Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (94 page)

—¡Me ama! ¡Me ama! Dígamelo otra vez... No me canso de oírlo.

La miró sin decir nada y ella vio en ese silencio una nueva declaración.

—¡Oh! Bruno, haré todo lo que quiera... Todo para consolarle, para devolverle su orgullo de hombre. Trabajaré, haré la casa, haré la calle, seré aguadora, trapecista, acróbata, tragafuegos, seré la escalera que le subirá a la gloria, el felpudo donde pueda limpiar sus pies alados, su humilde servidora, seré lo que usted quiera... ¡Hable! Le obedeceré...

¡Diablos!, pensó Chaval. ¡La solterona se embala enseguida! Un gruñido sordo escapó de su pecho.

—¿Piensa realmente lo que dice, amada mía?

—Lo pienso y me comprometo a honrarle el resto de mi vida como esposa fiel y devota...

Bruno Chaval se sobresaltó al escuchar la palabra «esposa». Ay, ay, ay. ¿Qué me está contando? Creo que va demasiado aprisa... ¿En qué lío me estoy metiendo? Hay que echar el freno.

No encontró el freno y la Trompeta, enfervorizada, ardiente, le devoró con los ojos durante toda la velada dejando de lado la ensalada provenzal y el estofado de buey.

Cuando se levantaron y abandonaron La Butte en Vigne se pegó a él en la primera farola, inclinó hacia atrás su cuello fofo, ofreció su boca arrugada. El vino español había surtido efecto, superando cualquier esperanza de Chaval.

—Ven, ven —susurró ella envolviéndole con sus brazos ávidos—. Llévame hasta mi lecho y olvidemos el instante, olvidémoslo todo... Quiero vibrar bajo tus caricias... Quiero adorar cada centímetro cuadrado de tu piel y marcarte con mi humedad ardiente.

Él la acompañó, aterrorizado, hasta la calle Pali-Kao.

Ella ya no se tenía en pie y divagaba.

Gimió débilmente cuando él quiso soltarse. Apoyó el cuerpo contra el suyo. Protestó no me dejes, penétrame, y volvió a gemir cayendo sobre él como una ventosa blanda. Él intentó debatirse. Ella le agarró y balbuceó a su oído...

Deslízate dentro de mí, penetra mi cuerpo de virgen que te espera, hazme gemir, hazme temblar, arponea mi intimidad con tu dardo ardiente...

Anudó el cuerpo alrededor del suyo, se frotó contra él, gruñó, lanzó gritos, suspiros, se retorció. Él no sabía qué hacer con ese cuerpo en celo que se derrumbaba sobre él. Pensó en el cajón, en la llave, se dijo que necesitaba clavarla al poste de una vez por todas, para que olvidase definitivamente el episodio del cajón violado.

La siguió hasta su casa, la tumbó en la cama, apagó la luz, le aplastó una almohada sobre la cara y, con un golpe de pelvis, sin pensar ni un solo instante que todavía era virgen, abrió entre sus riñones un pasaje prohibido...

Pensó en la llave, pensó en el dinero, pensó en el 100% que pronto sería para él, pensó en el descapotable Mercedes gris ahumado, en los asientos rojos, en las braguitas de las chicas que se frotarían en ellos... Se dijo que no era un precio caro dar unos buenos envites furiosos dentro de una solterona que se debatía bajo la almohada.

Volvió a ser el hombre fatal, el hombre brutal, lleno de arrogancia y de impulso, vibrante como una ballesta cargada, que era antaño...

Antes de que la incandescente Hortense viniese a robar el fuego entre sus piernas...

Apenas evocado el nombre de su amada, su miembro se contrajo, se volvió blando, flácido, y se quedó colgando lamentablemente entre los muslos de la Trompeta que, tumbada bajo el cojín, jadeaba de placer y tuteaba a Dios...

* * *

Hortense Cortès hacía las maletas. Dejaba Londres.

Hortense Cortès tocaba el cielo y no tenía límites.

Hortense Cortès medía exactamente el aire que desplazaba y se embriagaba con su estela.

Hortense Cortès ya sólo hablaba de ella en tercera persona.

Terminaba el mes de junio, la escuela cerraba, había firmado el contrato con Banana Republic. Nicholas había interpretado a la perfección su papel de agente. Había conseguido un contrato grandioso: cinco mil dólares a la semana, un apartamento en Central Park South, en un edificio con portero y ventanas con vistas al parque, y un compromiso de dos meses a renovar si le apetecía.

Empezaría el 8 de julio. A las diez de la mañana. En el 107 E de la calle 42, al lado de Grand Central y de Park Avenue.

Tenía ganas de cantar, de tocar la guitarra eléctrica, de caminar descalza sobre una alfombra roja, de bailar una melodía de Cole Porter, de protegerse bajo una sombrilla agujereada, de hundir los dedos en una caja de bombones, de poner un pellizco de sal sobre la cola de un pájaro multicolor, de adoptar peces rojos, de aprender japonés...

Y antes de marcharse a Nueva York, Nueva York, volvería a París. París...

El tiempo de besar a su madre y a su hermana, de dar un paseo por sus calles, de sentarse en las terrazas de los cafés, de observar a los paseantes y apropiarse de mil detalles que desarrollaría una vez instalada en los despachos de Banana Republic, en Manhattan. No hay ninguna ciudad en el mundo donde las chicas tengan tanta inventiva, tanto olfato y tanta elegancia como en París. Robaría una distinción, una silueta, grabaría mil imágenes y volaría, rebosante de ideas, a Nueva York.

Cantaba mientras hacía la maleta, sin quitarle el ojo al móvil.

Había pagado, generosamente, dos meses de alquiler por adelantado al ayatolá y le había anunciado que se marchaba. Que dejaba la casa. Le había tocado el gordo... Mírame bien, hombre vano y minúsculo, porque ya no me verás más. ¡Nunca más! Me verás en las columnas de los periódicos, pero eso será todo. No volverás a perseguirme con facturas impagadas, cálculos mezquinos y tu libido de enano. Él había palidecido y balbuceado ¿me dejas? Ella había silbado sí, sí..., ya no podrás jugar con mi teléfono y borrar mis mensajes, ¡te vas a aburrir! Él había protestado, había jurado por lo más sagrado que nunca habría osado hacer eso. Me crees, Hortense, me crees, ¿verdad? Parecía sincero...

—Entonces, si no fuiste tú, ¿quién fue?

—No lo sé, pero no fui yo...

—«¡Si no fuiste tú, fue tu hermano!». —Hortense parafraseó una fábula de La Fontaine. ¿El Granulado? ¿La Bola apestosa? ¿El otro tarado y sus platos de queso con espaguetis? De todas formas, ¡me trae completamente sin cuidado! Tatachán, me largo de aquí y no volveré a verte. Ni a ti ni a los demás...

—Pero ¿dónde vas a vivir?

—¡En cualquier sitio donde no estés!

—Te quiero, Hortense, me gustaría tanto que te fijases en mí...

—Es curioso, por mucho que me queme la vista mirando, no te veo...

—¿Así que no sientes nada por mí?

—Un asco inmenso por tu mentalidad de rata...

Y como él intentó de nuevo retenerla, como le prometió no volver a molestarla con la
council tax
, el gas, la electricidad, los espaguetis con queso, ella cerró la cremallera de su enorme bolso y le empujó fuera de su habitación.

Desembarcó en la estación del Norte, cogió un taxi y ofreció una propina de diez euros al taxista para que le llevase las maletas hasta el ascensor. El dinero le quemaba en las manos. ¡Cinco mil dólares a la semana! ¡Veinte mil al mes! ¡Cuarenta mil en dos meses! Y si hago maravillas ¡pediré el doble, el triple! ¡Soy la reina del mundo y más feliz que una perdiz!

Tocó el timbre con dedo triunfante. Su madre vino a abrirle. Tuvo ganas de besarla y la besó.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Si supieras lo que me pasa!

Extendió los brazos, dio vueltas y vueltas, se dejó caer en el sofá rojo.

Se lo contó.

Se lo contó a Joséphine...

Se lo contó a Zoé...

Se lo contó a Josiane y Junior cuando fue a visitarles.

Junior la había llamado:

—Hortense, es urgente, tengo que verte. ¡Te necesito!

—¿Me necesitas, Miguita?

—Sí... Ven a cenar a casa, esta noche. Y ven sola... ¡Se trata de una conspiración!

—¡Una conspiración!


Yes, Milady!
Y no lo olvides
, I’m a brain...

—I’m a brain, too...

Encontró a Josiane y a Junior sentados a la mesa de la cocina, los ceños fruncidos y cara de enfadados. Marcel aún no había vuelto del trabajo.

—Vuelve cada vez más tarde —suspiró Josiane—. Y está hasta arriba de preocupaciones...

Besó a Josiane y depositó un beso sobre el pelo rojo de Junior... ¿Sabías que Vivaldi también tenía el pelo rojo, Miguita?

Él no respondió.

El asunto era pues importante.

Se sentó y escuchó.

—Bueno —empezó Junior, vestido como un duque inglés en su castillo de Sussex, el pelo aplastado, la raya bien dibujada y una pajarita que le ocultaba el mentón—. Tenemos muchas razones para pensar, madre y yo, que hay un complot contra mi padre...

Relató la entrevista en el Royal Pereire con Chaval, la lectura de las circunvoluciones de su cerebro, el descubrimiento de esos fonemas: «Henriette», «claves secretas», «robo», «cuentas bancarias», «trompeta», «Hortense», «chilaba»...

—Por lo que se refiere a tu presencia en el córtex de tan innoble individuo, te perdono... No mencionaré en qué forma figuras allí para no ofenderte, pero debo confesar que no es muy halagadora y puedo jurarte que, en mi propio cerebro, apareces mucho mejor ilustrada...

—Gracias, Miguita...

—Mamá me ha contado tu historia con Chaval. Considero que es un error de juventud...

—Yo era muy joven, en efecto.

—Por lo que se refiere al resto, estamos perplejos y necesitamos de ti...

—No entiendo nada de lo que me cuentas —dijo Hortense—. ¿Quieres decir que lees en el cerebro de la gente?

—Sí. No es fácil, pero lo consigo. Haciendo un esfuerzo terrible. Todos emitimos frecuencias, todos tenemos un transistor en la cabeza. No lo utilizamos porque ignoramos los poderes maravillosos de nuestro cerebro... Basta pues con que mis frecuencias se conecten con las frecuencias de Chaval para que yo penetre en su cabeza y lea sus pensamientos...

—Comprendo —murmuró Hortense—. Oye, esta cosa puede ser de mucha utilidad...

—No es ninguna cosa, es un fenómeno físico, científico...

—Discúlpame...

—Entre mamá y yo hemos reconstruido los trozos del puzle entrevisto en el cerebro de Chaval y esto es lo que hemos descifrado: Chaval y Henriette han robado las claves secretas de las cuentas bancarias de padre y quieren desvalijarle... Eso tiene sentido, ¿verdad?

—Sí... —reconoció Hortense—. ¿Estás seguro de que Henriette conspira?

—Más que seguro...

—Y sin embargo no le falta de nada... Marcel se mostró muy generoso en el divorcio.

—El avaro nunca tiene bastante, Hortense, entiéndelo bien... El avaro ama su oro, no el uso que hace de él. Lo ama como a una persona viva y cálida. Y además ella está devorada por un odio que la vuelve insaciable. Lo lamento mucho, ¿sabes?, no me gusta ver un alma humana tan negra... Así pues, hemos de impedir ese robo...

—Cambiando las claves...

—¡Por supuesto! Es lo primero que hemos pensado nosotros, también...

Alzó los hombros, decepcionado por el comentario de Hortense...

—Pero no es suficiente —prosiguió—. Debemos erradicar el mal en el origen y saber cómo Chaval y Henriette se han procurado esos códigos. Tenemos una idea, por supuesto, pero necesitamos verificarla... Y ahí es donde entras tú.

—¿Y cuál es esa idea?

—Hay una mujer que trabaja en la empresa de papá, que es directora contable y que se llama Denise Trompet...

—De ahí la trompeta —dijo Hortense.

—¡Ah! ¡Asciendes en mi estima! Pensamos que la trompeta y Denise Trompet son lo mismo. Pero justamente... ¿Qué hace Denise Trompet en un asunto turbio? Mamá la conoce muy bien y asegura que es la mujer más honesta del mundo... Además, profesa una devoción auténtica por mi padre. ¿Ha sido manipulada? ¿Henriette y Chaval han actuado a sus espaldas? ¿O con su complicidad? Ésa es la pieza del puzle que nos falta...

—No puedo acusarla si es inocente —dijo Josiane, los brazos cruzados sobre el pecho—. Sería terrible. Y me cuesta imaginar a Denise Trompet tramando una estafa. Es una mujer fiel, escrupulosa y de una conciencia profesional irreprochable. Trabaja desde hace veinte años en la empresa y no ha cometido ni una sola falta. Su contabilidad es un modelo de claridad. Marcel se apoya totalmente en ella... Sin embargo, en la cabeza de Chaval existe efectivamente una trompeta... Junior la ha visto. Y sólo puede ser ella...

—Es asombroso ese don —dijo Hortense mirando fijamente a Junior—. Me dejas de piedra, eres un genio, un virtuoso... ¡Me inclino, querido maestro!

Junior enrojeció y su cara se cubrió de manchas. Reprimió las ganas de rascarse. Acababa de pasar de ser Miguita a Maestro.

—¿Qué esperáis de mí? —preguntó Hortense.

—Que vayas a tomar una copa con Chaval y que le tires de la lengua...

—¿Que yo... qué? —exclamó Hortense.

—Que le hagas hablar...

—¡Pero bueno! Así que le llamo, le digo que quiero verle ¿y él llega galopando? Me parece que sois muy optimistas.

—¡No! Conserva un recuerdo imperecedero de ti... Y es normal. Cualquier hombre que se te acerque, querida Hortense, queda calcinado de deseo o de amor, llámalo como quieras. Y Chaval, el primero... Desde que lo abandonaste se marchita, lo he visto en el tercer pliegue frontal de su lóbulo izquierdo...

—Junto a la chilaba...

—No, un poco más arriba...

—Si tú lo dices...

—Ante ti, ese hombre se licua, pierde el control de su cerebro... ¡Será un juego de niños hacerle confesar!

—¿Porque tú crees que me lo va a contar todo?

—Creo que querrá darse importancia, que te dirá que tiene esperanzas, que va a conseguir dinero y, en ese momento, tú mencionas como por casualidad el nombre de la Trompeta y ves cómo reacciona...

—¿Y cómo se supone que yo estoy al corriente de lo de la Trompeta?

—Haces como la poli... Le dices que la Trompeta se lo ha contado todo a Marcel y que Marcel está pensando en cómo castigarle... Que tú te niegas a creerlo y que quieres oírselo decir a él porque, a pesar de todo, conservas cierta estima por él, cierto afecto incluso... Y entonces es cuando se desinfla, se arrastra a tus pies y obtenemos la prueba que nos falta...

—Puede ser... —dijo Hortense—. ¿Y creéis que va a ser tan fácil?

—Creo que nada es imposible para ti —dijo Junior—. Te bastará con acudir a esa cita diciéndote, repitiéndote Chaval me lo va a contar, va a confesar y ya verás, lo admitirá todo...

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