Si uno se eleva por encima de aquel despliegue de maldad individual, sólo puede compadecerlos a todos, así como nosotros seremos compadecidos algún día. Todavía le es imposible al hombre organizar su vida social sin represiones, y el equilibrio entre orden y libertad aún está por encontrarse.
La «caza de brujas» no fue, sin embargo, una mera represión. Fue también, y con igual importancia, una oportunidad largamente demorada para que todo aquel inclinado a ello expresase públicamente sus culpas y pecados cobijándose en acusaciones contra las víctimas. Repentinamente se hizo posible —patriótico y sagrado— que un hombre dijese que Martha Corey había acudido a su habitación durante la noche y que, mientras su esposa dormía a su lado, Martha se había acostado sobre su pecho y «casi lo había sofocado». Por supuesto, sólo era el espíritu de Martha, pero la satisfacción del hombre al confesarse no fue menor que si se hubiese tratado de Martha misma. De ordinario, no podía uno decir tales cosas en público.
Viejos odios de vecinos, largamente reprimidos, ahora podían expresarse abiertamente, y vengarse a despecho de los caritativos mandamientos de la Biblia. La codicia de tierras, antes puesta de manifiesto en continuos altercados por cuestiones de límites y testamentos, pudo ahora elevarse a la arena de la moralidad; era posible acusar de brujería a un vecino y sentirse perfectamente justificado por la ganga obtenida. Viejas cuentas podían ajustarse en un plano de celestial combate entre Lucifer y el Señor; las sospechas y la envidia del infeliz hacia el dichoso podían desencadenarse, y se desencadenaron, en la general venganza.
Parris reza ahora y aunque no podemos escuchar sus palabras, percibimos que es presa de la confusión. Murmura, parece estar a punto de sollozar; luego solloza y entonces reza de nuevo, pero su hija no se mueve.
Se abre la puerta y entra su esclava negra. Títuba tiene más de cuarenta años. Parris la trajo de Barbados, donde él había vivido varios años como comerciante antes de incorporarse a la Iglesia. Títuba entra como quien ya no soporta la separación de su ser más querido, pero también muy asustada pues su instinto de esclava le ha advertido que, como siempre, las dificultades en esta casa terminan por caer sobre ella.
Títuba
(dando ya un paso atrás)
: ¿Mi Betty, sanita pronto?
Parris
: ¡Fuera de aquí!
Títuba
(retrocediendo hacia la puerta)
: Mi Betty no morir...
Parris
(incorporándose, furioso)
: ¡Fuera de mi vista!
(Ella ya se ha ido.)
Fuera de mi...
(Es dominado por los sollozos. Los acalla apretando los dientes; cierra la puerta y se apoya en ella, exhausto.)
¡Dios mío! ¡Dios, ayúdame!
(Temblando de miedo, murmurando para sí entre sollozos, va hacia el lecho y toma suavemente la mano de Betty.)
Betty. Criatura. Niña querida. ¿Despertarás, abrirás tus ojos? Betty, pequeña...
(Se inclina para arrodillarse nuevamente, cuando entra su sobrina Abigail Williams, de 17 años, muchacha de llamativa belleza, huérfana, con una infinita capacidad para simular. Ahora rebosa preocupación, aprensión y compostura.)
Abigail
: Tío.
(El la mira.)
Susanna Walcott viene de lo del doctor Griggs.
Parris
: ¿Sí? Que entre, que entre.
Abigail
(Asomándose a la puerta para llamar a Susanna, que está unos escalones más abajo): Entra, Susanna.
(Entra Susanna Walcott, muchacha nerviosa, apresurada, algo más joven que Abigail.)
Parris
(ansiosamente)
: Hija, ¿qué dice el médico?
Susana
(empinándose para ver a Betty por encima de Parris)
: Me manda venir a deciros, reverendo señor, que para eso no puede encontrar en sus libros ninguna medicina.
Parris
: Debe seguir buscando, entonces.
Susana
: Sí, señor; ha estado buscando en sus libros desde que lo dejasteis, señor. Pero me manda deciros que podríais buscar vos la causa de esto en algo antinatural.
Parris
(dilatándosele los ojos)
: No... no. Nada de causas antinaturales. Dile que he enviado por el reverendo Hale, de Beverly y el señor Hale seguramente lo confirmará. Que busque en la medicina y deseche toda idea de causas antinaturales, que aquí no las hay.
Susana
: Sí, señor. Es él quien me manda deciros...
(Se vuelve para salir.)
Abigail
: No digas nada de esto en el pueblo, Susanna.
Parris
: Ve directamente a casa y no hables de causas antinaturales.
Susana
: Sí, señor. Rogaré por ella.
(Vase.)
Abigail
: Tío, cunde el rumor de que es brujería; creo que lo mejor será que bajéis y lo neguéis vos mismo. La sala está llena de gente, señor. Yo me quedaré con ella.
Parris
(abrumado, se vuelve hacia ella)
: ¿Y qué he de decirles? ¿Que en el bosque descubrí a mi hija y mi sobrina, bailando como herejes?
Abigail
: Sí, tío, bailamos. Habréis de decirles que yo lo confesé. Y seré azotada si debo serlo. Pero hablan de brujería. Betty no está embrujada.
Parris
: Abigail, no puedo presentarme ante la congregación sabiendo que no te has franqueado conmigo. ¿Qué habéis hecho con ella en el bosque?
Abigail
: Bailamos, tío. Y cuando aparecisteis de entre los arbustos, tan repentinamente, Betty se asustó y se desmayó. Y eso fue todo.
Parris
: Hija, siéntate.
Abigail
(temblando al sentarse): Yo jamás le haría daño a Betty. La amo tiernamente.
Parris
: Atiéndeme, criatura. Tu castigo vendrá a su tiempo. Pero si en el bosque habéis traficado con espíritus, debo saberlo ahora, pues sin duda llegarán a saberlo mis enemigos y con ello me arruinarán.
Abigail
: Pero es que
no
conjuramos espíritus...
Parris
: ¿Entonces por qué desde la medianoche no puede moverse? La chica no tiene remedio.
(Abigail baja la vista.)
Esto saldrá a la luz, forzosamente...; mis enemigos lo pondrán en descubierto. Dime qué es lo que habéis hecho allí. Abigail, ¿te das cuenta de que tengo muchos enemigos?
Abigail
: Oí decirlo así, tío.
Parris
: Hay un bando que ha jurado arrojarme de mi púlpito. ¿Comprendes esto?
Abigail
: Así lo creo, señor.
Parris
: Y bien; en medio de semejante embrollo, mis propios familiares resultan ser el mismo centro de no sé qué práctica obscena. En el bosque se hacen barbaridades...
Abigail
: ¡Jugábamos, tío!
Parris
(señalando a Betty)
: ¿A esto le llamas jugar?
(Ella baja la mirada. El suplica.)
Abigail, si sabes algo que pueda ayudar al médico, por amor de Dios, dímelo.
(Ella calla.)
Al sorprenderos, vi a Títuba agitando sus brazos sobre el fuego. ¿Por qué hacía eso? Y oí cómo, de su boca, salía una chillona jerigonza. ¡Se bamboleaba como una bestia estúpida sobre esa fogata!
Abigail
: Siempre canta sus cantos de Barbados, y nosotras bailamos.
Parris
: No puedo cerrar los ojos a lo que vi, Abigail, pues no han de cerrarlos mis enemigos. Vi un vestido tirado sobre la hierba.
Abigail
(inocentemente): ¿Un vestido?
Parris
(...es muy duro decirlo)
: Sí, un vestido. ¡Y me pareció ver... a alguien desnudo, corriendo entre los árboles!
Abigail
(aterrorizada): ¡Nadie estaba desnudo! ¡Os engañáis, tío!
Parris
(con enojo)
: ¡Yo lo vi! (Se
aleja de ella. Con resolución)
: Sé sincera conmigo, Abigail. Y te imploro, doblégate bajo el peso de la verdad, pues lo que está en juego es mi ministerio...; mi ministerio y tal vez la vida de tu prima. Cualquiera haya sido la enormidad que habéis consumado, dímelo todo ahora, pues no me atrevo a presentarme ante ellos, allí abajo, sin conocer la verdad.
Abigail
: No hay nada más. Lo juro tío.
Parris
(la observa: luego asiente con la cabeza, convencido a medias)
: Abigail, he luchado aquí durante tres largos años para que esta gente testaruda se me someta y ahora, justamente ahora cuando la parroquia comienza a dar señales de algún respeto hacia mí, tú comprometes nada menos que mi reputación. Te he dado un hogar, criatura, te he cubierto de ropas...; dame ahora una honrada respuesta. En el pueblo..., ¿tu nombre es completamente inmaculado?
Abigail
(con una pizca de resentimiento): Claro, estoy segura de que sí, señor. Mi nombre no tiene de qué avergonzarse.
Parris
(concretando)
: Abigail, aparte de lo que me has dicho, ¿hay alguna otra causa por la que te han despedido del servicio de la señora Proctor? He oído decir, y tal como lo dijeron te lo cuento, que este año ella viene a la iglesia tan raras veces sólo por no sentarse tan cerca de algo sucio. ¿Qué querían decir con eso?
Abigail
: Me odia; sin duda, tío, porque no quise ser su esclava. Es una mujer cruel, una mujer mentirosa, insensible, llorona, y yo no quiero trabajar para semejante mujer.
Parris
: Tal vez lo sea. Y sin embargo me ha preocupado que estés fuera de esa casa desde hace siete meses y que en todo este tiempo ninguna otra familia haya pedido tus servicios.
Abigail
: Quieren esclavos, no gente como yo. Que vayan a buscarlos a Barbados. ¡No me ensuciaré la cara por ninguno de ellos!
(Con mal disimulado resentimiento hacia él)
: ¿Me regateas mi cama, tío?
Parris; No... No.
Abigail
(con arrebato): Tengo buen nombre en el pueblo. No permitiré que se diga que mi nombre está sucio. ¡La señora Proctor es una charlatana embustera! (Entra Ann Putnam. Es una mujer de cuarenta y cinco años, de alma atormentada, obsesionada por la muerte, acosada por los sueños.)
Parris
(apenas comienza a abrirse la puerta)
: No... no. No puedo recibir a nadie.
(La ve y en él surge cierta deferencia aunque sin disipar su ansiedad)
: Ah, señora Putnam, entrad.
Ann
(agitada, con los ojos encendidos)
: Es un prodigio, no cabe duda de que os ha tocado un rayo del Infierno.
Parris
: No, señora Putnam, es...
Ann
(aludiendo a Betty)
: ¿Hasta qué altura voló, hasta qué altura?
Parris
: No, no... no voló...
Ann
(muy satisfecha de ello)
: ¡Cómo! ¡Seguro que voló! ¡El señor Collins la vio pasar sobre el granero de Ingersoll, y descender con la ligereza de un pájaro, dice!
Parris
: No, señora Putnam, escuchad, ella no ha...
(Entra Thomas Putnam, un duro terrateniente acomodado, cincuentón.)
Ah, buenos días, señor Putnam.
Putnam
: ¡Es una suerte que la cosa haya brotado, por fin! ¡Es providencial!
(Va directamente hacia el lecho.)
Parris
: ¿Qué cosa ha brotado, señor, qué...?
(Ann va hacia la cama.)
Putnam
(mirando a Betty)
: ¡Pero
sus
ojos están cerrados! Mira tú, Ann.
Ann
: Sí que es extraño.
(A Parris)
: Los de la nuestra están abiertos.
Parris
(sobresaltado)
: ¿Vuestra Ruth está enferma?
Ann
(con maligna certidumbre)
: Yo no diría enferma; el toque del Diablo es más grave que estar enferma. Es la muerte, sabéis, es la muerte diabólica que se mete en ellas, con horquilla y con pezuñas.
Parris
: ¡Oh, no, por favor! ¿Por qué, qué es lo que tiene Ruth?
Ann
: Tiene lo que se merece... No se despertó esta mañana, pero sus ojos están abiertos y camina, y nada oye, nada ve, y nada puede comer. Su alma está poseída, seguramente.
(Parris queda paralizado.)
Putnam
(como pidiendo más detalles)
: Dicen que habéis enviado por el reverendo Hale, de Beverly...
Parris
(con menos convicción ahora)
: Es sólo una precaución. Posee gran experiencia en todas las artes demoníacas, y yo...
Ann
: Ya lo creo; y el año pasado encontró una bruja en Beverly, recordadlo bien.
Parris
: Vamos, señora Ann, sólo pensaron que era una bruja, y estoy seguro de que aquí no hay nada de brujería.
Putnam
: ¡Nada de brujería! Vamos señor Parris, ved que...
Parris
: Thomas, Thomas, os ruego, no habléis de brujería. Sé que vos no me desearíais, y vos menos que nadie, Thomas, tan desastrosa acusación. No podemos pensar en brujería. A gritos me echarán de Salem por semejante corrupción en mi casa.
(Dos palabras acerca de Thomas Putnam. Era un hombre con muchos rencores, de los que, por lo menos uno, parece justificado. Tiempo atrás, el cuñado de su esposa, James Bayley, había sido rechazado como ministro de Salem. Bayley llenaba todos los requisitos y contaba con dos tercios de los votos necesarios, pero un sector impidió su designación por razones que no son claras.
Thomas Putnam era el hijo mayor del hombre más rico del lugar. Había peleado contra los indios en Narragansett y se interesaba profundamente por los asuntos parroquiales. Indudablemente, se sintió mal retribuido por la comunidad que tan escandalosamente desairaba a su candidato para uno de los cargos más importantes del pueblo, tanto más cuanto que él mismo se consideraba intelectualmente superior a la mayoría de la gente que había a su alrededor.
Su naturaleza vengativa quedó demostrada mucho antes de que comenzara la «caza de brujas». George Burroughs, otro ex párroco de Salem, había tenido que obtener dinero prestado para pagar el entierro de su esposa y como la parroquia se atrasaba en el pago de su salario, pronto se encontró en bancarrota. Thomas y su hermano John hicieron encarcelar a Burroughs por deudas que el hombre no debía.
El incidente es importante sólo porque Burroughs consiguió ser párroco allí donde Bayley, cuñado de Thomas Putnam, fue rechazado; el motivo de resentimiento es aquí claro. Thomas Putnam sintió que su propio nombre y el honor de su familia habían sido mancillados por el pueblo y se propuso desquitarse como pudiera.