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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (12 page)

Una mañana Janssen me propuso que asistiera a una acción. Era algo que tenía que pasar antes o después, y yo lo sabía y ya había pensado en ello. Que sentía dudas en lo referido a nuestros métodos es algo que puedo decir con total sinceridad; no acababa de entender la lógica que pudieran tener. Había charlado acerca de eso con presos judíos, quienes afirmaban que para ellos, de toda la vida, las cosas malas llegaban del este y las buenas del oeste; en 1918, recibieron a nuestras tropas como liberadoras, salvadoras, y éstas se habían portado de forma muy humana; cuando se fueron, los ucranianos de Petliura volvieron a las matanzas. En cuanto al poder bolchevique, mataba al pueblo de hambre. Ahora nosotros los matábamos. Y era innegable que matábamos a mucha gente. Lo que me parecía una desgracia, por más inevitable y necesario que fuera. Pero con la desgracia hay que encararse; hay que estar siempre listo para mirar cara a cara lo inevitable y lo necesario, y percatarse de las consecuencias que de ellos se derivan; cerrar los ojos no es nunca una respuesta. Acepté el ofrecimiento de Janssen. Estaba al mando de la acción el Untersturmführer Nagel, su ayudante; salí, pues, con él de Tsviahel. Había llovido la víspera, pero la carretera seguía en buenas condiciones; viajábamos despacio entre dos elevadas murallas de vegetación que chorreaban luz y nos tapaban los campos. El pueblo, cuyo nombre no recuerdo ya, estaba a la orilla de un río ancho, pocos kilómetros más allá de la ex frontera soviética; era una población mixta; los campesinos de Galitzia vivían de un lado y los judíos del otro. Cuando llegamos, los acordonamientos ya estaban en su lugar. Nagel me había señalado un bosque detrás de la población: «Lo hacemos ahí». Parecía nervioso y titubeante; seguramente tampoco él había matado aún nunca a nadie. En la plaza central, nuestros askaris estaban reuniendo a los judíos, hombre maduros y adolescentes; los iban sacando por grupitos de las callejuelas judías; a veces los golpeaban, luego los obligaban a sentarse en el suelo y los vigilaban unos Orpo. Algunos alemanes los acompañaban también; uno de ellos, Gnauk, azotaba a los judíos con una fusta para que anduviesen. Pero, dejando aparte los gritos, todo parecía relativamente tranquilo y ordenado. No había mirones; de vez en cuando aparecía algún niño en una esquina de la plaza, miraba a los judíos sentados en el suelo y se iba corriendo. «Todavía tenemos para una media hora, me parece», dijo Nagel.. —«¿Puedo ir a dar una vuelta?», pregunté.. —«Sí, claro. Pero llévese de todas formas a su ordenanza». Así era como llamaba a Popp, que no se separaba ya de mí desde Lemberg y me preparaba el acantonamiento y el café, me lustraba las botas y mandaba que me lavasen los uniformes, y eso que yo no le había pedido nada. Me encaminé hacia las modestas casas de labor de la zona, por el lado del río. Popp me seguía a pocos pasos, con el fusil al hombro. Eran alargadas y bajas; las puertas permanecían obstinadamente cerradas, no se veía a nadie en las ventanas. Delante de una portalada de madera pintada de un azul pálido muy ordinario, alrededor de treinta ocas graznaban escandalosamente esperando a que les abrieran. Dejé atrás las últimas casas y bajé hacia el río, pero las orillas se volvían pantanosas y volví a subir algo más arriba; un poco más lejos, divisaba el bosque. El aire retumbaba con el croar agobiante y obsesivo de las ranas en celo. Más allá, entre los campos inundados en donde la luz del sol se reflejaba en las placas de agua, una docena de ocas blancas caminaban en fila, orondas y altaneras; las seguía un ternero medroso. Había tenido oportunidad de ver unos cuantos pueblos en Ucrania: me parecían mucho más pobres y míseros que éste; me temía que Oberlánder viera venirse abajo sus teorías. Volví por donde había venido. Delante de la portalada azul, las ocas seguían esperando, mientras miraban de reojo a una vaca que lloraba, con un hervidero de moscas aglutinadas en los ojos. En la plaza, los askaris estaban subiendo a los judíos a los camiones a voces y a golpes, y eso que aquellos judíos no se resistían. Delante de mí, dos ucranianos llevaban a rastras a un viejo con una pierna de palo; la prótesis se desprendió y a él lo echaron sin miramientos dentro del camión. Nagel se había alejado; alcancé a uno de los askaris y le señalé la pierna de palo: «Métela con él en el camión». El ucraniano se encogió de hombros, recogió la pierna y la arrojó hacia el viejo. En cada camión se amontonaban unos treinta judíos; debía de haber alrededor de ciento cincuenta en total, pero sólo contábamos con tres camiones; habría que hacer otro viaje. Cuando estuvieron cargados los camiones, Nagel me indicó con una seña que subiera al Opel y se dirigió hacia el bosque, con los camiones tras de sí. En las lindes, ya estaba listo el acordonamiento. Descargaron los camiones y, luego, Nagel ordenó que escogieran a los judíos que tenían que cavar; los otros esperarían allí mismo. Un Hauptscharführer hizo la selección y repartieron las palas; Nagel organizó una escolta y el grupo se internó en el bosque. Los camiones se habían vuelto a marchar. Miré a los judíos; aquellos a quienes tenía más cerca, parecían pálidos, pero tranquilos. Nagel se acercó y me interpeló con vehemencia, señalando a los judíos: «Es necesario, ¿entiende? En todo esto, el sufrimiento humano no debe contar nada de nada».. —«Sí, pero, pese a todo, algo cuenta». Eso era lo que no conseguía yo captar: la oquedad, la absoluta falta de adecuación entre la facilidad, con la que es posible matar y la tremenda dificultad que debe de haber en morir. Para nosotros, era otro asqueroso día de trabajo; para ellos, el fin de todo.

Salían gritos del bosque. «¿Qué sucede?», preguntó Nagel.. —«No lo sé, Herr Untersturmführer -respondió su suboficial-. Voy a ver». Entró a su vez en el bosque. Algunos judíos iban y venían, arrastrando los pies, con los ojos clavados en el suelo, en un silencio adusto de hombres obtusos que esperan la muerte. Un adolescente, sentado en los talones, tarareaba una canción infantil mientras me miraba con curiosidad; se acercó dos dedos a los labios; le di un cigarrillo y cerillas: me lo agradeció con una sonrisa. El suboficial volvió a aparecer en la linde del bosque y llamó: «Han encontrado una fosa común, Herr Untersmrmführer».— «¿Cómo que una fosa común?» Nagel se encaminó hacia el bosque y lo seguí. Bajo los árboles, el Hauptscharführer daba de bofetadas a un judío mientras gritaba: «¿Lo sabías, verdad que sí, maricón? ¿Por qué no lo dijiste?».. —«¿Qué sucede?», preguntó Nagel. El Hauptscharführer dejó de abofetear al judío y contestó: «Mire, Herr Untersturmführer. Nos hemos encontrado con una fosa de los bolcheviques». Me acerqué a la zanja que habían abierto los judíos; en lo hondo se vislumbraban unos cuerpos enmohecidos, encanijados, casi momificados. «Debieron de fusilarlos en invierno -comenté-. Por eso no se han descompuesto». Un soldado se enderezó en el fondo de la zanja. «Parece como si los hubieran matado de un tiro en la nuca, Herr Untersturmführer. Debe de ser cosa del NKVD». Nagel llamó al
Dolmetscher:
«Pregúntale qué pasó». El intérprete tradujo y entonces habló el judío. «Dice que los bolcheviques detuvieron a muchos hombres en el pueblo. Pero dice que no sabían que los habían enterrado aquí».. —«¡Estas bazofias no lo sabían! -estalló el Hauptscharführer-. ¡Pero si seguro que los mataron ellos!». —«Cálmese, Hauptscharführer. Mande cerrar esta tumba y que caven en otro sitio. Pero marque el emplazamiento por si hay que volver para una investigación». Volvimos donde estaba el acordonamiento: regresaban los camiones con los demás judíos. Veinte minutos después, se reunió con nosotros el Hauptscharführer, acalorado: «Hemos encontrado más cuerpos, Herr Untersturmführer. Si es que no puede ser, tienen el bosque lleno». Nagel convocó un reducido conciliábulo. «No hay muchos claros en este bosque -sugirió un suboficial-. Por eso cavamos en los mismos sitios que ellos». Mientras lo discutían, me di cuenta de que tenía clavadas en los dedos unas astillitas largas y muy finas, justo debajo las uñas; al tacto, descubrí que bajaban hasta la segunda falange, entre la carne y la piel. Era sorprendente. ¿Cómo se me habían metido allí? Porque no había notado nada. Empecé a sacármelas con cuidado, una a una, intentando no hacerme sangre. Menos mal que resbalaban con bastante facilidad. Nagel parecía haber tomado una decisión: «Hay otra parte del bosque, por allí, que está a un nivel más bajo. Vamos a intentarlo por ese lado».. —«Lo espero aquí».. —«Muy bien, Herr Obersturmführer. Ya enviaré a alguien a buscarlo». Absorto, doblé los dedos varias veces. Todo parecía en orden. Me alejé del acordonamiento, bajando por una cuesta suave, entre las hierbas silvestres y las flores ya casi secas. Más abajo, comenzaba un campo de trigo que custodiaba un cuervo crucificado bocabajo y con las alas abiertas. Me tendí en la hierba y miré el cielo. Cerré los ojos.

Popp vino a buscarme: «Ya están casi listos, Herr Obersturmführer». El acordonamiento y los judíos se habían desplazado hacia la parte de abajo del bosque. Los condenados hacían tiempo bajo los árboles, en grupitos; algunos tenían la espalda apoyada en los troncos. Más allá, en el bosque, Nagel esperaba con sus ucranianos. Unos cuantos judíos, en lo hondo de una zanja de varios metros de largo, estaban echando aún paletadas de barro por encima del talud. Me incliné, la fosa estaba llena de agua; los judíos cavaban con agua fangosa hasta la rodilla. «Esto no es una fosa, es una piscina», le comenté a Nagel en un tono bastante seco. Este no se tomó demasiado bien el comentario: «¿Y qué quiere que yo le haga, Herr Obersturmführer? Hemos dado con una vena de agua y el nivel va subiendo según van cavando. Estamos demasiado cerca del río. Pero no voy a pasarme el día mandando hacer agujeros en este bosque». Se volvió hacia el Hauptscharführer. «Bueno, ya basta. Que salgan de ahí». Estaba lívido. «¿Están listos sus tiradores?», preguntó. Comprendí que eran los ucranianos quienes iban a disparar. «Sí, Herr Untersturmführer», contestó el Hauptscharführer. Se volvió hacia el
Dolmetscher
y explicó el procedimiento. El
Dolmetscher
se lo tradujo a los ucranianos. Veinte acudieron a colocarse en fila delante de la fosa, otros cinco cogieron a los judíos que habían cavado y que estaban cubiertos de barro y los hicieron arrodillarse a lo largo del borde, de espaldas a los tiradores. Al dar la orden el Hauptscharführer, los askaris se echaron la carabina al hombro y apuntaron a la nuca de los judíos. Pero no salían las cuentas; tenía que haber dos tiradores por judío, y habían cogido a quince para cavar. El Hauptscharführer volvió a contar, ordenó a los ucranianos que bajasen los fusiles y mandó a cinco judíos que se levantasen; se fueron a esperar a un lado. Varios recitaban algo en voz baja, oraciones seguramente, pero, salvo eso, no decían nada. «Sería mejor poner más askaris -sugirió otro suboficial-. Acabaríamos antes». Vino luego un breve debate: no había en total más que veinticinco ucranianos; el suboficial proponía añadir cinco Orpo; el Hauptscharführer aseguraba que no se podía quitar gente del acordonamiento. Nagel, exasperado, zanjó: «Sigan así». El Hauptscharführer ladró una orden y los askaris alzaron los fusiles. Nagel dio un paso al frente. «Preparados..». Hablaba con voz sorda y hacía un esfuerzo para controlarla. «¡Fuego!» La ráfaga crepitó y vi algo así como una salpicadura roja que ocultaba el humo de los fusiles. La mayoría de los muertos salieron volando hacia delante y cayeron con la cara en el agua; dos de ellos se quedaron tendidos, ovillados, al borde de la fosa. «Que me despejen esto y que traigan a los siguientes», ordenó Nagel. Unos ucranianos cogieron a los dos judíos muertos por los brazos y por los pies y los tiraron dentro de la fosa; aterrizaron con mucho ruido de agua, la sangre les corría a chorros de las cabezas destrozadas y había salpicado las botas y los uniformes verdes de los ucranianos. Se acercaron dos hombres con palas y se pusieron a despejar el borde de la fosa, enviando los terrones ensangrentados y algunos restos blancos de sesos a reunirse con los muertos. Fui a mirar: los cadáveres flotaban en el agua fangosa, unos bocabajo, otros de espaldas, con las narices y las barbas asomando del agua; la sangre que les manaba de la cabeza se extendía por la superficie, como una fina capa de aceite, pero de color rojo vivo; las camisas blancas también estaban rojas y unos hilillos rojos les corrían por la piel y por la barba. Ya traían al segundo grupo, los que habían cavado y otros cinco de la linde del bosque, y los colocaron de rodillas, de cara a la fosa y a los cuerpos flotantes de sus convecinos; uno se volvió, de cara a los tiradores, con la cabeza alta, y los miró en silencio. Pensé en esos ucranianos: ¿cómo habían llegado a esto? La mayoría habían luchado contra los polacos y, luego, contra los soviéticos; debían de haber soñado con un porvenir mejor para sí y para sus hijos; y resultaba que ahora estaban en un bosque, con un uniforme extranjero, y matando a personas que no les habían hecho nada, sin razón alguna que pudieran comprender. ¿Qué podían estar pensando de todo aquello? No obstante, cuando se lo mandaban, disparaban, empujaban los cuerpos a la fosa, y traían más; no protestaban. ¿Qué pensarían de todo aquello más adelante? Habían vuelto a disparar. Ahora se oían quejas que venían de la fosa. «¡Mierda! No están todos muertos», refunfuñó el Hauptscharführer.. —«Pues que los rematen», gritó Nagel. A una orden del Hauptscharführer, dos askaris se adelantaron y dispararon otra vez a la fosa. Los gritos seguían. Dispararon por tercera vez. Junto a ellos, estaban despejando el borde. Otra vez, desde más lejos, traían a otros diez. Me llamó la atención Popp: le rebosaba de la mano un puñado de tierra del elevado montón que había cerca de la fosa y la miraba y la amasaba con los dedazos, la olfateaba; incluso se metió un poco en la boca. «¿Qué pasa, Popp?» Se me acercó: «Mire esta tierra, Herr Obersturmführer. Es buena tierra. A un hombre podrían pasarle cosas peores que vivir aquí». Los judíos se estaban arrodillando. «Tira eso, Popp», le dije.. —«Nos han dicho que luego igual podemos venir a instalarnos aquí y levantar casas de labor. Es una buena zona, es todo lo que digo».. —«Cállate, Popp». Los askaris habían disparado otra salva. Otra vez subían de la fosa gritos estridentes y gemidos. «¡Por favor, señores alemanes! ¡Por favor!» El Hauptscharführer mandó disparar el tiro de gracia: pero los gritos no cesaban, se oía a hombres luchar en el agua. También Nagel gritaba: «¡Sus hombres son un desastre disparando! Ordéneles que bajen al agujero».. —«Pero Herr Untersturmführer.»... —«¡Ordéneles que bajen!» El Hauptscharführer mandó traducir la orden. Los ucranianos empezaron a hablar, muy nerviosos. «¿Qué dicen?», preguntó Nagel.. —«No quieren bajar, Herr Untersturmführer -aclaró el
Dolmetscher-.
Dicen que no merece la pena. Que pueden disparar desde el borde». Nagel se había puesto encarnado. «¡Que bajen!» El Hauptscharführer agarró a uno del brazo y tiró de él hacia la fosa. El ucraniano se resistió. Ahora todo el mundo gritaba, en ucraniano y en alemán. Algo más allá aguardaba el grupo siguiente. El askari elegido arrojó el fusil al suelo y saltó dentro de la fosa, resbaló, cayó cuan largo era entre los cadáveres y los agonizantes. Su compañero bajó tras él, agarrándose al borde, y lo ayudó a levantarse. El ucraniano maldecía y escupía, cubierto de barro y de sangre. El Hauptscharführer le alargó el fusil. Por la izquierda, se oyeron varios tiros y gritos; los hombres del cordón disparaban en el bosque: uno de los judíos había aprovechado el barullo para salir corriendo. «¿Le han dado?», gritó Nagel.. —«No lo sé, Herr Untersturmführer», respondió desde lejos uno de los policías.. —«¡Pues vayan a ver!» Otros dos judíos se escabulleron de repente por el lado opuesto y los Orpo volvieron a disparar: uno se desplomó enseguida, el otro se perdió de vista en lo hondo del bosque. Nagel había sacado la pistola y gesticulaba con ella en la mano, gritando órdenes contradictorias. En la fosa, el askari intentaba apoyar el fusil en la frente de un judío herido, pero éste daba vueltas en el agua y la cabeza se hundía bajo la superficie. El ucraniano acabó por disparar a ojo; el tiro se llevó por delante la mandíbula del judío, pero no lo mató aún; luchaba y agarraba al ucraniano por las piernas. «Nagel», dije.. —«¿Qué?» Tenía el rostro desencajado y la pistola colgando del brazo estirado. «Me voy a esperar al coche». En el bosque se oían tiros; los Orpo disparaban a los fugitivos; me miré de reojo y fugazmente los dedos para tener la seguridad de que me había quitado bien todas las astillas. Cerca de la fosa, un judío se echó a llorar.

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