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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (26 page)

—En el banco esperando al cobro. ¿Dónde iba a estar?

—Bueno, entonces no importa, gracias a Dios.

Yo pregunté, como tímido:

—¿Ha pasado algo?

El rey se volvió hacia mí y exclamó:

—¡No es asunto tuyo! Tú cierra la boca y métete en tus cosas... Si es que las tienes. Y mientras estés en este pueblo, que no se te olvide, ¿entiendes? —y después dice al duque—: tenemos que aguantar y no decir nada; tenemos que mantenernos callados.

Cuando empezaron a bajar la escalera, el duque volvió a reírse y dijo:

—¡Ventas rápidas y pequeños beneficios! Es un buen negocio. Sí.

El rey le soltó un bufido y le dijo:

—Cuando los vendí tan rápido estaba tratando de hacer lo que más nos convenía. Si resulta que no hay beneficios, que no sacamos nada y no nos llevamos nada, ¿tengo más culpa yo que tú?

—Bueno, si se me hubiera escuchado, ellos seguirían en esta casa y nosotros no.

El rey le respondió lo mejor que pudo y después se dio la vuelta y volvió a meterse conmigo. Me pegó un rapapolvo por no decirle que había visto a los negros salir de su habitación de aquella manera, que hasta un idiota habría comprendido que pasaba algo. Y después volvió a cambiar y se maldijo sobre todo a sí mismo durante un rato, y dijo que todo había pasado por no haberse quedado en la cama hasta tarde y haber descansado todo lo que necesitaba aquella mañana, y que maldito si volvía a hacerlo en su vida. Así que se marcharon de charla y yo me sentí contentísimo de haberle echado toda la culpa a los negros sin por eso haberles hecho ningún daño.

Capítulo 28

P
OCO A POCO
fue llegando la hora de que se levantaran todos. Así que descendí las escaleras hacia el piso de abajo, pero al llegar frente a la habitación de las chicas la puerta estaba abierta y vi a Mary Jane sentada junto a su viejo baúl de crin, que estaba abierto y en el que había estado metiendo cosas, preparándose para ir a Inglaterra. Pero ahora se había parado con un vestido doblado en el regazo y tenía la cara entre las manos mientras lloraba. Me sentí muy mal al ver aquello; naturalmente, lo mismo que habría sentido cualquiera. Entré y dije:

—Señorita Mary Jane, usted no soporta ver cómo sufre la gente y yo tampoco: casi nunca. Cuéntemelo todo. Así que me lo contó y eran los negros, lo que yo esperaba. Dijo que aquel viaje tan maravilloso a Inglaterra ya no le hacía casi ilusión; no sabía cómo iba a ser feliz allí, sabiendo que la madre y los niños no volverían a verse jamás, y después se puso a llorar más fuerte que nunca, y abrió las manos y dijo:

—¡Ay, Dios mío, Dios mío, pensar que no volverán a verse nunca jamás!

—Pero sí que se verán, y dentro dedos semanas, ¡y yo lo sé! —respondí.

¡Dios mío, se me había escapado sin pensarlo! Y antes de que pudiera ni moverme me había echado los brazos al cuello pidiéndome que lo repitiera, otra vez, lo repitiera otra vez, ¡lo repitiera otra vez!

Comprendí que había hablado demasiado y antes de tiempo y que me había metido en una encerrona. Le pedí que me dejara pensarlo un minuto; ella se quedó sentada, muy impaciente y nerviosa, tan guapa, pero con un aire feliz y tranquilo, como una persona a quien le acaban de sacar un diente. Entonces me puse a estudiarlo. Me dije: «Calculo que alguien que va y dice la verdad cuando está en una encerrona está corriendo un riesgo considerable, aunque yo no tengo experiencia y no lo puedo afirmar con seguridad, pero en todo caso es lo que me parece, y de todas formas ésta es una ocasión en que me ahorquen si no parece que la verdad es mejor y de hecho más segura que la mentira. Tengo que recordarlo y volverlo a pensar cuando tenga tiempo, porque es de lo más extraño e irregular. En mi vida he visto cosa igual. Bueno», me dije por fin, «voy a correr el riesgo; esta vez voy a decir la verdad aunque esto es como sentarse encima de un barril de pólvora y encenderlo para ver qué pasa después». Entonces fui y dije:

—Señorita Mary Jane. ¿Hay algún sitio fuera del pueblo, no muy lejos, donde pudiera pasar usted tres o cuatro días?

—Sí; en casa del señor Lothrop. ¿Por qué?

—Todavía no importa el porqué. Si le digo cómo sé que los negros van a volver a verse, dentro de dos semanas aquí en esta casa, y demuestro cómo lo sé, ¿irá usted a casa del señor Lothrop a quedarse cuatro días?

—¡Cuatro días! —respondió—. ¡Un año me quedaría!

—Muy bien —añadí—, lo único que le pido es su palabra: me vale más que el juramento de otra persona por la Biblia. —Sonrió y se ruborizó un poco, muy linda, y continué—: Si no le importa, voy a cerrar la puerta, y con el candado.

Después volví a sentarme y dije:

—No grite. Quédese ahí sentada y tómeselo como un hombre. Tengo que decir la verdad y tiene usted que prepararse bien, señorita Mary, porque es una mala cosa y le va a resultar dificil, pero no hay forma de evitarlo. Esos tíos de usted no son tíos en absoluto; son un par de farsantes, impostores de toda la vida. Bueno, ya hemos pasado lo peor, y el resto lo podrá soportar usted con más facilidad.

Naturalmente, aquello la dejó absolutamente pasmada, pero ahora ya había dicho lo más difícil, así que continué mientras a ella se le encendían los ojos cada vez más y le conté absolutamente todo, desde la primera vez que nos encontramos con el muchacho idiota que iba al buque de vapor hasta cuando ella se había lanzado a los brazos del rey en la puerta principal y él la había besado dieciséis o diecisiete veces, y entonces saltó, con la cara llameante como un atardecer, y dijo:

—¡Malvado! Vamos, no pierdas un minuto, ni un segundo, ¡vamos a hacer que los pinten de brea, los emplumen ylos tiren al río!

Yo contesté:

—Claro. ¿Pero quiere usted decir antes de ir a casa del señor Lothrop o...?

—¡Ah —respondió ella—, en qué estaré yo pensando! —y volvió a sentarse—. No hagas caso de lo que he dicho, te lo ruego. ¿No lo harás, verdad?

Me puso la manita suave en la mía de tal forma que respondí que antes preferiría morirme.

—No me he parado a pensarlo de enfadada que estaba —añadió—; ahora sigue y te prometo que no volveré a actuar así. Cuéntame lo que tengo que hacer y haré todo lo que me digas.

—Bueno —dije yo—, estos dos estafadores son unos tipos duros y no me queda más remedio que seguir viajando con ellos algo más, quiéralo o no; prefiero no decirle a usted por qué; y si los denunciara usted, este pueblo me liberaría de sus garras y yo quedaría perfectamente; pero habría otra persona que usted no sabe y que tendría unos problemas terribles. Bueno, ¿tenemos que salvar a esa persona, no? Claro. Bueno, entonces no podemos denunciarlos.

Al decir aquello se me ocurrió una buena idea. Vi cómo podría conseguir que Jim y yo nos liberásemos de los farsantes; hacer que se quedaran en la cárcel de allí y luego marcharnos. Pero no quería navegar en la balsa de día sin nadie más que yo a bordo para responder las preguntas, así que no quería que el plan empezase a funcionar hasta bien entrada la noche. Seguí diciendo:

—Señorita Mary Jane, le voy a decir lo que vamos a hacer y tampoco tendrá usted que quedarse tanto tiempo en casa del señor Lothrop. ¿A qué distancia está?

—A poco menos de cuatro millas, justo ahí en el campo.

—Bueno, está bien. Ahora vaya usted allí y quédese sin decir nada hasta las nueve o las nueve y media de la noche y después haga que la vuelvan a traer a casa: dígales que se le ha olvidado algo. Si llega antes de las once, ponga una vela en esta ventana y espere hasta las once; si después no aparezco, significa que me he ido y que está usted a salvo. Entonces sale, da la noticia y hace que metan en la cárcel a esos desgraciados.

—Muy bien —respondió—, eso haré.

—Y si da la casualidad de que no logro escaparme, pero me pescan con ellos, tiene usted que decir que se lo había dicho todo antes y defenderme en todo lo que pueda.

—¡Defenderte! Desde luego. ¡No te van a tocar ni un pelo! —dijo, y vi que se le abrían las aletas de la nariz y le brillaban los ojos al decirlo.

—Si me escapo, no estaré aquí —señalé— para demostrar que esos sinvergüenzas no son los tíos de usted, y si estuviera aquí, no podría demostrarlo. Podría jurar que eran unos tramposos y unos vagabundos, y nada más, aunque eso ya es algo. Bueno, hay otros que pueden hacerlo mejor que yo, y son personas de las que no dudarán con tanta facilidad como de mí. Le voy a decir cómo encontrarlas. Deme un lápiz y un trozo de papel. Eso es: «La Realeza Sin Par, Bricksville». Guárdelo y no lo pierda. Cuando el juez quiera saber algo de esos dos, que manden a alguien a Bricksville y digan que tienen a los hombres que actuaron en «La Realeza Sin Par», y en cuanto a testigos, conseguirá usted que venga todo el pueblo en un abrir y cerrar de ojos, señorita Mary. Y dispuestos a todo, además.

Calculé que ya lo teníamos todo encaminado y dije:

—Déjelos usted con su subasta y no se preocupe. Nadie tendrá que pagar lo que compre hasta un día después de la subasta, al haberse anunciado con tantas prisas, y no se van a marchar hasta que consigan ese dinero; tal como lo hemos arreglado la venta no va a contar y no van a conseguir ningún dinero. Es igual que lo que pasó con los negros: no vale la venta y los negros volverán dentro de muy poco. Fíjese que todavía no pueden cobrar el dinero de los negros... Están en una situación malísima, señorita Mary.

—Bueno —respondió ella—, voy a bajar a desayunar y después me iré directamente a casa del señor Lothrop. —Eso no puede ser, señorita Mary Jane —le indiqué—, en absoluto; váyase antes del desayuno.

—¿Por qué?

—¿Por qué cree usted que quería yo que hiciera todo esto, señorita Mary Jane?

—Bueno, no se me había ocurrido... Y ahora que lo pienso, no lo sé. ¿Por qué?

—Pues porque no es usted una caradura. A mí me gusta su cara tal como es. Puede uno sentarse a leerla como si estuviera escrita en letras mayúsculas. ¿Cree usted que puede ir a ver a sus tíos cuando vayan a darle los buenos días con un beso y no... ?

—¡Vamos, vamos, no sigas! Sí, me marcharé antes del desayuno y muy contenta. ¿Y dejo a mis hermanas con ellos?

—Sí, no se preocupe por ellas. Tienen que seguir aguantando un tiempo. Podrían sospechar algo si desaparecieran todas ustedes. No quiero que usted los vea a ellos, ni a sus hermanas ni a nadie del pueblo; si un vecino le pregunta cómo están sus tíos esta mañana, a lo mejor usted les revelaba algo con un gesto. No, váyase inmediatamente, señorita Mary Jane, y ya lo arreglaré yo con todos ellos. Le diré a la señorita Susan que salude afectuosamente a sus tíos y que diga que se ha marchado usted unas horas a descansar un poco y cambiarse, o a ver a una amiga, y que volverá esta noche o a primera hora de la mañana.

—Está bien lo de que he ido a ver a unos amigos, pero no quiero que los salude de mi parte.

—Bueno, pues que no les diga nada.

Aquello se lo podía decir a ella, porque no hacía daño a nadie, era algo sin importancia y que no traía problemas, y son las cosas sin importancia las que le facilitan la vida a la gente aquí abajo; Mary Jane se quedaría tranquila, y no costaba nada. Después añadí:

—Queda otra cosa: la bolsa con el dinero.

—Bueno, eso ya lo tienen, y me siento muy tonta al pensar cómo la han conseguido.

—No, ahí se equivoca. No la tienen.

—Pues, ¿quién la tiene?

—Ojalá lo supiera, pero no lo sé. La tuve yo, porque se la robé, y se la robé para dársela a usted, y sé dónde la escondí pero me temo que ya no está allí. Lo siento muchísimo, señorita Mary Jane, no lo puedo sentir más; pero hice todo lo que pude; de verdad que sí. Casi me pillaron y tuve que meterla en el primer sitio que encontré y echar a correr, pero no era un buen sitio.

—Bueno, deja de echarte la culpa; te hace sentir mal y no te lo consiento; no pudiste evitarlo; no fue culpa tuya. ¿Dónde la escondiste?

No quería que volviera a pensar en sus problemas y no podía conseguir que mi boca le dijera algo que volvería a hacer que viese aquel cadáver con la bolsa de dinero en el estómago. Así que durante un momento no dije nada y después respondí:

—Prefiero no decirle dónde la puse, señorita Mary Jane, si no le importa perdonarme; pero se lo escribiré en un trozo de papel y puede leerlo camino de casa del señor Lothrop, si quiere. ¿Le parece bien así?

—Ah, sí.

Así que escribí: «La puse en el ataúd. Allí estaba cuando se pasó usted la noche llorando. Yo estaba detrás de la puerta y me sentía muy triste por usted, señorita Mary Jane».

Se me saltaron un poco las lágrimas al recordar cómo se había quedado llorando allí sola toda la noche mientras aquellos diablos dormían bajo su propio techo, engañándola y robándola, y cuando doblé la nota y se la di vi que también a ella se le habían saltado las lágrimas, y me agarró de la mano muy fuerte y me dijo:

—Adiós. Voy a hacer todo exactamente como me has dicho, y si no vuelvo a verte, jamás te olvidaré y pensaré en ti muchas, muchísimas veces, ¡y siempre rezaré por ti! —y se fue.

¡Rezar por mí! Pensé que si me conociera se habría impuesto una tarea más digna de ella. Pero apuesto a que de todos modos lo hizo: ella era así. Tenía fuerzas para rezar por judas si se le ocurría, y nunca se echaba atrás. Pueden decir lo que quieran, pero para mí era la chica más valiente que había conocido; para mí que estaba llena de valor. Parece un halago, pero no lo es. Y en cuanto a belleza —y también a bondad—, tenía más que nadie en el mundo. No la he vuelto a ver desde aquella vez que salió por la puerta; no, no la he vuelto a ver desde entonces, pero creo que he pensado en ella muchos, muchísimos millones de veces y en cómo dijo que iba a rezar por mí, y si alguna vez se me hubiera ocurrido que valdría de algo el que yo rezase por ella, seguro que o rezo o reviento.

Bueno, calculo que Mary Jane se fue por la puerta de atrás, porque nadie la vio salir. Cuando me encontré con Susan y la del labio leporino les dije:

—¿Cómo se llama esa familia del otro lado del río que vais a ver a veces?

Contestaron:

—Hay varias; pero sobre todo la familia Proctor.

—Ése es el nombre —dije—; casi se me olvidaba. Bueno, la señorita Mary Jane me encargó que os dijera que había tenido que irse a toda prisa: hay alguien enfermo.

—¿Cuál?

—No lo sé: o si lo sé se me ha olvidado; pero creo que es...

—Dios mío. ¡Espero que no sea Hanna!

—Siento decirlo —añadí—, pero es precisamente ella. —¡Dios mío, con lo bien que estaba la semana pasada! ¿Está muy enferma?

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