A este propósito, Davis utilizó un gran depósito que contenía 378.000 litros (100.000 galones) de tetracloretileno, un líquido limpiador corriente, rico en átomos de cloro. Lo colocó en las profundidades de la mina de oro Homestake, en Lead, en Dakota del Sur, en donde quedaba 1,5 kilómetros (1 milla) de roca entre el depósito y la superficie. Toda aquella roca absorbería cualquier partícula procedente del espacio, excepto los neutrinos.
Sólo quedaba esperar que se formaran los átomos de argón. Si eran correctas las teorías aceptadas de lo que sucedía en el centro del Sol, en cada segundo se formarían un número determinado de neutrinos, de los cuales cierto número llegaría a la Tierra; entre éstos, cierto porcentaje pasaría por el depósito con el líquido limpiador, y entre este último, cierta proporción interactuaría con los átomos de cloro para formar un número determinado de átomos de argón. De las fluctuaciones en la proporción en que se formasen los átomos de argón, y otras propiedades generales y variaciones en la interacción, se podrían sacar conclusiones respecto a los acontecimientos en el centro del Sol.
Sin embargo, casi en seguida, Davis tuvo motivos para sorprenderse. Se descubrieron muy pocos neutrinos; muchos menos de los que se esperaba. Como máximo, únicamente se formó una sexta parte de la cifra que se preveía de átomos de argón.
Es evidente que las teorías astronómicas en cuanto a lo que sucede en el centro del Sol requieren una revisión. Sabemos menos de lo que suponíamos respecto a lo que ocurre en el interior del Sol. ¿Significa eso que se está preparando una catástrofe?
No podemos afirmarlo. Hasta donde hemos podido descubrir, el Sol ha sido suficientemente estable durante toda la historia de la vida para permitir que ésta continuase existiendo en el planeta. Teníamos una teoría que justificaba esa estabilidad. Ahora quizás habremos de modificar esa teoría, pero la teoría reformada tendrá que dar cuenta de la estabilidad. El Sol no se volverá inestable de repente sólo porque nosotros modifiquemos nuestra teoría.
Por tanto, resumiendo: una catástrofe de la segunda clase, que haga imposible la vida en la Tierra, llegará dentro de unos siete mil millones de años, pero tendremos aviso de ella con gran margen de tiempo.
Es posible que las catástrofes de segunda clase se produzcan antes de ese momento, inesperadamente, pero las posibilidades son tan mínimas que no sería sensato preocuparse demasiado por ello.
Al hablar anteriormente de la invasión en el Sistema Solar de objetos procedentes del espacio interestelar, me he concentrado en la posibilidad de que tales objetos afectaran al Sol, puesto que cualquier interferencia grave con la integridad de las propiedades solares forzosamente ha de producir un fatal efecto sobre nosotros.
Pero la Tierra es más sensible que el Sol si se produjera tal contratiempo. Un objeto interestelar, que cruzara el Sistema Solar, sería quizá demasiado pequeño para afectar de modo significativo al Sol, excepto en caso de colisión, y algunas veces, incluso chocando contra el Sol. Sin embargo, ese mismo objeto al invadir las proximidades de la Tierra, o al chocar con la Tierra, podría producir una catástrofe.
Por consiguiente, ha llegado el momento de considerar las catástrofes de tercera clase, aquellos posibles acontecimientos que afecten básicamente a la Tierra y la conviertan en inhabitable, aunque el universo, e incluso el resto del Sistema Solar, no sean afectados.
Consideremos, por ejemplo, el caso de un miniagujero negro invasora, de grandes dimensiones relativamente, digamos con una masa comparable a la de la Tierra. Semejante objeto, al no acertar en el Sol, no le causará daño, aunque ella misma, el miniagujero negro, quizá cambie drásticamente su órbita a causa del campo gravitacional del Sol
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Sin embargo, si ese objeto
rozara la
Tierra, podría causar efectos desastrosos, aún en el caso de no establecer contacto directo, tan sólo a causa de la influencia de su campo gravitacional sobre nosotros.
Teniendo en cuenta que la intensidad de un campo gravitacional varía con la distancia, el lado de la Tierra de cara al intruso sufrirá una mayor atracción que el lado opuesto. La Tierra sufrirá, en cierta medida, un impulso en dirección del intruso. En particular serán las aguas del océano las más afectadas por ese impulso. El océano se esforzará en los lados opuestos de la Tierra para acercarse al intruso y alejarse de él. Y a medida que la Tierra dé vueltas, los continentes pasarán por esos esfuerzos impulsivos. Dos veces cada día, el mar ascenderá por las orillas continentales para retroceder de nuevo más tarde.
El avance y el retroceso del mar (las «mareas») se experimentan actualmente en la Tierra como resultado de la influencia gravitacional de la Luna y, en menor proporción, del Sol. Por esta causa, todos los efectos producidos sobre un cuerpo por diferencias en influencia gravitacional son llamados «efectos de marea».
Los efectos de marea son mayores cuanto más grande es la masa del intruso y cuanto más cerca pase de la Tierra. Si un miniagujero negro invasor es lo bastante masivo y roza la Tierra a distancia relativamente próxima, podría interferir con la integridad de la estructura del planeta, producir grietas en su corteza, etc. Como es natural, un choque sería simplemente catastrófico.
Sin embargo un miniagujero negro de ese tamaño sería extraordinariamente raro, aunque pudiera existir, y hemos de tener presente, además, que la Tierra ofrece un blanco mucho más pequeño que el Sol. El área de corte transversal de la Tierra sólo llega a doce milésimas de la del Sol, de modo que la muy escasa probabilidad de un encuentro entre ese cuerpo y el Sol ha de disminuir en un factor de 12 milésimas para un encuentro cercano con la Tierra.
Los miniagujeros negros, si es que existen, alcanzarían probablemente un tamaño asteroidal. Un miniagujero negro asteroidal, con una masa que fuese, supongamos, de una millonésima parte de la de la Tierra, no ofrecería graves peligros por simple proximidad. Produciría unos efectos de marea insignificantes y el acontecimiento no nos pasaría inadvertido, en caso de producirse.
Sin embargo, el caso sería diferente si se tratara de un choque directo. Un agujero negro, por pequeño que fuese, se abriría camino adentrándose en la corteza de la Tierra. Naturalmente, absorbería materia, y las energías liberadas en el proceso se fundirían y licuarían y vaporizarían la materia frente a su camino. Podría abrirse todo el camino en redondo, en una línea curva (aunque, como es natural, sin pasar necesariamente por el centro) y emerger de la Tierra para continuar su camino por el espacio, camino que es lógico estaría alterado a causa del impulso gravitacional de la Tierra. Cuando emergiera sería más masivo de lo que era al penetrar. También se movería con más lentitud, pues, al pasar por entre los gases de la sustancia en vapor de la Tierra, hubiese encontrado cierta resistencia.
El cuerpo terrestre sanaría después que el miniagujero negro hubiese pasado por él en su camino. Los vapores se enfriarían y solidificarían y las presiones internas cerrarían el túnel. Sin embargo, los efectos en la superficie serían los de una enorme explosión, de hecho, dos explosiones, una en la zona por donde hubiese entrado el mini agujero negro, y otra en la zona por donde emergiera, con efectos devastadores (aunque no del todo catastróficos).
Naturalmente, cuanto menor fuese el miniagujero negro, tanto menores serían los efectos, excepto que, en cierta manera, uno pequeño sería mucho peor que una mayor. Un miniagujero negro pequeño tendría un
momentum
más bien bajo, gracias a su pequeña masa, y si además se moviera a una velocidad relativamente baja con relación u la Tierra, el proceso de abrirse paso perforando un túnel podría disminuir lo bastante corno para quedar imposibilitado de continuar para salir por el otro lado. En ese caso quedaría atrapado en la gravedad de la Tierra. Caería hacia el centro, que excedería, cayendo de nuevo y así sucesivamente, una y otra vez.
A causa de la rotación de la Tierra, el miniagujero negro no iría y vendría por el mismo camino, sino que trazaría una complicada red de caminos, que continuamente se agrandarían a su paso por la absorción de materia en cada pasada. Es probable, que quedara establecido en el centro, dejando tras sí una Tierra acribillada, con una zona horadada en el centro, hueco que lentamente seguiría aumentando. Si este proceso llegase a debilitar tanto la estructura de la Tierra como para provocar un colapso, se concentraría mayor cantidad de material en el agujero negro central, y, posiblemente, todo el planeta quedaría consumido.
El agujero negro consiguiente, con la masa de la Tierra, continuaría girando alrededor del Sol siguiendo la órbita terrestre. No produciría diferencia gravitacional alguna al Sol y a los otros planetas, incluso la Luna continuaría girando alrededor de un objeto diminuto, de 2 centímetros de diámetro (0,8 pulgadas), como si se tratara de una Tierra en su tamaño normal, lo que naturalmente sería desde el punto de vista de la masa.
Sin embargo, para nosotros representaría el fin del mundo, el epítome de una catástrofe de tercera clase. Y (en teoría) esto podría suceder mañana.
También, una pieza de antimateria demasiado pequeña para causar alteraciones en el Sol, aunque chocara con ese cuerpo, podría ser lo suficientemente grande para acarrear el caos a la Tierra. Al contrario del agujero negro, si tuviera una masa asteroidal, o menor, no se abriría paso a través del planeta. Sin embargo, abriría un cráter que podría destruir una ciudad, o un continente, según su tamaño. Fragmentos corrientes de materia de la variedad familiar que nos invadieran del espacio interestelar, naturalmente nos causarían un daño todavía menor.
La Tierra está protegida de estas catástrofes por invasión, por dos motivos:
Realmente, desconocemos si existen miniventanas negras y cuerpos antimateria.
Si estos objetos existen en realidad, el espacio tiene un volumen tan enorme, y la Tierra ofrece un blanco tan pequeño, que sería necesaria una caída extraordinaria de objetos dentro de las probabilidades casi imposibles, para que nos acertara de lleno o se acercara bastante. Naturalmente, esto se refiere también a objetos de materia ordinaria.
Por tanto, en conjunto, podemos dejar a un lado a los invasores del espacio interestelar, o a grandes invasores de cualquier tipo, considerando que no representan un daño perceptible para la Tierra
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Si tuviéramos que buscar proyectiles teledirigidos lanzados contra la Tierra no tendríamos que indagar en el espacio interestelar. Existen suficientes objetos sueltos dentro del propio Sistema Solar.
Gracias a los trabajos del astrónomo francés Pierre Simón Laplace (1749-1827), desde 1800 se sabe que el Sistema Solar es una estructura estable, siempre que se la deje por sí misma. (Ya
ha
permanecido así, hasta donde sabemos, durante los cinco mil millones de años de su existencia, y debería también continuar de la misma forma, hasta donde nos es permitido juzgar, por un período indefinido en el futuro.)
Por ejemplo, la Tierra no puede caer dentro del Sol. Para ello, necesitaría librarse de su enorme suministro de
momemtum
angular de revolución. Ese suministro no puede destruirse; ha de ser transferido, y no conocemos ningún mecanismo, aparte de la invasión de un cuerpo con tamaño planetario procedente del espacio interestelar que absorbiera el
momentum
angular de la Tierra, dejando a la Tierra inmóvil con respecto al Sol, y, por consiguiente, capaz de caer dentro de él.
Por la misma razón, ningún planeta puede caer en el Sol, ni satélite alguno puede caer sobre su planeta, y, especialmente, la Luna no puede caer sobre la Tierra. Y tampoco pueden los planetas alterar sus órbitas de modo que choquen unos contra otros
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Naturalmente, el Sistema Solar no siempre estuvo tan ordenado como ahora. Cuando los planetas se estaban formando, una nube de polvo y gas en coalescencia en los alrededores del Sol se condensaba en fragmentos de diversos tamaños. Los fragmentos mayores aumentaban a expensas de los menores hasta que quedaron formados grandes centros de tamaño planetario. Sin embargo, permanecieron algunos objetos más pequeños de tamaño considerable. Algunos de ellos se convirtieron en satélites, girando alrededor de los planetas en lo que vino a ser órbita estable. Otros chocaron con el planeta o los satélites, añadiendo los últimos pedazos a la masa de aquéllos.
Podemos contemplar las marcas de las colisiones finales con la Luna, por ejemplo, utilizando simplemente un buen par de prismáticos. En la Luna hay 30.000 cráteres con diámetros que van de uno hasta más de 200 kilómetros, cada uno de ellos constituye la marca de una colisión con un fragmento veloz de materia.
Las exploraciones de los cohetes nos han mostrado las superficies de otros mundos, y encontramos cráteres en Marte, en sus dos satélites, Fobos y Deimos, y en Mercurio. La superficie de Venus está cubierta de nubes y es difícil explorarla, pero allí también, sin duda alguna, hay cráteres. Hay cráteres incluso en Ganímedes y Calixto, dos de los satélites de Júpiter. ¿Por qué, en este caso, no tenemos cráteres de bombardeos en la Tierra?
¡Oh! ¡Pero existen! O, mejor dicho, existieron en otros tiempos. La Tierra presenta unas características de las que carecen otros mundos de su mismo tamaño. Tiene una atmósfera activa, de la que carecen la Luna, Mercurio y los satélites de Júpiter, y que Marte presenta en número muy pequeño solamente. Posee un voluminoso océano, para no hablar del hielo, la lluvia y el agua corriente, cosa que no tiene ningún otro, aunque en Marte hay hielo y pudo haber existido el agua corriente. Finalmente, la Tierra tiene vida, algo en lo que parece ser única en todo el Sistema Solar. Viento, agua y actividad de vida, todo sirve para erosionar características de superficie, y, puesto que los cráteres se formaron hace miles de millones de años, los de la Tierra ahora están ya borrados
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Dentro de los primeros miles de millones de años después de la formación del Sol, los diversos planetas y satélites habían dejado establecidas sus órbitas y tomado su forma presente. Sin embargo, el Sistema Solar no es enteramente claro todavía. Queda lo que podríamos llamar residuos planetarios, pequeños objetos que dan vueltas alrededor del Sol, demasiado pequeños para convertirse en planetas respetables, y, sin embargo, capaces de crear un caos considerable en el caso de chocar con un cuerpo mayor. Por ejemplo, existen los cometas.