Las amenazas de nuestro mundo (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

¿Cuánto puede acercarse a la Tierra uno de estos cuerpos rozadores? En noviembre de 1937, un asteroide al que se dio el nombre de Hermes fue observado a su paso al lado de la Tierra a una distancia no superior a los 800.000 kilómetros (500.000 millas), escasamente el doble de la distancia de la Luna. La órbita que se calculó demostraba que, si Hermes y la Tierra estuviesen en los puntos apropiados de su órbita, la aproximación podría llegar a ser hasta una distancia de 310.000 kilómetros (190.000 millas), y en ese momento Hermes estaría incluso más cerca de nosotros de lo que se halla la Luna. El pensamiento no resulta nada consolador, pues Hermes probablemente llega a tener un kilómetro de diámetro y una colisión con él causaría un daño enorme.

Sin embargo, no podemos estar seguros en cuanto a su órbita, pues Hermes no ha sido visto nunca más, lo que significa que la órbita calculada no era correcta o que Hermes sufrió una alteración en la misma. Si se le ve de nuevo, será tan sólo por accidente.

Como es natural, sin duda, existen algunos muchos más objetos que rozan la Tierra, de los que probablemente veamos con nuestros telescopios, ya que cualquier objeto que pase al lado de la Tierra, a una distancia cercana, lo hace con tanta rapidez que puede pasar fácilmente inadvertido. También, si se trataba de objetos muy pequeños (y, como en todos los casos, existen muchos más objetos rozadores de la Tierra pequeños que grandes) su luz sería muy débil en el mejor de los casos.

El astrónomo americano Fred Whipple (1911-) supone que existen por lo menos cien cuerpos que pasan rozando la Tierra mayores de 1,5 kilómetros de diámetro. De ello se concluye que probablemente pueden existir algunos millares de otros objetos que tengan de 1,5 a 0,1 kilómetros de diámetro.

El 10 de agosto de 1972, un rozador de la Tierra muy pequeño pasó por la atmósfera superior y durante su paso se calentó presentando un resplandor visible. En el punto más cercano estuvo a 50 kilómetros (30 millas) sobre el Sur de Montana. Se estimó que su diámetro era de 0,013 kilómetros (14 yardas).

En resumen, en las proximidades de la Tierra parece que abundan objetos que nadie había visto con anterioridad al siglo XX, los tamaños de los cuales oscilan desde el gran volumen de Eros hasta docenas de objetos del tamaño de montañas, millares de objetos del tamaño de grandes peñascos y miles de millones de objetos como guijarros. (Si queremos sumar los residuos cometarios, que se han mencionado anteriormente, existen muchos billones de objetos con el tamaño de una cabeza de alfiler, y menos todavía).

¿Puede la Tierra
cruzar
un espacio tan poblado sin sufrir ninguna colisión? Naturalmente, que no. Las colisiones son constantes.

Meteoritos

Casi siempre, los fragmentos de materia de tamaño suficiente para calentarse e inflamarse visiblemente con gran luminosidad al atravesar la atmósfera (en cuyo momento se llaman «meteoros»), se evaporan, quedando reducidos a polvo y vapor antes de llegar al suelo. Esto sucede siempre con los residuos cometarios.

Quizá la mayor «lluvia de meteoros» de los tiempos históricos ocurrió en 1833, cuando a los observadores del Este de los Estados Unidos los relámpagos les parecieron tan densos como copos de nieve, y los más simples creyeron que las estrellas estaban cayendo del cielo y que el mundo estaba a punto de acabar. Sin embargo, cuando la lluvia de meteoros terminó, todas las estrellas seguían brillando en el firmamento tan tranquilas como de costumbre. No faltaba ni una. Y lo que es más, ni uno solo de esos fragmentos resplandecientes de materia chocó contra el suelo como un objeto de medida apreciable. Si un fragmento de residuo que penetra en la atmósfera es lo suficientemente grande, su rápido paso por el aire no basta para evaporarlo por completo, y parte de él llega al suelo como un «meteorito». Tales objetos probablemente nunca tuvieron un origen cometario, pero son pequeños rozadores de la Tierra que se originaron en el cinturón de asteroides.

Quizá 5.500 meteoritos han caído en la superficie de la Tierra durante los tiempos históricos: una décima parte de ellos fueron de hierro y el resto de piedra.

Los meteoritos de piedra, a menos que se observen al caer, son difíciles de distinguir de las rocas ordinarias de la superficie de la Tierra para cualquiera que no sea un especialista en tales asuntos. Sin embargo, los meteoritos de hierro
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son más fáciles de observar, pues el hierro no se encuentra de forma natural en la Tierra.

Antes de que se supiera cómo obtener hierro fundiendo la mena de hierro, los meteoritos constituían una valiosa fuente de un metal superduro para puntas y filos de herramientas y armas, mucho más valioso que el oro, aunque menos bonito. Se buscaban tan asiduamente que en los tiempos modernos no se ha podido encontrar nunca ni un fragmento de meteorito de hierro en aquellas zonas en las que la civilización floreció antes del año 1500 a. de JC. Las culturas de los tiempos anteriores a la Edad de Hierro los encontraron y los utilizaron en su totalidad.

Sin embargo, los hallazgos de meteoritos no se relacionaron con los meteoros. ¿Por qué habían de conectarse? Un meteorito era, simplemente, un trozo de hierro encontrado en el suelo; un meteoro era un relámpago visto muy alto en el cielo
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; ¿por qué habría de existir ninguna conexión?

Aunque existen leyendas de objetos que caían de los cielos. La «piedra negra» de La Caaba, sagrada para los musulmanes, podría ser un meteorito que fue visto al caer. El objeto que se adoraba originariamente en el templo de Artemis, en Éfeso, pudo ser otro. Sin embargo, los científicos de los tiempos modernos rechazan estas historias, y consideran como superstición las leyendas de objetos que caían del cielo.

En 1807, un químico americano de Yale, Benjamín Silliman (1779-1864), y un colega suyo, informaron haber presenciado la caída de un meteorito. El presidente Thomas Jefferson, al oír el informe, declaró que era más fácil creer que dos profesores yanquis mintieran que el que las piedras cayesen del cielo. Sin embargo, la curiosidad científica se acrecentó con los informes repetidos, y aunque Jefferson fuese escéptico, el físico francés Jean Baptiste Biot (1774-1862) en 1803, ya había escrito un informe sobre meteoritos que llevaba a la aceptación de tales caídas como un auténtico fenómeno.

En su mayor parte, los meteoritos que han caído en zonas civilizadas han sido pequeños y no han causado un daño especial. Tan sólo hay un informe respecto a un ser humano golpeado por un meteorito, que se refiere a una mujer de Alabama que hace algunos años recibió un golpe de refilón que la magulló un muslo.

El mayor meteorito conocido hasta hoy se halla en el suelo de Namibia, en el Sudoeste de África. Su peso se estima en unas 66 toneladas. El mayor meteorito de hierro exhibido se encuentra en el Hayden Planetarium de Nueva York, y pesa unas 34 toneladas.

Los meteoritos, aun menores que los mencionados, podrían causar un daño considerable a las propiedades y matar a centenares, incluso millares de personas, si cayeran en una zona urbana de población densa. Sin embargo, ¿cuántas probabilidades hay de que algún día pudiera caer una gran lluvia? Allá arriba, en el espacio, hay en libertad algunas montañas bastante grandes, que podrían causarnos graves daños si cayeran sobre nosotros.

Podríamos decir que los objetos grandes que se hallan en el espacio (que son muchos menos que los objetos pequeños, naturalmente) se hallan en órbitas que no se interponen en la de la Tierra y nunca se acercan a nosotros. Esto explicaría por qué antes de ahora no hemos sido golpeados realmente, y por tanto, por qué no debemos temer un golpe serio para el futuro.

Sin embargo, este argumento no es tranquilizador por dos razones. En primer lugar, aunque los objetos meteóricos grandes tengan órbitas que no se cruzan con la nuestra, futuras perturbaciones pueden alterar esas órbitas y colocar el objeto en un curso de colisión potencial. En segundo lugar, se han producido unas caídas importantes; digamos que lo suficientemente grandes para destruir una ciudad. Y si no han sucedido en realidad en tiempos históricos, no han caído mucho antes, geológicamente hablando.

No es fácil obtener pruebas de estas caídas. Imaginemos un enorme golpe que hubiera ocurrido hace algunos cientos de millares de años. Es probable que el meteorito se hubiese hundido profundamente en el suelo de donde no hubiera podido recuperarse con facilidad para ser estudiado. Hubiera abierto un gran cráter, claro está, pero la acción del viento, el agua y la vida lo hubieran alisado por completo en unos cuantos millares de años.

A pesar de ello, se han descubierto señales de formaciones circulares, algunas veces llenas de agua, total o parcialmente, con facilidad visibles desde el aire. Su redondez, combinada con las diferencias evidentes de las formaciones que le rodean, justifican la sospecha de que allí existe un «cráter fósil» y una observación más próxima podría confirmarlo. En diversos puntos de la Tierra se han llegado a localizar unos veinte de tales cráteres fósiles, todos ellos formados probablemente dentro el último millón de años.

El mayor cráter fósil definitivamente identificado es el cráter Ungava-Quebec, en la península de Ungava, que ocupa la parte más septentrional de la provincia canadiense de Quebec. Fue descubierto en 1950 por Fred W. Chubb, un explorador canadiense (de modo que algunas veces es conocido como el cráter Chubb), por medio de fotografías aéreas que mostraban la existencia de un lago circular rodeado por otros lagos circulares, de menor tamaño. El cráter tiene 3,34 kilómetros (2,07 millas) de diámetro y 0,361 kilómetros (401 pies) de profundidad. La orilla del lago se alza 0,1 kilómetro (330 pies) por encima de la campiña que la rodea.

Es evidente que si se repitiera un golpe como éste, y un cuerpo meteórico semejante cayera sobre Manhattan, destruiría toda la isla, causaría graves daños en las cercanas Long Island y New Jersey y mataría varios millones de personas.

Cerca de la ciudad de Winslow, en Arizona, existe un cráter menor, pero mucho mejor conservado. En esa zona seca no ha habido agua y poca vida para causar erosión en el cráter. Sigue pareciendo reciente, y se asemeja de manera notable como un primo segundo al tipo de cráter que observamos en la Luna.

Se descubrió en 1891, pero la primera persona que insistió en que el cráter era el resultado de un impacto meteorítico, y no un volcán extinguido, fue Daniel Moreau Barringer, en 1902. Por tanto, se conoce como el «Gran Cráter Meteorítico de Barringer», y algunas veces, simplemente, como «Cráter del Meteoro».

El «Cráter del Meteoro» tiene un diámetro de 1,2 kilómetros (0,75 millas) y una profundidad de unos 0,18 kilómetros (600 pies). Su borde se eleva unos 0,060 kilómetros (200 pies) por encima de la Tierra que le rodea. Es posible que el cráter se formase hace unos 50.000 años, pero algunos estiman un tiempo más corto de 5.000 años. Algunas personas calculan que el peso del meteorito que produjo el cráter debía de ser de unas 12.000 toneladas y otras lo calculan en 1,2 millones de toneladas. Esto significa que el meteorito pudo ser de 0,075 a 0,306 kilómetros (de 250 a 1,200 pies) de diámetro.

Pero todo esto pertenece al pasado. ¿Qué podemos esperar para el futuro? El astrónomo Ernst Öpick estima que cualquier objeto que rozara la Tierra debería viajar por su órbita durante un promedio de 100 millones de años antes de chocar con nuestro planeta. Si suponemos que existen dos mil objetos semejantes suficientemente grandes para arrasar una ciudad, o mucho peor, en caso de chocar, en este caso el intervalo de tiempo medio entre tales catástrofes únicamente es de 50.000 años.

¿Cuáles son las posibilidades de que choque contra un blanco determinado, por ejemplo, la ciudad de Nueva York? El área de la ciudad de Nueva York representa 1,5 millonésimas del área de la Tierra. Esto significa que el intervalo medio entre las colisiones que podrían destruir la ciudad de Nueva York, es de unos treinta y tres mil millones de años. Si contamos con que el área total de las ciudades más pobladas de la Tierra es de cien veces el área de Nueva York, el intervalo medio entre las colisiones destructoras de ciudades terrestres es de trescientos treinta millones de años.

No es un problema que deba preocuparnos, por lo que no es sorprendente que en los registros escritos de la civilización humana (que data únicamente de hace cinco mil años) no exista una descripción clara de una ciudad destruida por un meteorito caído sobre ella
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.

No es necesaria la caída directa de un gran meteorito sobre una ciudad para que ésta sufra daños considerables. Si cayera en el mar, según todas las probabilidades así podría suceder siete veces de cada diez, provocaría una marejada que asolaría las costas, ahogando a la gente y destruyendo la obra del hombre. Si el promedio de tiempo entre dos colisiones es de 50.000 años, el promedio de las marejadas producidas por la caída de un meteorito sería de 71.000 años.

Naturalmente, lo peor de todo ello es que, por ahora, no contamos con ninguna posibilidad de que recibamos aviso previo con respecto a la colisión de un meteoro. El objeto que colisionaría con la Tierra sería lo bastante pequeño y se movería con suficiente rapidez para alcanzar la atmósfera terrestre sin ser visto. Cuando comenzara a brillar, sólo transcurrirían escasos minutos antes del choque.

Aunque la catástrofe del choque de un gran meteoro es más improbable que cualquiera de los otros cataclismos que he mencionado hasta aquí, se diferencia de ellos de dos maneras. En primer lugar, aunque puede ser desastroso y causar un daño incalculable, no es catastrófico en el sentido que lo sería la conversión del Sol en gigante rojo. Un meteorito no podrá destruir la Tierra probablemente, ni barrer de ella a la Humanidad, ni tan sólo hacer que se tambalee nuestra civilización. En segundo lugar, es posible que no pase mucho tiempo sin que este tipo especial de desastre pueda ser evitado por completo, incluso mucho antes de que se produzca el primer golpe desastroso del futuro.

Estamos avanzando en el espacio y dentro de este mismo siglo pueden haberse establecido en la Luna y alrededor de la Tierra complejos observatorios astronómicos. Sin una atmósfera que se interponga, los astrónomos de tales observatorios tendrán más probabilidades de percibir cuerpos que rocen con la Tierra. Podrán vigilar esos cuerpos peligrosos más de cerca y calcular con más minuciosidad sus órbitas. En esto se incluyen aquellos cuerpos rozadores de la Tierra demasiado pequeños para ser vistos desde la superficie terrestre, pero suficientemente grandes para destruir una ciudad, y que, a causa de su gran número, son mucho más peligrosos que los auténticos gigantes.

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