Las amenazas de nuestro mundo (45 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

Resumiendo, los seres humanos inevitablemente alcanzan el punto de hacer la guerra, no porque nuestra especie sea más violenta y maligna que otras especies, sino porque es más inteligente.

Como es natural, mientras los seres humanos tenían que luchar únicamente con uñas, puños, piernas y dientes, pocos resultados mortales podían esperarse. Todo lo más que podía causarse eran cardenales y arañazos, y esa lucha podía ser considerada, en cierto modo, como un ejercicio sano.

Lo malo fue que cuando los seres humanos llegaron a un nivel de inteligencia suficiente para planear la lucha con la ayuda de la memoria y la previsión, habían desarrollado la capacidad de utilizar herramientas. Cuando los guerreros comenzaron a usar garrotes, manejar hachas de piedra, arrojar lanzas con la punta de piedra y disparar flechas con la punta del mismo material, las batallas inexorablemente fueron más sangrientas. El desarrollo de la metalurgia empeoró todavía más la situación sustituyendo la piedra por el bronce, más duro y resistente, y más tarde por el hierro, que es todavía más duro y resistente.

Mientras la Humanidad consistió en grupos errantes en busca de comida, o cazadores, los conflictos seguramente debieron de ser breves, hasta que uno de los bandos abandonaba la lucha y huía al ver que los daños eran inaceptablemente altos. Tampoco había la intención de una conquista permanente, pues no valía la pena conquistar el suelo. Ningún grupo de seres humanos podía permanecer mucho tiempo en un lugar; era necesario vagar sin descanso en busca de nuevas fuentes de alimento, relativamente intactas.

Por último, se produjo un cambio fundamental, ya en el año 7000 a. de JC cuando los glaciares de la última era glacial retrocedían firmemente y los seres humanos usaban todavía la piedra para sus herramientas. En esa época, en varios lugares del Oriente Medio (y, probablemente, también en otras partes), los seres humanos aprendieron a conservar la comida para su futura utilización e incluso a prepararse para la creación futura de su alimento.

Lo consiguieron al domesticar y cuidar de rebaños de animales, como corderos, cabras, cerdos, ganado aves de corral, utilizándolos para la obtención de lana, leche, huevos, y, naturalmente, carne. Manejados de manera adecuada, no podían fallar, pues se podía confiar en que los animales procrearan y se remplazaran, en una proporción, si era necesario, mayor a la de su consumo. De esta manera, los alimentos no comestibles, o de sabor desagradable para los seres humanos, podían ser aprovechados para alimentar a los animales, los cuales, en sí mismos, por lo menos en potencia, constituían un alimento deseable.

El desarrollo de la agricultura fue más importante todavía; la siembra deliberada de cereales, vegetales y árboles frutales. Esto permitió que determinadas variedades de alimentos se cultivaran en mayor cantidad que la existente en la Naturaleza.

El resultado del desarrollo del pastoreo y la agricultura hizo que los seres humanos pudieran soportar una densidad de población superior a la que hasta entonces había existido. En algunas regiones en donde se registró este progreso, tuvo lugar una explosión demográfica.

Un segundo resultado fue que las sociedades se convirtieron en estáticas. Los rebaños no podían trasladarse tan fácilmente como las tribus humanas hacían en su búsqueda, pero la agricultura constituyó el punto crucial. Las granjas no podían trasplantarse de ningún modo. La propiedad y la tierra fueron importantes, y la importancia del
status
social, basado en la acumulación de posesiones aumentó de manera notable.

Un tercer resultado fue la creciente necesidad de colaboración y el desarrollo de la especialización. Una tribu cazadora es autosuficiente y su grado de especialización es bajo. Una comunidad granjera puede verse obligada a desarrollar y mantener canales para el riego, y levantar cercas para evitar que el ganado se disperse o sea robado por depredadores (humanos o animales). El labrador o el pastor tiene poco tiempo para dedicarlo a otras actividades, pero puede trocar su trabajo por alimento y otras necesidades.

Por desgracia, la colaboración no está basada en razones de buena voluntad, y algunas actividades son más duras y menos deseables que otras. El modo más fácil de solucionar este problema es que un grupo de seres humanos se lance contra otro, y matando algunos del grupo obligue al resto a llevar a cabo el trabajo desagradable. Los vencidos no pueden huir fácilmente, sujetos a granjas y rebaños.

Enfrentados con la posible amenaza constante de un ataque por parte de las otras comunidades, los granjeros y los pastores comenzaron a agruparse y amurallarse para protegerse. La aparición de estas ciudades amuralladas marca el principio de la «civilización», vocablo derivado de una palabra latina que significa «habitante de la ciudad».

Hacia el año 3500 a. de JC, las ciudades se han convertido en complejas organizaciones sociales, que albergaban a mucha gente ajena a las labores de la granja o del pastoreo, pero realizando tareas necesarias para los granjeros o pastores, ya sea como soldados profesionales, como artesanos o artistas, o como administradores. Por aquel entonces, estaba introduciéndose ya el uso de los metales, y muy pronto, después del 3000 a. de JC, se desarrolló la escritura en el Oriente Medio. Consistía en un sistema de símbolos organizado que registraba la información para un largo tiempo con menores posibilidades de que los hechos quedasen distorsionados como podía suceder con la memoria únicamente. Con la escritura se inició el período histórico.

Cuando las ciudades se habían desarrollado, cada una de ellas controlando un territorio circundante dedicado a la agricultura y al pastoreo (el «estado-ciudad»), las guerras de conquista se organizaron mejor, y fueron más mortíferas e inevitables.

Los primeros estados-ciudad se construyeron en las riberas de los ríos. El río ofrecía un camino fácil de comunicación para el comercio y una fuente de agua para los procesos de riego que aseguraban la agricultura. Cuando diferentes estados-ciudad controlaban pequeños trechos de un mismo río, surgían siempre sospechas y a menudo una hostilidad declarada, que obstaculizaban el aprovechamiento del río tanto para la comunicación como para la irrigación. Evidentemente, era necesario, para el beneficio común, que el río estuviese bajo el control de una sola unidad política.

El problema radicaba en cuál sería el estado-ciudad que debía dominar, pues el concepto de una unión federal, en el que todos sus componentes compartiesen las decisiones, nunca se le ocurrió a nadie, según lo que sabemos y probablemente no hubiera sido un sistema práctico de procedimiento en aquella época. La decisión de señalar cuál seria el estado-ciudad dominante quedaba normalmente al azar de una guerra.

El primero que nosotros conozcamos por su nombre, gobernante de una buena porción del curso del río, como resultado de una historia previa de lo que podría ser una conquista militar, es el monarca egipcio Narmer (conocido como Menes en las últimas crónicas griegas). Narmer fundó la Primera Dinastía aproximadamente el 2850 a. de JC y gobernó, sobre todo, el bajo valle del Nilo. No disponemos de una narración de las circunstancias de sus conquistas, y cabe en lo posible que ese gobierno unificado sea el resultado, probablemente, de una herencia o de la diplomacia.

El primer conquistador indudable, el primer hombre que se hizo con el poder y en una sucesión de batallas estableció su gobierno en una gran área, fue Sargón, de la ciudad sumeria Agade. Subió al poder aproximadamente el 2334 a. de JC y antes de su muerte, el 2305 a. de JC, había logrado el dominio de todo el valle del Tigris-Eufrates. Dado el hecho de que los seres humanos siempre han admirado y valorado la habilidad en ganar batallas, este conquistador ha sido conocido, a menudo, como Sargón
el Grande.
Por el año 2500 a. de JC, la civilización ya estaba bien establecida en cuatro valles fluviales de África y Asia; los del Nilo, en Egipto; del Tigris-Éufrates, en Irak; del Indo, en Pakistán, y del Huang-Ho, en China.

Desde esos puntos, por medio de conquistas y del comercio, la zona de civilización fue ampliándose sin cesar y en el año 200 d. de JC se extendía desde el océano Atlántico al Pacífico, de manera casi ininterrumpida del oeste al este a lo largo de las orillas norte y sur del Mediterráneo y a través del Asia Meridional y Oriental. Esto representa una longitud este-oeste de unos 13.000 kilómetros (8.000 millas) y una anchura de norte a sur de 800 a 1.600 kilómetros (de 500 a 1.000 millas). El área total ocupada por la civilización puede haber sido, en este tiempo, de unos diez millones de kilómetros cuadrados (4 millones de millas cuadradas) o aproximadamente 1/12 del área terrestre del planeta.

Además, las unidades políticas con el tiempo tendían a aumentar a medida que los seres humanos avanzaban en tecnología y estaban más capacitados para trasladarse, ellos y las mercancías, a distancias cada vez mayores. En el año 200 d. de JC, la parte civilizada del mundo se dividió en cuatro grandes unidades del mismo tamaño aproximadamente.

En el lejano oeste, rodeando el mar Mediterráneo, estaba el Imperio Romano. En el año 116 d. de JC, alcanzó su mayor extensión física y todavía en el año 400 seguía virtualmente intacto. Al este del Imperio Romano, y extendiéndose por lo que ahora es Irak, Irán y Afganistán, se hallaba el Imperio Neopersa, que en el año 226 se fortaleció con la llegada al poder de Ardashir I, fundador de la dinastía Sasánida. Persia logró su mayor prosperidad bajo Cosroes I, aproximadamente el 550, y hacia el año 620, bajo Cosroes II, fue cuando tuvo su mayor territorio durante un tiempo muy breve.

Al sudeste de Asia se hallaba la India, que casi se había unido bajo Asoka, hacia el año 250 a. de JC y que conoció de nuevo un período de esplendor bajo la dinastía Gupta, que comenzó a gobernar en el año 320. Finalmente, al este de la India se extendía China, floreciente bajo la dinastía Han, aproximadamente durante los años 200 a. de JC al 200 d. de JC.

Los bárbaros

Las antiguas guerras entre las ciudades-estado y los imperios provocadas por su agrupamiento en alguna de las regiones dominantes, nunca llegaron a amenazar con una catástrofe. Nunca existió la cuestión de una eliminación total de la especie humana, pues, aun con la peor voluntad del mundo, la Humanidad en aquellos tiempos no tenía poder suficiente para ello.

Resultaba mucho más probable que la destrucción más o menos deliberada de las penosas acumulaciones de los frutos de la civilización, pudiera acabar con aquel aspecto de la aventura humana. (Esto constituiría una catástrofe de quinta clase, cuyo tema ocupará la última parte del libio.)

Sin embargo, mientras la lucha tenía lugar entre dos regiones civilizadas, no era de temer que, como consecuencia, se produjera la destrucción de la civilización en general, por lo menos, no en aquel entonces con el poder de que disponía la Humanidad civilizada.

El propósito de la guerra era aumentar el poder y la prosperidad del vencedor que fijaba un tributo a recibir del vencido. Para que el conquistador recibiera ese tributo, era necesario que el conquistado se quedara con una parte suficiente que le permitiera hacer frente a la carga. No era provechoso destruir más allá del límite para dar una lección al vencido.

Naturalmente, cuando el conquistado sobrevive para dar testimonio, sus quejas por la crueldad y la rapacidad del conquistador son fuertes, y, sin duda, también justificadas, pero los vencidos sobrevivían para quejarse, y con frecuencia, sobrevivían con bastante fuerza para poder arrojar al conquistador y convertirse a su vez en vencedores (tan crueles y rapaces como el anterior).

Así, en conjunto, el área de la civilización aumentaba continuamente, que es la mejor indicación de que las guerras, a pesar de ser crueles e injustas para los individuos, no amenazaban con poner fin a una civilización. Podríamos afirmar, en verdad, que los ejércitos en marcha y el efecto no intencionado al margen de sus actividades, propagaba la civilización; y el estímulo de las necesidades producto de la guerra aceleraba las innovaciones y activaba el progreso de la tecnología humana.

Sin embargo, existía otro tipo de arte militar que era más peligroso. En los tiempos antiguos cada región civilizada estaba rodeada por áreas menos avanzadas cuyos habitantes han sido llamados «bárbaros». (La palabra es de origen griego y se refiere únicamente al hecho de que los extranjeros hablaban con sonidos incomprensibles, cuya fonética a los griegos les parecía como «bar-bar-bar». Los griegos llamaron bárbaros a cualquier otra civilización que no fuese la suya. La palabra ha venido a significar gente incivilizada, sin embargo, con una fuerte connotación de crueldad bestial.) Los bárbaros solían ser «nómadas» (de un vocablo griego que significa «ir errante»). Sus posesiones eran escasas y consistían principalmente en rebaños de animales, con los que viajaban de un terreno a otro cuando las estaciones cambiaban. Sus normas de vida parecían primitivas y pobres comparadas con los hábitos de la ciudad; y, naturalmente, carecían de los atractivos culturales de la civilización.

En comparación, las regiones civilizadas eran ricas con su acumulación de comida y mercancías. Esa acumulación representaba una tentación para los bárbaros que no veían mal alguno en apoderarse de ella, si podían. A menudo, no les era posible. Las regiones civilizadas estaban organizadas, y eran populosas. Sus ciudades se encontraban amuralladas para defenderse y normalmente sabían mucho más el arte de la guerra. Con un gobierno fuerte, solían mantener a raya a los bárbaros.

Por otro lado, las gentes civilizadas, habiéndose afincado, solían permanecer inmóviles en sus ciudades, mientras que los bárbaros gozaban de movilidad. Podían efectuar incursiones con sus camellos o a caballo, retirándose para volver a la carga a los pocos días. Las victorias contra los bárbaros no eran dignas de mención, y nunca (hasta los tiempos relativamente modernos), decisivas.

Además, muchas de esas poblaciones civilizadas no estaban preparadas para la guerra. La buena vida, al estilo de los pueblos civilizados, con frecuencia provoca cierta falta de tolerancia para las tareas arriesgadas e incómodas del soldado. Esto significa que no se podía contar con una gran mayoría de esas personas civilizadas. Una partida relativamente pequeña de bárbaros podía encontrar en la población de una ciudad, poco más que víctimas indefensas, si el ejército civilizado, por alguna razón determinada, fuese derrotado.

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