en las laderas de las montañas para ser arrebatados hacia arriba al encuentro con Cristo. El día transcurrió sin incidente alguno, por lo cual Miller hizo nuevos cálculos y fijó la fecha del 22 de octubre de 1844 como el nuevo día, pero también esa fecha transcurrió sin incidente alguno. Cuando Miller murió en 1849, el Universo continuaba todavía su marcha habitual.
Sin embargo, muchos de sus seguidores no se descorazonaron. Interpretaron los libros apocalípticos de la Biblia de tal manera que los cálculos de Miller indicaban el principio de algún proceso celestial invisible para la conciencia común de la Tierra. Quedaba todavía otro «milenio» de espera, según cierta teoría, y la Segunda Venida, o el «Advenimiento» de Jesús, quedó pospuesto de nuevo para el futuro, pero, como había sucedido siempre, para un futuro no demasiado lejano.
Así fue como quedó fundado el movimiento adventista, que se dividió en diversas sectas, incluyendo los adventistas del Séptimo Día, que retornaron a las normas del Antiguo Testamento como, por ejemplo, guardar el Sabbath (sábado, el séptimo día).
Charles Taze Russell (1852-1916) adoptó las teorías adventistas, y en 1879 fundó una organización que se llamó Testigos de Jehová.
Russell esperaba la Segunda Venida momentáneamente y la predijo en días distintos, siguiendo el estilo de Miller, obteniendo un nuevo fracaso cada vez. Murió durante la Primera Guerra Mundial, que debió parecerle la obertura del final, batallas culminantes descritas en el Apocalipsis, pero tampoco llegó al Advenimiento.
Sin embargo, el movimiento continuó floreciendo, bajo la dirección de Joseph Franklin Rutherford (1869-1942). Éste esperaba la Segunda Venida con el emocionante lema: «Los millones que ahora viven nunca morirán». Murió durante la Segunda Guerra Mundial, que de nuevo debió de parecer el principio del final, las batallas culminantes descritas en el Apocalipsis, pero tampoco se produjo el Advenimiento.
A pesar de todo, el movimiento continúa su progreso, contando en la actualidad con más de un millón de adeptos.
Ésta es la referencia al «universo mítico». Sin embargo, junto al aspecto mítico existe una perspectiva científica del universo a base de observaciones y experimentos (y, ocasionalmente, de presentimientos intuitivos que, por serlo, han de apoyarse en observaciones y experimentos).
Pasemos a examinar este universo científico (como lo haremos en el resto del libro). ¿Está condenado el universo científico, como el universo mítico, a perecer? Y si es así, ¿cómo, por qué y cuándo?
Los antiguos filósofos griegos creyeron que, puesto que la Tierra albergaba el cambio, la corrupción y la podredumbre, los cuerpos celestiales seguían diferentes normas y eran inmutables, incorruptibles y eternos. Los cristianos medievales creyeron que el Sol, la Luna y las estrellas sufrirían su común destrucción el Día del Juicio, pero que hasta aquel momento eran, si no eternas, por lo menos inmutables e incorruptibles.
Esta creencia comenzó a modificarse cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), publicó en 1543, un libro cuidadosamente razonado, en el que la Tierra quedaba fuera de su posición única como centro del Universo y se presentaba como un planeta que, al igual que los restantes, daba vueltas alrededor de! Sol. Era al Sol al que correspondía esa única posición central.
Naturalmente, la teoría de Copérnico no fue aceptada inmediatamente, y de hecho, encontró una violenta oposición durante sesenta años. Con la introducción del telescopio, que se utilizó por primera vez para contemplar el cielo, en 1609, por el científico italiano Galileo (1564-1642), desapareció la oposición despojándola de cualquier respetabilidad científica y reduciéndola a un simple oscurantismo porfiado. Por ejemplo, Galileo descubrió que Júpiter tenía cuatro satélites que daban vueltas a su alrededor constantemente, desautorizando de este modo, de una vez para siempre, que la Tierra fuese el centro alrededor del cual girasen
todas
las cosas. Descubrió que Venus mostraba un ciclo entero de fases lunares, tal como Copérnico había predicho, mientras que las anteriores opiniones habían sustentado lo contrario.
A través de su telescopio, Galileo observó también que la Luna parecía estar cubierta por montañas y cráteres, y lo que a él le parecieron mares, demostrando con ello que la Luna (y por extensión los otros planetas) eran mundos como la Tierra, y, por consiguiente, sujetos, probablemente, a las mismas leyes de cambio, corrupción y putrefacción. Descubrió manchas oscuras en la superficie del Sol, de manera que ese objeto trascendente que entre todas las cosas materiales parecía ser el que más se aproximaba a la perfección de Dios, era también, después de todo, imperfecto.
En su búsqueda de lo eterno, entonces, o, por lo menos, por aquellos aspectos de lo eterno que pudieran ser observados y que, por tanto, formaran parte del universo científico, la gente tuvo que alcanzar un nivel más abstracto de experiencia. Si las cosas no eran eternas, quizá lo era la relación entre las cosas.
En 1668, por ejemplo, el matemático inglés John Wallis (1616-1703) investigó el comportamiento de los cuerpos en colisión y expresó la opinión de que en el proceso de la colisión algún aspecto del movimiento no sufre cambio.
Así es cómo se desarrolla. Todos los cuerpos en movimiento poseen algo llamado
momentum
(que es la palabra latina de la que se deriva «movimiento»). Su
momentum
es igual a su masa (que puede definirse aproximadamente como la cantidad de materia que contiene) multiplicada por su velocidad. Si el movimiento sigue una dirección determinada, el
momentum
puede darse con signo positivo; en dirección opuesta, con signo negativo.