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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (19 page)

Y después se echó a llorar, y todo el mundo igual. Entonces alguien gritó: «¡Vamos a hacer una colecta! ¡una colecta!» Media docena saltaron para hacerla, pero alguien gritó: «¡Que pase el sombrero él!» Todo el mundo dijo lo mismo, y también el predicador.

Así que el rey pasó entre la gente con el sombrero, enjugándose los ojos y bendiciendo a la gente, elogiándola y dándole las gracias por ser tan buena con los pobres piratas de allá lejos, y a cada momento, las más guapas de las chicas, todas llorosas, iban y le preguntaban si les dejaba besarlo para tener un recuerdo de él, y él siempre las besaba, y a algunas de ellas las besaba y abrazaba por lo menos cinco o seis veces, y lo invitaron a quedarse una semana, y todo el mundo quería que se quedara a dormir en sus casas porque decían que era un honor, pero él dijo que como era el último día de la misión, ya no podía hacer ningún bien, y además tenía prisa por llegar al océano índico lo antes posible y ponerse a trabajar con los piratas.

Cuando volvimos a la balsa e hizo el recuento se encontró con que había reunido ochenta y siete dólares y setenta y cinco centavos. Y además se había llevado una damajuana de whisky de tres galones que había encontrado debajo de una carreta cuando venía a casa por el bosque. El rey dijo que entre unas cosas y otras era el día que mejor le había salido en el trabajo de las misiones. Dijo que no había nada que hacer, que los paganos no valen nada al lado de los piratas si quiere uno sacarle el jugo a una misión religiosa.

El duque había creído que a él le había ido bastante bien hasta que apareció el rey, pero después no se lo pareció tanto. Había preparado e impreso dos trabajillos para agricultores en aquella imprenta (para venta de caballos) y le habían pagado cuatro dólares. Había cobrado anuncios en el periódico por valor de diez dólares, que dijo poder rebajar a cuatro dólares si se los pagaban por adelantado, cosa que hicieron. El precio del periódico era dos dólares al año, pero aceptó tres suscripciones por medio dólar, a condición de que se las pagaran por adelantado; iban a pagar en madera y cebollas, como de costumbre, pero él les dijo que acababa de comprar la empresa y rebajado los precios todo lo que podía, de manera que tenía que cobrarlo todo en efectivo. Había impreso un pequeño poema inventado por él mismo de tres versos, muy sentimental y triste, que se titulaba «Sí, rompe, frío mundo, este corazón transido», y lo había dejado preparado para imprimir en el periódico, sin cobrar nada a cambio. Bueno, había sacado nueve dólares y medio y dijo que no estaba mal por una jornada entera de trabajo.

Después nos enseñó otra octavilla que había impreso y que no había cobrado, porque era para nosotros. Tenía un dibujo de un negro fugitivo con un hatillo al hombro y escrito debajo «Recompensa de doscientos dólares». Todo trataba de Jim y lo describía exactamente. Decía que se había escapado de la plantación de Saint Jacques, cuarenta millas abajo de Nueva Orleans el invierno pasado, y probablemente se había ido al Norte, y quien lo capturase y lo devolviera podría cobrar la recompensa y los gastos.

—Y ahora —dijo el duque—, a partir de esta noche podemos navegar de día si queremos. Cuando veamos que llega alguien podemos atar a Jim de pies y manos con una cuerda y meterlo en el wigwam, enseñar esta octavilla y decir que lo capturamos río arriba y que éramos demasiado pobres para viajar en un barco de vapor, así que nuestros amigos nos dieron esta balsa a crédito y bajamos a cobrar la recompensa. Estaría mejor con esposas y cadenas, pero eso no encajaría con la historia de que somos tan pobres. Eso sería como ponerle joyas. Lo correcto son unas cuerdas: hay que mantener las unidades, como decimos en el escenario.

Todos dijimos que el duque era muy listo y que no habría problemas navegando de día. Pensamos que aquella noche podíamos recorrer bastantes millas para alejarnos del jaleo que calculábamos que el trabajo del duque iba a organizar en la imprenta de aquel pueblo; después podíamos navegar cuando quisiéramos.

Seguimos escondidos y en silencio y no salimos hasta casi las diez; después nos deslizamos, a bastante distancia del pueblo, y no izamos el farol hasta que lo hubimos perdido de vista.

Cuando Jim me llamó para que le tomase la guardia de las cuatro de la mañana me dijo:

—Huck, ¿crees que vamos a encontrarnos con más reyes de éstos en este viaje?

—No —respondí—. Supongo que no.

—Bueno —continuó él—, entonces vale. No me importan uno o dos reyes, pero no quiero más. Éste es un borrachuzo y el duque tampoco le va muy detrás.

Me enteré de que Jim había intentado hacerle hablar en francés para ver a qué sonaba, pero dijo que llevaba tanto tiempo en este país y había tenido tantos problemas que se le había olvidado.

Capítulo 21

E
RA DESPUÉS DEL AMANECER
, pero seguimos adelante sin echar amarras. El rey y el duque acabaron por levantarse, con aspecto muy cansado, pero después de saltar al agua y nadar un rato parecían bastante más animados. Después de desayunar el rey se sentó en un rincón de la balsa, se quitó las botas, se subió los pantalones y dejó las piernas metidas en el agua, para estar cómodo, encendió la pipa y se puso a aprender de memoria su «Romeo y Julieta». Cuando ya se lo sabía bastante bien, él y el duque empezaron a ensayarlo juntos. El duque tenía que enseñarle una vez tras otra cómo echar cada discurso, y le hacía suspirar y llevarse la mano al corazón. Al cabo de un rato dijo que lo había hecho bastante bien: «Sólo que no debes gritar ¡Romeo! como si fueras un toro; tienes que decirlo suavemente y con languidez, así: ¡Roomeeo!; de eso se trata, porque Julieta no es más que una niña encantadora, ya sabes, y no se pone a rebuznar como un burro.

Bueno, después sacaron un par de espadas largas que el duque había hecho con listones de roble y empezaron a ensayar el duelo: el duque decía que él era Ricardo III, y resultaba estupendo verlos saltar y brincar por la balsa. Pero entonces el rey tropezó y se cayó al agua, y después descansaron y se pusieron a hablar de todas las aventuras que habían tenido por el río en otros tiempos.

Después de comer el duque dijo:

—Bueno, Capeto, queremos que éste sea un espectáculo de primera calidad, ya sabes, así que vamos a añadirle algo más. De todos modos nos hace falta contar con algo para responder a los bises.

—¿Qué es eso de bises, Aguassucias?

El duque se lo contó y añadió:

—Yo puedo hacer un baile escocés o tocar la gaita del marinero y tú ... vamos a ver... ah, ya lo sé: puedes hacer el monólogo de Hamlet.

—¿El qué de Hamlet?

—El monólogo de Hamlet, ya sabes: lo más famoso de Shakespeare. ¡Ah, es sublime, sublime! Siempre los vuelve locos. No está en este libro, porque sólo tengo un volumen, pero creo que lo puedo recordar de memoria. Voy a ver si paseando puedo extraerlo de las arcas del recuerdo.

Así que se dedicó a pasear arriba y abajo, pensando y frunciendo el ceño horriblemente a cada momento; después levantaba las cejas; luego se apretaba la frente con la mano y se echaba atrás, como gimiendo; después suspiraba y derramaba una lágrima. Era maravilloso verlo. Por fin lo recordó. Nos dijo que lo escucháramos. Adoptó una actitud nobilísima, con una pierna adelantada, los brazos alargados y la cabeza echada hacia atrás, mirando al cielo, y empezó a gritar, a gemir y a rechinar los dientes, y después de eso, a lo largo de todo su discurso, estuvo aullando y moviéndose e inflando el pecho y la verdad es que fue la interpretación más maravillosa que he visto en mi vida. Éste fue su discurso, que me aprendí con facilidad mientras se lo enseñaba al rey:

Ser o no ser; ahí está el diantre

que convierte en calamidad tan larga vida;

pues, ¿quién soportaría su carga hasta que el bosque de Birnan llegue a Dunsinane,

salvo que el temor de algo tras la muerte

mate al inocente sueño,

segundo rumbo de la gran naturaleza.

Y
nos haga preferir los dardos
y
flechas de la horrible
fortuna antes que huir hacia otros que no conocemos?

Ése es el respeto que nos debe calmar:

¡despierta a Duncan con tu llamada! Ojalá pudiera;

pues quien soporta el flagelo y el desprecio del tiempo,

el mal del opresor, la
contumelia
del orgulloso,

los retrasos de la ley
y
la relajación que sus dolores causan,

en el desierto muerto
y
en medio de la noche,

cuando bostezan los cementerios,

en sus galas acostumbradas de solemne luto,

salvo ese país no descubierto de cuyos confines ningún
viajero vuelve,

que esparce su contagio por el mundo,

y así el tono nativo de la resolución, cual el pobre gato del adagio,

palidece de preocupación,

y todas las nubes que descendieron sobre nuestros pechos,

con esta mirada sus corrientes desvían,

y
pierden el nombre de acción.

Es un final que desear ansiosamente. Pero calma, dulce
Ofelia:

no abras tus terribles mandíbulas de mármol,

sino vete a un convento... ¡vete!

Bueno, al viejo le gustó el discurso y en seguida se lo aprendió para hacerlo de primera. Parecía que lo hubieran hecho a su medida, y cuando fue dominándolo y metiéndose en él, era maravillosa la forma en que gritaba, saltaba y se erguía al pronunciarlo.

A la primera oportunidad el duque hizo imprimir unas cuantas octavillas, y después, durante dos o tres días, mientras íbamos flotando, la balsa estaba de lo más animada, porque no había más que duelos y ensayos —como los llamaba el duque— todo el tiempo. Una mañana, cuando ya llevábamos bastante tiempo por el estado de Arkansaw, llegamos a la vista de un villorrio en una gran curva del río; así que amarramos a tres cuartos de milla río arriba, en la desembocadura de un arroyo que estaba cerrado como un túnel por los cipreses, y todos menos Jim nos metimos en la canoa y fuimos a ver si allí había alguna posibilidad de montar nuestro espectáculo.

Tuvimos mucha suerte; aquella tarde iban a montar un circo y ya estaban empezando a llegar los campesinos, en todo tipo de carros desvencijados y a caballo. El circo se marcharía antes de la noche, así que nuestro espectáculo tendría bastantes posibilidades. El duque alquiló la casa del juzgado y recorrimos el pueblo poniendo nuestros programas. Decían:

¡¡¡Vuelve Shakespeare!!!

¡Maravillosa atracción!

¡Sólo una noche!

Los actores de fama mundial,

David Garrick el joven del Teatro de Drury Lane, Londres, y

Edmund Kean el viejo, del Teatro de Royal Haymarket,

Whitechapel.

Puddin Lane, Piccadilly,

Londres, y

los Teatros Continentales Reales, en su sublime

espectáculo shakesperiano titulado

La escena del balcón

de

¡¡¡Romeo y Julieta!!!

Romeo ........................... Mr. Garrick

Julieta ........................... Mr. Kean

Con la presencia de toda la compañía.

¡Nuevo vestuario, nuevo decorado, nuevos accesorios!

Además:

El famoso, magistral, terrorífico,

Duelo a espada

¡¡¡de Ricardo III!!!

Ricardo III ............. Mr. Garrick

Richmond ............. Mr. Kean

Además:

(a petición especial)

¡¡El inmortal monólogo de Hamlet!!

¡Por el ilustre Kean!

¡Representado por él 300 noches consecutivas en París!

Una noche únicamente,

¡Por ineludibles compromisos en Europa!

Entrada 25 centavos; niños y criados, l0 centavos.

Después nos estuvimos paseando por la ciudad. Las tiendas y las casas eran casi todas viejas, desvencijadas, de madera seca que nunca se había pintado; estaban separadas del suelo por pilotes de tres o cuatro pies de alto para que no les llegara el agua cuando crecía el río. Las casas tenían jardincillos, pero no parecía que cultivaran mucho en ellos, salvo estramonio, girasoles y montones de cenizas, además de botas, zapatos despanzurrados y trozos de botellas, trapos y latas ya inútiles. Las vallas estaban hechas de diferentes tipos de tablas, clavadas en diferentes épocas e inclinadas cada una de su lado, y las puertas, por lo general, no tenían más que una bisagra de cuero. Alguna de las vallas había estado blanqueada en algún momento, pero el duque dijo que probablemente había sido en tiempos de Colón. Por lo general, en el jardín había cerdos y gentes que intentaban echarlos.

Todas las tiendas estaban en una calle. Tenían delante toldos de fabricación casera, y los que llegaban del campo ataban los caballos a los postes de los toldos. Debajo de éstos había cajas de mercancías y vagos que se pasaban el día apoyados en ellos, marcándolos con sus navajas Barlowy mascando tabaco, con las bocas abiertas, bostezando y espiándose; gente de lo más ordinario. Por lo general, llevaban sombreros amarilllos de paja casi igual de anchos que un paraguas, pero no llevaban chaquetas ni chalecos; se llamaban Bill, Buck, Hank, Joe y Andy, y hablaban en tono perezoso y arrastrado, con muchas maldiciones. Había prácticamente un vago apoyado en cada poste de toldo, casi siempre con las manos metidas en los bolsillos, salvo cuando las sacaba para prestar a alguien tabaco de mascar o para rascarse. Prácticamente su conversación se limitaba a:

—Dame una mascada de tabaco, Hank.

—No puedo; no me queda más que una. Pídele a Bill.

A lo mejor Bill le daba una mascada, o a lo mejor mentía y decía que no tenía. Alguno de esos vagos nunca tiene ni un centavo ni una mascada de tabaco propia. Lo que mascan es lo que les prestan; le dicen a alguien «Ojalá me pudieras dar de mascar, Jack; acabo de dar a Ben Thompson lo último que tenía», lo que es mentira casi siempre; con eso no engañan a nadie más que a los forasteros, pero Jack no es forastero, así que responde:

— Tú le has dado de mascar? Sería la abuela del gato de tu hermana. Si me devuelves todas las mascadas que ya me has pedido, Lafe Buckner, entonces te presto una o dos toneladas y encima no te cobro intereses.

—Bueno, sí que te devolví una vez.

—Sí, es verdad: unas seis mascadas. Me pediste tabaco comprado en la tienda y me devolviste del más negro que el alquitrán.

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