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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (30 page)

Eran ideas y palabras terribles, pero ya estaba hecho. Así lo dejé, y no volví a pensar más en lo de reformarme. Me lo quité todo de la cabeza y dije que volvería a ser malo, que era lo mío, porque así me habían criado, y que lo otro no me iba. Para empezar, iba a hacer lo necesario para sacar a Jim de la esclavitud, y, si se me ocuría algo peor, también lo haría, porque una vez metidos en ello, igual daba ocho que ochenta.

Después me puse a pensar en cómo conseguirlo y le di un montón de vueltas en la cabeza, hasta que encontré un plan que me iba bien. Así que vi cuál era la posición de una isla arbolada que estaba un poco río abajo, y en cuanto empezó a oscurecer un poco salí a escondidas con mi balsa y la escondí allí, y después me acosté. Dormí toda la noche y me levanté antes de que amaneciera, desayuné, me puse la ropa de la tienda y el resto en un hatillo y tomé la canoa para ir a tierra. Llegué a donde me pareció que debía de estar la casa de Phelps y escondí el hatillo en los bosques; después llené la canoa de agua y de piedras y la hundí donde pudiera volver a encontrarla cuando quisiera, más o menos un cuarto de milla abajo de un pequeño molino de vapor que había en la orilla.

Después me puse en camino, y cuando pasé por el molino vi un letrero que decía «Serrería de Phelps», y cuando llegué a las casas, dos o trescientas yardas más allá, estuve muy atento, pero no se veía a nadie, aunque ya había amanecido del todo. Pero no me importó porque todavía no quería encontrarme con nadie: sólo quería ver cómo era todo aquello. Según mi plan iba a aparecer allí, viniendo del pueblo, y no desde el río. Así que eché un vistazo y me encaminé derecho al pueblo. Bueno, al primero que vi al llegar fue al duque. Estaba poniendo un cartel de «La Realeza Sin Par» (tres representaciones), igual que la otra vez. ¡Qué cara más dura tenían aquellos dos sinvergüenzas! Me planté a su lado antes de que él pudiera ni moverse. Pareció asombrarse y dijo:

—¡Hola! ¿De dónde sales tú? —y después añade, como si estuviera muy contento—: ¿Dónde está la balsa? ¿La has puesto en buen sitio?

Y yo contesté:

—Hombre, eso era lo que iba a preguntar yo a vuestra gracia.

Entonces no pareció estar tan contento y preguntó:

—¿Por qué me lo ibas a preguntar a mí?

—Bueno —voy y digo yo—, cuando vi al rey ayer en aquella taberna me dije que tardaríamos horas en llevárnoslo a casa hasta que se hubiera serenado, así que me puse a dar vueltas por el pueblo para hacer tiempo y esperar. Vino un hombre que me ofreció diez centavos si lo ayudaba a llevar un bote al otro lado del río y a volver con una oveja, así que me fui con él; pero cuando la estábamos llevando al bote y el hombre me dio la cuerda y fue detrás del bote para empujar, la oveja resultó demasiado para mí solo y se soltó y se echó a correr, y nosotros detrás de ella. No teníamos perro, así que tuvimos que correr tras ella por todo el campo hasta que se cansó. No la pescamos hasta el anochecer; después la llevamos al otro lado y yo me fui hacia la balsa. Cuando llegué y vi que había desaparecido me dije: «Se han metido en líos y se han tenido que ir, y se han llevado a mi negro, que es el único negro que tengo en el mundo, y ahora estoy en un país extraño y no tengo nada mío, no me queda nada de nada ni tengo forma de ganarme la vida», así que me senté a llorar. Me quedé dormido en el bosque toda la noche. Pero, entonces, ¿qué ha pasado con la balsa? ... Y Jim. ¡Pobre Jim!

—Que me ahorquen si lo sé; me refiero a lo que ha pasado con la balsa. El viejo imbécil hizo un negocio y sacó cuarenta dólares, y cuando lo encontramos en la taberna, unos patosos se habían puesto a jugarse medios dólares con él y le habían sacado hasta el último centavo salvo lo que se había gastado en whisky, y cuando fui a llevarlo a casa a última hora de la noche y vimos que había desaparecido la balsa nos dijimos: «Ese pequeño sin vergüenza nos ha robado la balsa y se nos ha escapado río abajo».

—No me iba a escapar sin mi negro, ¿no? El único negro que tenía en el mundo, mi única propiedad.

—Eso no se nos había ocurrido. La verdad es que calculo que habíamos llegado a considerarlo como nuestro negro; sí, eso es; Dios sabe que nos habíamos molestado bastante por él. Así que cuando vimos que había desaparecido la balsa y nosotros sin un centavo, no quedaba más remedio que intentar otra vez «La Realeza Sin Par». Y aquí ando desde entonces, más seco que un desierto. ¿Dónde están esos diez centavos? Dámelos.

Yo tenía bastante dinero, así que le di diez centavos, pero le rogué que se lo gastara en algo que comer y que me diera algo, porque no tenía más dinero y no comía desde ayer. No dijo ni palabra. Al momento siguiente se me echó encima diciendo:

—¿Crees que ese negro se va a chivar de nosotros? ¡Como se chive le sacamos la piel a tiras!

—¿Cómo va a chivarse? ¿No se ha escapado?

—¡No! El viejo imbécil lo vendió y no lo repartió conmigo y ahora ya no queda nada.

—¿Que lo ha vendido? —dije, y me eché a llorar—; pero si era mi negro, así que era mi dinero. ¿Dónde está? Quiero a mi negro.

—Bueno, no te va a llegar tu negro y se acabó, así que basta de lloriquear. Vamos: ¿crees que te atreverías a chivarte de nosotros? Que me cuelguen si me fío de ti. Caray, si fueras a chivarte de nosotros...

Se calló, pero nunca había visto al duque lanzar una mirada tan horrible. Yo seguí llorando y dije:

—No quiero chivarme de nadie, y además no tengo tiempo de hacerlo; tengo que buscar a mi negro.

Parecía como molesto y se quedó con los programas revoloteándole encima del brazo, pensando y arrugando la frente. Por fin dijo:

—Te voy a decir una cosa. Tenemos que pasar aquí tres días. Si prometes que no te vas a chivar y que no vas a dejar que se chive el negro, te digo dónde está.

Así que se lo prometí y él continuó:

—Un campesino que se llama Silas Ph...

Y después se calló. O sea, que había empezado a contarme la verdad, pero cuando se calló y empezó a pensar y a reflexionar, calculé que estaba cambiando de opinión. Y eso era. No se fiaba de mí; quería asegurarse de que no le iba a crear problemas los tres días enteros. Así que al cabo de un momento va y dice:

—El hombre que lo compró se llama Abram Foster, Abram G. Foster, y vive cuarenta millas campo a través, en el camino de Lafayette.

—Muy bien —dije yo—. Eso lo puedo recorrer en tres días. Y me marcho esta misma tarde.

—No, ni hablar, te marchas ahora mismo, y no pierdas el tiempo ni te pongas por ahí a charlar. Ten la boca bien cerrada y ponte en marcha; así no tendrás ningún problema con nosotros, eme oyes?

Ésa era la orden que quería yo recibir y la que estaba esperando. Quería libertad para llevar a cabo mis planes.

—Así que largo —dice—, y puedes contarle al señor Foster lo que quieras. A lo mejor consigues que se crea que Jim es tu negro, porque hay idiotas que no exigen documentos, o por lo menos eso me han dicho que pasa aquí en el Sur. Y cuando le digas que la octavilla y la recompensa son falsos, a lo mejor te cree cuando le expliques por qué se repartieron. Ahora largo y dile lo que quieras, pero cuidado con darle a la sin hueso en ninguna parte, hasta que llegues allí.

Así que eché a andar hacia el campo. No miré atrás, pero tuve la sensación de que me estaba vigilando. Pero sabía que podía conseguir que se cansara de mirarme. Seguí andando hacia el campo lo menos una milla antes de pararme; después deshice el camino por el bosque hacia la casa de Phelps. Calculé que más valía empezar con mi plan sin pérdida de tiempo porque quería evitar que Jim dijera nada hasta que se marcharan aquellos tipos. No quería problemas con gente así. Ya estaba harto de ellos y quería perderlos de vista para siempre.

Capítulo 32

C
UANDO LLEGUÉ
estaba todo en calma, como si fuera domingo, hacía calor y brillaba el sol; los esclavos se habían ido a los campos y no se oía más que ese zumbido de los insectos y las moscas en el aire que le hace a uno sentir tan solo como si todo el mundo se hubiera muerto y desaparecido, y si sopla una brisa y hace temblar las hojas, se siente uno triste porque es como si fueran los espíritus que dicen algo, unos espíritus que llevan muertos muchos años, y siempre piensas que están hablando de ti. En general, le dan a uno ganas de estar muerto, y de haber acabado con todo.

La casa de Phelps era una de esas plantaciones de algodón muy pequeñas, que son todas iguales. Una valla de troncos en torno a un patio de dos acres; una entrada hecha de troncos aserrados y puestos en el suelo, como escalones de diferentes alturas para pasar por encima de la valla y para que se suban en ella las mujeres cuando van a montar a caballo; unos matojos de hierba en el patio, pero en general todo muy árido y liso, como un sombrero viejo y desgastado; una casa grande de troncos dobles para los blancos: troncos acabados con los agujeros tapados con adobe o mortero y con esas separaciones que se encalan de vez en cuando; una cocina de troncos redondos con un pasillo ancho y abierto pero techado que llevaba a la casa, una cabaña de troncos para ahumar carnes detrás de la cocina, tres pequeñas cabañas de troncos para los negros, puestas en una fila al otro lado de la cabaña para ahumar, otra cabaña aislada contra la valla de atrás y unas casetas del otro lado; un depósito para la cal viva y un gran caldero en el que hervir el jabón junto a la caseta; un banco junto a la puerta de la cocina, un cubo de agua y una calabaza; un perro dormido al sol; más perros dormidos a un lado y al otro, arbustos y moreras en un sitio junto a la valla; al otro lado de la valla, un huerto y un plantel de sandías, y después los campos de algodón y más allá los bosques.

Di la vuelta y trepé por encima de la portezuela de atrás junto a donde estaba la cal viva, y fui a la cocina. Al cabo de unos pasos oí el zumbido sordo de una rueca y entonces comprendí que más me valdría estar muerto, porque es el ruido más solitario de todo el mundo.

Seguí adelante, sin hacerme ningún plan concreto, confiando sólo en que la Providencia me pusiera las palabras acertadas en la boca cuando llegara el momento, pues había advertido que la Providencia siempre me ponía en la boca las palabras exactas si la dejaba en paz.

Cuando estaba a mitad de camino, primero un perro y después otro se levantaron, así que naturalmente me paré frente a ellos, totalmente inmóvil. ¡Y menudo jaleo armaron! Al cabo de un cuarto de minuto se podría decir que yo era como el eje de una rueda y que los radios eran los perros, un círculo de quince de ellos que me daba vueltas, con los cuellos y las narices apuntados hacia mí, ladrando y aullando, y llegaban cada vez más; se los veía saltar las vallas y salir de las esquinas por todas partes.

De la cocina salió corriendo una negra con un rodillo de amasar en la mano gritando: «¡Fuera! ¡Tú, Tige! ¡Tú, Spot! ¡Fuera, digo!» Y les dio un golpe primero a uno y luego a otro, que se fueron aullando, y después siguió el resto, y al cabo de un segundo la mitad de ellos volvieron, meneando las colas y haciéndose amigos míos. La verdad es que los perros no son malos bichos.

Y detrás de la mujer aparecieron una niña negra y dos niños negros que no llevaban nada puesto más que unas camisas de lino y se agarraban al vestido de su madre y me miraban desde detrás de las faldas muy tímidos, como hacen todos. Entonces salió corriendo de la casa la mujer blanca, que tendría cuarenta y cinco o cincuenta años, sin sombrero y con el huso de la rueca en la mano, y detrás de ella sus hijos blancos, que eran igual de tímidos que los negros. Sonreía de oreja a oreja, y va y dice:

—¡Eres tú por fin! ¿Verdad?

Solté un «sí, señora» antes de pensármelo.

Me abrazó y después me tomó de las dos manos y me las estrechó muchas veces, sin parar de decir: «No te pareces tanto a tu madre como yo creía, pero la verdad es que no me importa nada. ¡Me alegro tanto de verte! ¡Dios mío, Dios mío, si es que podría comerte! ¡Niños, es vuestro primo Tom! A ver si lo saludáis.

Pero agacharon las cabezas, se llevaron los dedos a la boca y se escondieron detrás de las faldas de su madre. Entonces ella siguió diciendo:

—Lize, deprisa, prepárale un desayuno caliente ahora mismo. ¿O ya desayunaste en el barco?

Dije que había desayunado en el barco. Entonces ella fue hacia la casa agarrándome de la mano, y los niños vinieron detrás. Cuando llegamos me hizo sentar en una silla de rejilla y ella se sentó en un taburete bajo frente a mí, agarrándome de las dos manos, y va y dice:

—Ahora puedo mirarte bien y, Dios me bendiga, tenía tantísimas ganas de verte todos estos años, y ¡por fin has llegado! Llevábamos esperándote dos días o más. ¿Por qué has tardado tanto? ¿Es que embarrancó el barco?

—Sí, señora... es que...

—No me digas sí señora; dime tía Sally. ¿Dónde embarrancó?

No sabía exactamente qué decir, porque no sabía si el barco vendría río arriba o río abajo. Pero hago muchas cosas por instinto, y mi instinto decía que vendría río arriba desde Orleans más o menos. Pero aquello tampoco me servía de mucho, porque no sabía cómo se llamaban las barras de esa parte. Vi que tendría que inventarme una barra u olvidarme de cómo se llamaba en la que habíamos embarrancado o... Entonces se me ocurrió una idea y la solté.

—No fue lo de embarrancar... Aquello no nos hizo retrasar casi. Fue que reventó la cabeza de un cilindro.

—¡Dios mío! ¿Algún herido?

—No, señora. Mató a un negro.

—Bueno, menos mal; porque a veces esas cosas matan a alguien. Las Navidades pasadas hizo dos años que tu tío Silas venía de Nueva Orleans en el viejo Lally
Rook
y reventó la cabeza de un cilindro y dejó inválido a un hombre. Y creo que después murió. Era baptista. Tu tío Silas conocía a una familia de Baton Rouge que conocía muy bien a la suya. Sí, ahora recuerdo que efectivamente se murió. Le dio la galgrena y le tuvieron que amputar. Pero ni así se salvó. Sí, fue la galgrena, eso fue. Se puso todo azul y se murió con la esperanza de una resurrección gloriosa. Dicen que daba miedo verlo. Tu tío ha ido al pueblo todos los días a buscarte, y acaba de volver a salir hace sólo una hora; debe de estar a punto de volver. Debes de habértelo encontrado por la carretera, ¿no? Ya mayor, con una...

—No, no he visto a nadie, tía Sally. El barco llegó justo al amanecer, dejé mi equipaje en el muelle y fui a darme una vuelta por el pueblo y también por el campo para hacer tiempo y no llegar demasiado temprano; por eso he llegado por la parte de atrás.

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