Read Las aventuras de Huckleberry Finn Online

Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (36 page)

—Ya sé cómo arreglarlo. Necesitamos una piedra para el escudo de armas y las inscripciones melancólicas, y podemos matar dos pájaros de un tiro. Donde el molino hay una piedra enorme de moler que podemos traer para escribir las cosas en ella y además afilar las plumas y el serrucho.

No era mala idea, y tampoco era mala piedra de moler, pero decidimos intentarlo. Todavía no era medianoche, así que nos fuimos al molino y dejamos a Jim con su trabajo. Agarramos la piedra y empezamos a llevarla rodando a casa, pero resultaba de lo más difícil. A veces, hiciéramos lo que hiciéramos, no podíamos impedir que se cayera, y a cada momento estaba a punto de aplastarnos. Tom dijo que seguro que se llevaba a uno de nosotros por delante antes de que lográsemos terminar. Llegamos a medio camino y ya estábamos agotados y casi ahogados de sudor. Vimos que no había nada que hacer; teníamos que ir a buscar a Jim. Así que levantó la cama, sacó la cadena de la pata del catre, se la puso al cuello y salimos a rastras por el agujero hasta donde estaba la piedra, y Jim y yo nos pusimos a empujarla y la hicimos correr de lo más fácil, mientras Tom supervisaba. Era el chico que mejor supervisaba del mundo. Sabía hacer de todo.

Nuestro agujero ya era bastante grande, pero no lo suficiente para meter por él la piedra; entonces Jim agarró el pico y en seguida lo agrandó. Después Tom dibujó las frases en ella con el clavo y puso a Jim a trabajar, con el clavo haciendo de buril y un perno de martillo; dijo que trabajara hasta que se acabara la vela y que después podía acostarse y esconder la piedra de molino debajo del colchón y dormir encima de ella. Luego le ayudamos a volver a poner la cadena en la pata del catre y nos preparamos para acostarnos. A Tom se le ocurrió algo, y va y dice:

—Ah, ¿hay arañas aquí?

—No, señor, gracias a Dios que no, sito Tom.

—Muy bien, ya te traeremos algunas.

—Pero, por Dios, mi niño, no quiero arañas. Me dan miedo. Prefiero hasta las serpientes de cascabel.

Tom se quedó pensando un momento, y va y dice:

—Es una buena idea. Y calculo que ya se ha hecho alguna vez. Tiene que haberse hecho; es lógico. Sí, es una idea fenómena. ¿Dónde la tendrías?

—¿Tener qué, sito Tom?

—Hombre, una serpiente de cascabel.

—¡Por todos los santos del cielo, sito Tom! Pero es que yo si veo que entra aquí una serpiente de cascabel salgo volando por esa pared de troncos, aunque tenga que romperla a cabezazos.

—Hombre, Jim, al cabo de un tiempo ya no le tendrías miedo. Podrías domesticarla.

—¡Domesticarla!

—Sí, es fácil. Todos los animales agradecen los gestos de cariño y las caricias; ni se les ocurriría hacer daño a una persona que las acaricia. Lo puedes ver en cualquier libro. Inténtalo, es lo único que digo; inténtalo dos o tres días. Puedes hacer que al cabo de poco tiempo te quiera, que duerma contigo y no se separe de ti ni un momento; que te deje ponértela en el cuello y meterte la cabeza en la boca.

—Por favor, sito Tom... ¡No diga esas cosas! ¡No puedo aguantarlo! Me dejaría que le metiera la cabeza en mi boca, ¿como un favor, verdad? Apuesto a que tendría que esperar mucho tiempo antes de que se lo pidiera yo. Y, además, no quiero que duerma conmigo.

—Jim, no seas tonto. Un prisionero tiene que tener un animalito de compañía, y si nunca se ha probado con una serpiente de cascabel, puedes alcanzar más gloria por ser el primero en intentarlo que de cualquier otra forma que se te pueda ocurrir de salvar la vida.

—Pero, sito Tom, yo no quiero esa gloria. La serpiente va y le muerde en la barbilla a Jim, y entonces, ¿dónde está la gloria? No, señor, no quiero hacer nada de eso.

—Maldita sea, ¿no puedes intentarlo? Sólo quiero que lo intentes... No necesitas seguir adelante si no sale bien.

—Pero el problema se acaba si la serpiente me muerde mientras yo lo estoy intentando. Sito Tom, yo estoy dispuesto a intentar casi cualquier cosa que parezca razonable, pero si usted y Huck me traen una serpiente para que la domestique, me largo, eso se lo aseguro.

—Bueno, entonces déjalo, déjalo, ya que te pones tan terco. Podemos conseguirte unas culebras y atarles unos botones en las colas y hacer como que son serpientes de cascabel; supongo que tendremos que contentarnos con eso.

—Eso lo podría aguantar, sito Tom, pero maldito si no podría arreglármelas sin ellas, le aseguro. Nunca había comprendido que esto de estar preso fuera tanto lío.

—Bueno, siempre lo es cuando se hacen bien las cosas. ¿Hay ratas por qui?

—No, señor, no he visto ninguna.

—Bueno, te traeremos algunas ratas.

—Pero, sito Tom, yo no quiero tener ratas. Son los bichos más asquerosos que hay, y se le suben a uno encima y le muerden en los pies cuando está tratando de dormirse. No, señor, prefiero las culebras, si es que hace falta, pero nada de ratas; no me gustan para nada, y lo digo de verdad.

—Pero, Jim, tiene que haber ratas... Lo dice en todos los libros. Así que no armes más jaleo con eso. A los prisioneros nunca les faltan ratas. No hay ni un solo caso. Y las domestican, las acarician y les enseñan trucos, y así aprenden a ser de lo más sociable. Pero hay que tocarles algo de música. ¿Tienes algo para tocar música?

—No tengo más que un peine de madera, un pedazo de papel y un birimbao, y no creo que vaya a gustarles mucho un birimbao.

—Seguro que sí. A ellas les da igual la clase de música. Un birimbao resulta fenómeno para una rata. A todos los animales les gusta la música, y en las cárceles les encanta. Sobre todo, la música triste, y con un birimbao es la única música que se puede tocar. Siempre les interesa; salen a ver qué te pasa. Sí, te va a ir muy bien, lo tienes todo. Lo que hace falta es que te sientes en la cama por las noches antes de dormirte, y que por la mañana hagas lo mismo y toques el birimbao; toca «Se ha roto el último eslabón», que es lo que les encanta a las ratas, y cuando lleves tocando dos minutos verás que todas las ratas, las serpientes y las arañas y todo eso empiezan a preocuparse por ti y salen. Y vendrán todas a hacerte compañía, y lo pasarán estupendo.

—Sí, supongo que ellas sí, sito Tom, pero, ¿cómo se lo va a pasar Jim? Que me ahorquen si lo entiendo. Pero si es necesario lo haré. Calculo que más vale tener a los animales contentos y no andar con problemas en casa.

Tom se quedó pensando si faltaba algo, y al cabo de un momento va y dice:

—Ah, se me ha olvidado una cosa. ¿Crees que podrías criar una flor aquí?

—No sé, pero a lo mejor sí, sito Tom, aunque aquí está bastante oscuro y no me vale de mucho una flor, y me iba a resultar muy difícil.

—Bueno, inténtalo de todas formas. Ya lo han hecho algunos otros prisioneros.

—Calculo que aquí podría crecer uno de esos barbascos que echan colas como un gato, sito Tom, pero no merecería la pena ni la mitad del trabajo que daría.

—No lo creas. Te traeremos una pequeñita y la plantas en ese rincón y la vas cultivando. Y no la llamas barbasco, sino pitchiola, que es un nombre que hace muy bonito en una cárcel. Lo mejor es que la riegues con tus lágrimas.

—Pero si tengo montones de agua de la fuente, sito Tom.

—No necesitas agua de la fuente; lo que hace falta es que la riegues con tus lágrimas. Es lo que hacen todos.

—Pero, sito Tom, yo puedo criar un barbasco así de grande con agua de la fuente, mientras que con las lágrimas apenas crecerá.

—No se trata de eso. Hay que hacerlo con lágrimas.

—Se me morirá, sito Tom, seguro que sí; porque yo casi nunca lloro.

Así que Tom no sabía qué hacer. Pero lo pensó y dijo que Jim tendría que llorar todo lo que pudiera con una cebolla. Prometió que iría a las cabañas de los negros y le pondría una en secreto en el café de Jim por la mañana. Jim dijo que prefiriría que pusiera tabaco en el café, y puso tantos problemas con aquello, y con lo del trabajo y el problema de cultivar el barbasco, lo del birimbao y las ratas y lo de acariciar a las serpientes y las arañas y todo lo demás, encima de lo que tenía que hacer con las plumas y las inscripciones y los diarios y todo aquello, que dijo que estar prisionero era lo más difícil que había hecho en su vida, hasta que Tom perdió la paciencia con él y le respondió que había recibido más oportunidades que ningún prisionero del mundo para hacerse famoso y sin embargo no sabía agradecerlo, y que con él no se podía hacer más que perder el tiempo. Así que Jim dijo que lo sentía y que no volvería a portarse igual, y después Tom y yo nos fuimos a la cama.

Capítulo 39

P
OR LA MAÑANA
fuimos al pueblo, compramos una ratonera de alambre, la llevamos a casa y destapamos el mejor de los agujeros de las ratas, y al cabo de una media hora ya habíamos metido en la ratonera quince de las mejores; después la agarramos y la pusimos a salvo debajo de la cama de tía Sally. Pero mientras estábamos buscando arañas, el pequeño Thomas Franklin Benjamin Jefferson Elexander Phelps la encontró y abrió la portezuela para ver si salían las ratas, y salieron, y cuando volvimos la tía Sally estaba subida en la cama armando la de todos los diablos mientras las ratas hacían todo lo que podían para que no se aburriera. Entonces nos sacudió con el palo y tardamos por lo menos otras dos horas en atrapar otras quince o dieciséis, por culpa de aquel tonto de crío, y tampoco eran las mejores, porque el primer cargamento había sido inmejorable. En mi vida he visto un grupo de ratas mejor que el de aquel primer cargamento.

Conseguimos una variedad espléndida de arañas, escarabajos, ranas y orugas, entre una cosa y otra, y casi nos llevamos un nido de avispas, pero no lo conseguimos. La familia estaba en casa. No renunciamos inmediatamente, sino que aguantamos todo lo que pudimos, porque intentamos cansarlas o que nos cansaran a nosotros, como ocurrió al final. Entonces nos fuimos a poner una pomada en las picaduras y casi volvimos a quedar bien, aunque no podíamos sentarnos a gusto. Luego salimos a buscar las serpientes y agarramos un par de docenas de serpientes de agua y de serpientes domésticas y las pusimos en un saco en nuestra habitación, con lo que dio la hora de la cena después de un día entero de trabajo; ¿que si teníamos hambre? ¡No, naturalmente que no! Cuando volvimos no quedaba ni una maldita serpiente; no habíamos atado bien el saco y no sé cómo habían encontrado la salida y se habían ido. Pero no importaba mucho, porque tenían que seguir por alguna parte de la casa. Así que pensamos que ya las volveríamos a encontrar. No, durante muchos días no escasearon las serpientes en aquella casa. Se las veía colgando de las vigas y otras veces metidas en algún sitio, y generalmente se le caían a uno en el plato o se le metían por el cuello, casi siempre donde no era apetecible. Bueno, eran todas muy bonitas con sus rayas y todo, y aunque hubiera un millón no le habrían hecho daño a nadie, pero eso a la tía Sally no le importaba; le daban asco las serpientes, fueran de la raza que fuesen, y no las aguantaba en ninguna forma, y cada vez que se le caía una encima, estuviera haciendo lo que fuese, dejaba de hacerlo y se iba corriendo. Nunca he visto una mujer así; se oían sus gritos hasta Jericó. Ni siquiera era capaz de agarrar una con las tenazas. Si se daba la vuelta y se encontraba con una en la cama echaba a correr y se ponía a pegar gritos de forma que daba la impresión de que se había incendiado la casa. Fastidiaba tanto al viejo que dijo que casi le daban ganas de que no se hubieran creado las serpientes. Pero hombre, si después de que ya no quedara ni una sola en la casa desde hacía una semana la tía Sally todavía no se había repuesto; tan asustada seguía que cuando estaba sentada pensando en algo, si le tocaba uno en la nuca con una pluma pegaba un salto que se salía de los zapatos. Era muy curioso. Pero Tom dijo que todas las mujeres eran iguales. Dijo que por algún motivo u otro estaban hechas así.

Nos daba una paliza cada vez que se encontraba con una de las serpientes, y decía que eso no era nada en comparación con lo que nos iba a hacer si le volvíamos a llenar la casa de ellas. Las palizas no me importaban, porque en realidad no eran nada, pero sí me importaba lo difícil que nos resultó encontrar otro montón. Pero las conseguimos, junto con los demás bichos, y en vuestra vida habéis visto una cabaña tan animada como la de Jim cuando todas salían a oír la música y se acercaban a él. A Jim no le gustaban las arañas y a las arañas no les justaba Jim; así que se quedaban esperando y después le hacían la vida imposible. Y él decía que entre las ratas y las serpientes y la rueda de molino casi no le quedaba sitio en el catre, y en lo que le quedaba no se podía dormir, porque aquello no paraba, y que aquello no paraba porque ellas nunca dormían todas al tiempo, sino que hacían turnos, de forma que cuando se dormían las serpientes estaban de guardia las ratas y cuando se acostaban las ratas les tocaba de guardia a las serpientes, así que siempre tenía un montón de bichos debajo de él y el otro montón haciendo un circo encima, y si se levantaba para buscar un sitio nuevo las arañas se le echaban encima al hacer el cambio. Dijo que si alguna vez se escapaba, no volvería a ser prisionero ni aunque le pagaran un sueldo.

Bueno, al cabo de tres semanas todo estaba en perfecta forma. La camisa le había llegado en seguida dentro de un pastel, y cada vez que una rata mordía a Jim éste se levantaba y escribía algo en el diario mientras la tinta estaba fresca; las plumas estaban hechas, las inscripciones y todo lo demás se había quedado ya grabado en la piedra; la pata del catre estaba serrada en dos y nos habíamos comido el serrín, que nos dio un dolor de estómago de miedo. Creíamos que nos moriríamos todos, pero no. Era el serrín más indigesto que he visto en mi vida, y Tom decía lo mismo. Pero también decía que teníamos todo el trabajo hecho, por fin, aunque estábamos todos agotados, sobre todo Jim. El viejo había escrito dos veces a la plantación al sur de Orleans para que fueran a buscar a su negro fugitivo, pero no había recibido respuesta, porque esa plantación no existía, así que dijo que pondría un anuncio sobre Jim en los periódicos de Saint Louis y de Nueva Orleans, y cuando mencionó los de Saint Louis me dieron escalofríos y vi que no teníamos tiempo que perder. Tom dijo que había llegado el momento de las cartas nónimas.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Advertencias a la gente de que va a pasar algo. Unas veces se hace de una forma y otras de otra. Pero siempre hay algún espía que advierte al gobernador del castillo. Cuando Luis XVI se iba a escapar de las Telerías, fue una criada. Así está muy bien, y las cartas nónimas también. Haremos las dos cosas. Lo normal es que la madre del prisionero se cambie de ropa con ellas y se quede dentro del castillo, y él saldrá vestido con la ropa de la madre. Vamos a hacerlo también.

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