Las amenazas de nuestro mundo (37 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

De vez en cuando, se forman células de esperma o células de óvulo con ADN repetido imperfectamente. Estas células generan descendencia alterada, por mutación. Repetimos, la mayor parte de las mutaciones significan cambios, y la descendencia alterada suele ser incapaz de desarrollarse, o muere joven, o aunque consiga vivir y tener descendencia, a su vez gradualmente son vencidos por individuos mejor dotados. Muy raras veces, una mutación significa un perfeccionamiento desde un determinado conjunto de condiciones. Esa mutación probablemente se adaptará y progresará.

Aunque las mutaciones para mejorar ocurren con mucho menos frecuencia que las mutaciones para empeorar, es la primera la que sobrevive y domina a la otra. Por esa
razón,
cualquiera que examine el curso de la evolución puede imaginar que detrás de ella hay un propósito, como si los organismos intentaran deliberadamente mejorarse.

Es difícil creer que procesos fortuitos, casuales pueden producir los resultados que contemplamos hoy día a nuestro alrededor, pero con tiempo suficiente y con un determinado sistema de selección natural que hace que millones de individuos perezcan para que algunas mejoras puedan progresar, los procesos casuales desempeñarán su labor.

La carga genética

¿Por qué las moléculas de ADN se repiten imperfectamente de vez en cuando? La replicación es un proceso fortuito. Cuando los bloques constructores de nucleótidos se alinean frente a un filamento de ADN, tan sólo el nucleótido especial adecuado debería idealmente acoplarse con el nucleótido especial que ya existe en el filamento. Por así decirlo, solo aquél debería acoplarse. Los miembros de los otros tres nucleótidos deberían abstenerse.

Sin embargo, por un movimiento a ciegas de las moléculas, un nucleótido equivocado podría tropezar con un determinado nucleótido del filamento, y, antes de que pudiera retornar, encontrarse apresado por ambos extremos por los otros nucleótidos que allí se habían acoplado con gran eficiencia. Nos encontramos entonces con un nuevo filamento de ADN que no es exactamente como debería ser, sino que se diferencia en un nucleótido, y, en consecuencia, producirá una enzima que diferirá en un aminoácido. Sin embargo, el filamento imperfecto forma un nuevo modelo para futuras replicaciones y sirve para reproducirse a sí mismo y no al gran original.

En circunstancias normales, la posibilidad de una replicación imperfecta de un determinado filamento de ADN en una ocasión determinada, está en la proporción de 1 en 50.000 a 100.000, pero existen tantos genes en los organismos vivientes y hay tantas replicaciones que la posibilidad de que ocurra una mutación de vez en cuando se convierte en certeza. Su número es muy elevado.

Por consiguiente, puede ocurrir que entre los seres humanos dos de cada cinco células de óvulo fertilizados contengan por lo menos un gen mutante. Esto significa que un 40 % aproximadamente de nosotros es mutante de un modo u otro con respecto a nuestros padres. Y dado que los genes mutantes se transmiten a los descendientes durante un determinado período de tiempo antes de desaparecer, algunos estiman que los seres humanos individuales llevan un promedio de ocho genes mutantes; en casi todos los casos, las mutaciones de genes han sido para empeorar. (El hecho de que esto no nos afecte demasiado es porque los genes van en pareja y cuando un gen es anormal el otro asume la función.)

Las posibilidades de mutación, además, no se deben exclusivamente a un azar ciego. Existen factores que influyen en esa posibilidad de una replicación imperfecta. Por ejemplo, diversos productos químicos interfieren con el suave proceso del ADN y transforman su propiedad de trabajar únicamente con los nucleótidos adecuados. Evidentemente, las posibilidades de mutación se incrementan en este caso. Puesto que la molécula de ADN es de estructura muy complicada y delicada, muchos productos químicos pueden interferir. Tales productos se llaman «mutágenos».

También las partículas subatómicas pueden producir el mismo efecto. Las moléculas de ADN se hallan en los cromosomas, los cuales, a su vez, están en el núcleo de las células, por lo que los productos químicos tienen cierta dificultad para llegar hasta ellos. Sin embargo, las partículas subatómicas irrumpen a través de las células, y, si alcanzan las moléculas de ADN, pueden eliminar átomos de su estructura y cambiarlas físicamente.

De esta manera, las moléculas de ADN pueden resultar lesionadas e incapaces de replicarse, y la célula puede perecer. Si se destruye un gran número de células esenciales, el individuo puede morir de «enfermedad de radiación».

Menos drásticamente, la célula quizá no muera, pero puede producirse una mutación. (La mutación puede desarrollar cáncer y se sabe que la radiación energética es «carcinógena», productora de cáncer, y también «mutagénica». De hecho, una implica la otra.) Como es natural, si las células del óvulo o las de esperma quedan afectadas, la descendencia presenta mutaciones, algunas veces con graves anormalidades en el nacimiento. (Esto puede ser producido también por los productos químicos mutágenos.)

El efecto mutágeno de las radiaciones fue demostrado por vez primera, en 1926, por el biólogo norteamericano Hermann Joseph Muller (1890-1967), cuando estudió las mutaciones en la mosca de la fruta, de fácil cultivo, aumentando el número de insectos al exponerlos a los rayos X.

Los efectos de las radiaciones de rayos X y radiactivas eran desconocidas para el hombre y, por tanto, no pudieron ser difundidos con anterioridad al siglo XX, pero eso no significa que no existieran formas mutantes de radiación en esa época. Durante todo el tiempo que ha existido vida en la Tierra, también hubo luz del Sol que es ligeramente mutágena a causa de los rayos ultravioleta que contiene (y, por esta causa, una explosión excesiva a la luz solar significa una mayor posibilidad de desarrollar cáncer cutáneo.)

Existen asimismo los rayos cósmicos a los que la vida ha estado expuesta todo el tiempo de su existencia. Claro está que se podría opinar (aunque haya quien no esté de acuerdo) que los rayos cósmicos, a través de las mutaciones que provocan, han sido también la fuerza motriz que ha impulsado la evolución durante los últimos miles de millones de años. Esos ocho genes mutantes por individuo, casi todos ellos destructores, son el precio que pagamos, por decirlo de alguna manera, por los pequeños beneficios de los que depende nuestro futuro.

Naturalmente, si un poco es bueno, eso no significa que un mucho es mejor. Las mutaciones más destructoras que se producen, cualquiera que sea su causa, representan un efecto degenerador en una especie determinada, ya que su resultado es producir un número de individuos de calidad inferior. Ésta es la «carga genética» para esa especie (término que introdujo, en primer lugar, H. J. Muller). Sin embargo, queda todavía un porcentaje sustancial de individuos que no son gravemente afectados por la mutación, junto a unos pocos que gozan de una mutación beneficiosa. Éstos consiguen sobrevivir y prosperar por encima de los descendientes inferiores, de modo que, en conjunto, toda una especie sobrevive y prospera a pesar de su carga genética.

No obstante, ¿qué sucedería si una carga genética se incrementara porque el promedio de mutaciones aumenta por alguna razón? Esto significaría un aumento de individuos inferiores, y un número menor de individuos normales o superiores. En estas condiciones, puede ocurrir sencillamente que no existían suficientes individuos normales o superiores que mantengan la supervivencia de la especie frente a los individuos inferiores. En resumen, el aumento de la carga genética no acelerar la evolución, como uno podría creer, sino que debilitará la especie y la llevará a la extinción. Una carga genética pequeña tiene su utilidad; una carga genética grande es perjudicial.

¿Qué es, no obstante, lo que puede provocar un aumento en el promedio de mutaciones? Los factores casuales siguen siendo casuales y la mayor parte de los factores mutágenos de los tiempos pasados, luz del sol, productos químicos, radiactividad natural, han sido más o menos constantes en su influencia. Pero, ¿y los rayos cósmicos? ¿Qué sucedería, si, por alguna causa, la intensidad de los rayos cósmicos que llegan a la Tierra aumentara? ¿Debilitaría ese hecho muchas especies, provocando gran número de muertes a causa de las cargas genéticas que son demasiado pesadas para poder sobrevivir?

Aunque estuviésemos de acuerdo en que las grandes mortandades de la historia de la Tierra tuvieran que atribuirse al desagüe de los mares sobre tierra firme, ¿no podría ser que un aumento súbito de la intensidad de los rayos cósmicos diera lugar también a una gran hecatombe? Es posible que fuera así, pero, ¿qué es lo que causaría un aumento súbito en la intensidad de los rayos cósmicos?

Una posible causa sería el aumento en la incidencia de supernovas, que son las principales fuentes de rayos cósmicos. Esto no es muy probable que suceda. Entre los miles de millones de estrellas de nuestra galaxia, la cifra total de supernovas de año en año, y de siglo en siglo, continuará siendo, probablemente, el mismo. ¿Podría suceder que cambiase la distribución de las supernovas? ¿Que, en determinadas épocas, un número desproporcionado estuviera en el otro extremo de la galaxia y en otras épocas se hallaran en número desproporcionado en nuestro extremo?

Esto no afectaría realmente la intensidad de los rayos cósmicos tanto como creemos. Como las partículas de los rayos cósmicos siguen un curso curvilíneo, gracias al gran número de campos magnéticos de la galaxia, esas partículas muestran tendencia a embadurnar, por expresarlo así, y a esparcirse de manera uniforme por la galaxia sin importar cuáles sean sus puntos de origen específicos.

Las supernovas están formando sin cesar grandes cantidades de partículas de rayos cósmicos, y en menor número, también se forman de las estrellas corrientes gigantes, en constante aceleración y más energéticas. Si aceleran lo suficiente, salen por entero de la galaxia, y además, en gran número chocan constantemente con las estrellas y otros objetos de la galaxia. Es posible que después de 15.000 millones de años de existencia galáctica, se haya alcanzado cierto equilibrio y que desaparezcan tantas partículas de rayos cósmicos como se forman. Por esa razón, podemos creer que la intensidad de los rayos cósmicos próximos a la Tierra seguirá más o menos constante a través de los tiempos.

Sin embargo, hay una posible excepción en este estado de cosas. Si explotara una supernova en las proximidades de la Tierra, podría producirse el conflicto. He hablado ya con anterioridad de esas supernovas cercanas y he señalado que hay muy pocas probabilidades de que una de ellas nos cause problemas en un futuro predecible. A pesar de ello, me he referido únicamente a la luz y al calor que recibimos de tales objetos. ¿Qué sucedería con los rayos cósmicos que recibiríamos en ese caso, dado que la distancia entre una supernova cercana y nosotros sería demasiado corta para permitir que tales rayos se esparcieran y diseminaran por los campos magnéticos?

En 1968, los científicos norteamericanos K. D. Terry y W. H. Tucker señalaron que una supernova de buen tamaño emitiría rayos cósmicos a un promedio de un billón de veces tan intenso como el del Sol durante un espacio no inferior a una semana. Si una supernova semejante estuviera a una distancia de 16 años luz, la energía de los rayos cósmicos que llegaría hasta nosotros, incluso a esa gran distancia, sería igual a la radiación total del Sol en el mismo período de tiempo, lo cual sería suficiente para producir en cada uno de nosotros (y quizás en la mayor parte de las otras formas de vida) una enfermedad por radiación que nos mataría. El calor adicional suministrado por esa supernova y la ola de calor resultante no tendría ninguna importancia en ese caso.

Naturalmente, no existen estrellas tan cerca de nosotros capaces de convertirse en una supernova gigante, y tampoco en el pasado ha tenido lugar esa circunstancia, ni ocurrirá en el futuro hasta donde podemos predecir. Sin embargo, una supernova podría causarnos un daño considerable, aunque estuviera mucho más lejana.

En la actualidad, la intensidad de los rayos cósmicos que llegan hasta la cima de la atmósfera terrestre es de unos 0,03
rads
por año, y se necesitaría quinientas veces esa intensidad, es decir 15
rads
anuales para causar daños. Sin embargo, basándose en la frecuencia de las supernovas y sus tamaños y posiciones al azar, Terry y Tucker calcularon que la Tierra podía recibir una dosis concentrada de 200
rads,
gracias a las explosiones de las supernovas, cada diez millones de años aproximadamente, y unas dosis considerablemente mayores en los correspondientes intervalos más prolongados. Durante los seiscientos millones de años desde que se inició el registro de fósiles, es razonable suponer que por lo menos un rayo de 25.000
rads
nos haya alcanzado. Claro que esto causaría problemas, pero existen mecanismos naturales que disminuyen la efectividad del bombardeo de rayos cósmicos.

Por ejemplo, he dicho que la intensidad de los rayos cósmicos alcanza cierto nivel en la cima de la atmósfera terrestre. Lo he dicho deliberadamente, pues la atmósfera no es por completo transparente a los rayos cósmicos. A medida que los rayos cósmicos atraviesan los átomos y las moléculas que forman la atmósfera, se producen colisiones, antes o después. Los átomos y las moléculas quedan aplastadas y las partículas se esparcen como una «radiación secundaria».

La radiación secundaria es menos energética que la «radiación primaria» de las partículas de rayos cósmicos en el espacio abierto, pero poseen todavía energía suficiente para causar mucho daño. Sin embargo, también ellas chocan con átomos y moléculas en la atmósfera terrestre, y cuando las partículas flotantes llegan finalmente a la superficie de la Tierra, la atmósfera ha absorbido una parte importante de su energía.

En resumen, la atmósfera actúa como una capa protectora, no totalmente eficiente, pero tampoco completamente ineficaz. Los astronautas en órbita alrededor de la Tierra, o en la Luna, están expuestos a un bombardeo más intenso de rayos cósmicos que nosotros, en la superficie de la Tierra, y esto es algo que ha de tenerse en cuenta.

Los astronautas que realizan viajes relativamente cortos más allá de la atmósfera pueden ser capaces de absorber la radiación adicional, pero no sucedería lo mismo en el caso de prolongadas permanencias en colonias espaciales, por ejemplo. Esas instalaciones tendrían que ser acondicionadas con paredes lo suficientemente gruesas para facilitar por lo menos una protección igual a la que proporciona la atmósfera de la Tierra contra los rayos cósmicos.

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