—A dormir, niños, que Dios os vigila y si no sois buenos Él se entera siempre.
Yo pienso que mi padre es como la Santísima Trinidad, que tiene tres personas diferentes: el de la mañana con el periódico, el de la noche con los cuentos y las oraciones y el que hace la cosa mala y llega a casa oliendo a whiskey y quiere que muramos por Irlanda.
La cosa mala me pone triste, pero yo no puedo apartarme de él, porque el de la mañana es mi padre de verdad, y si estuviésemos en América yo podría decirle «te quiero, papá», como dicen en las películas, pero eso no lo puedes decir en Limerick porque se pueden reír de ti. Puedes decir que quieres a Dios, a los niños pequeños y a los caballos que ganan las carreras, pero cualquier otra cosa es una bobada.
Sufrimos día y noche en esta cocina el tormento de la gente que vacía los cubos. Mamá dice que lo que nos mata no es el río Shannon, sino la peste de ese retrete que tenemos ante nuestra puerta. Ya estamos bastante mal en el invierno, cuando todo rebosa y se filtra por debajo de nuestra puerta, pero estamos peor con el tiempo cálido, cuando hay moscas, tábanos y ratas.
Junto al retrete hay un establo donde guardan al caballo grande del almacén de carbón de Gabbett. Se llama el Caballo Finn, y todos lo queremos, pero el mozo del almacén de carbón no limpia bien el establo y la peste llega hasta nuestra casa. La peste del retrete y del establo atrae a las ratas, y nosotros tenemos que ahuyentarlas con nuestro perro nuevo, Lucky. A éste le gusta arrinconar a las ratas para que nosotros las hagamos pedazos con palos o con piedras o las atravesemos con la horca del establo. Al mismo caballo lo asustan las ratas y nosotros tenemos que andar con cuidado cuando se encabrita. Sabe que nosotros no somos ratas porque le traemos manzanas cuando las robamos en alguna huerta del campo.
Algunas veces las ratas se escapan y entran corriendo en nuestra casa y en la carbonera que hay bajo las escaleras, que está oscura como la boca del lobo, y no se ven. Aunque traigamos una vela no podemos encontrarlas, porque excavan agujeros por todas partes y no sabemos dónde buscarlas. Si tenemos el fuego encendido podemos hervir agua y derramarla despacio con la tetera, y así salen del agujero entre nuestras piernas y se vuelven a marchar por la puerta, a no ser que las esté esperando Lucky para atraparlas con los dientes y sacudirlas hasta matarlas. Esperamos que se coma las ratas, pero él las deja en el callejón con las tripas colgando y vuelve corriendo para que mi padre le dé un trozo de pan mojado en té. La gente del callejón dice que es una manera rara de comportarse un perro, pero que qué se podía esperar de un perro de los McCourt.
En cuanto hay la menor señal de ratas o alguien habla de ellas, mamá sale por la puerta y se va hasta el final del callejón. Preferiría pasearse eternamente por las calles de Limerick a vivir un solo momento en una casa en la que hubiese una rata, y no tiene un momento de descanso porque sabe que con el establo y el retrete siempre hay cerca una rata que tiene que dar de comer a su familia.
Luchamos contra las ratas y luchamos contra la peste del retrete. Cuando hace buen tiempo nos gustaría dejar abierta la puerta, pero eso no se puede hacer cuando la gente viene trotando por el callejón a vaciar los cubos llenos a rebosar. Algunas familias son peores que otras, y papá las odia a todas, aunque mamá le dice que no es culpa de ellos que los constructores de hace cien años hicieran casas sin más retretes que éste que está ante nuestra puerta. Papá dice que la gente debería vaciar los cubos en plena noche, cuando nosotros estuviésemos dormidos, para que no nos molestase el olor.
Las moscas son casi tan molestas como las ratas. Los días cálidos acuden en enjambre al establo, y cuando alguien vacía un cubo acuden a montones al retrete. Cuando mamá cocina algo acuden a montones a la cocina, y papá dice que es asqueroso pensar que la mosca que está posada en el azucarero estaba posada hace un momento en la taza del retrete, o en lo que queda de ella. Si tienes una llaga, la encuentran y te atormentan. De día tienes encima a las moscas, de noche tienes encima a las pulgas. Mamá dice que las pulgas tienen una virtud, que son limpias, pero dice que las moscas son asquerosas, nunca se sabe de dónde vienen y portan enfermedades de todas clases.
Podemos perseguir a las ratas y matarlas. Podemos matar las moscas y las pulgas dándoles palmadas, pero no podemos hacer nada contra los vecinos y sus cubos. Si estamos jugando en el callejón y vemos venir a alguien con un cubo, damos una voz de alarma a nuestra casa: «Que viene un cubo, cerrad la puerta, cerrad la puerta», y el que está dentro de casa corre a la puerta. Cuando hace calor vamos corriendo constantemente a cerrar la puerta porque sabemos qué familias tienen los cubos peores. Hay familias cuyos padres tienen trabajo, y si adoptan la costumbre de cocinar con
curry
sabemos que sus cubos producirán una peste insoportable que nos pondrá enfermos. Ahora que hay guerra y los hombres envían dinero desde Inglaterra, son cada vez más las familias que cocinan con
curry,
y nuestra casa está llena de la peste día y noche. Sabemos cuáles son las familias del
curry,
sabemos cuáles son las del repollo. Mamá está enferma constantemente, papá se da paseos por el campo cada vez más largos y nosotros jugamos en la calle siempre que podemos, lejos del retrete. Papá ya no se queja del río Shannon. Ya sabe que el retrete es peor, y me lleva consigo al ayuntamiento para quejarse. El hombre que está allí le dice:
—Señor mío, lo único que pudo decirle es que se mude.
Papá le dice que no podemos permitirnos mudarnos, y el nombre dice que él no puede hacer nada.
—No estamos en la India —dice papá—. Estamos en un país cristiano. El callejón necesita más retretes.
El hombre dice:
—¿Espera usted que Limerick se ponga a construir retretes en unas casas que, al fin y al cabo, se están cayendo, en unas casas que serán derribadas cuando termine la guerra?
Papá dice que el retrete podría matarnos a todos. El hombre dice que vivimos en unos tiempos peligrosos.
Mamá dice que ya es bastante difícil encender un fuego para guisar la comida de Navidad, pero que si yo voy a asistir a la comida de Navidad en el hospital tendré que lavarme de la cabeza a los pies. Ella no consentiría que la hermana Rita pudiera decir que yo estaba abandonado o en peligro de contraer otra enfermedad. Por la mañana temprano, antes de misa, pone a hervir una olla de agua y casi me arranca el cuero cabelludo con el agua hirviendo. Me restriega las orejas y me frota la piel con tanta fuerza que me escuece. Puede permitirse darme dos peniques para que vaya en autobús al hospital, pero tendré que volver a pie, y eso me sentará bien porque estaré lleno de comida, y ahora ella tiene que volver a avivar el fuego para hervir la cabeza de cerdo, el repollo y las patatas blancas y harinosas que volvió a recibir por la bondad de la Conferencia de San Vicente de Paúl, y está decidida a que éste sea el último año en que celebremos el nacimiento de Nuestro Señor con cabeza de cerdo. El año que viene comeremos ganso o un buen jamón. ¿Por qué no? ¿Acaso no es famoso Limerick en todo el mundo por sus jamones?
—Mirad a nuestro soldadito —dice la hermana Rita—: qué aspecto más sano tiene. Todavía no tiene carne en los huesos, pero aun así. Ahora, dime: ¿has oído misa esta mañana?
—Sí, hermana.
—Y ¿has comulgado?
—Sí, hermana.
Me lleva a una sala desocupada y me dice que me siente allí, en esa silla, que no tardarán en darme mi comida. Se marcha, y yo me pregunto si voy a comer con las monjas y con las enfermeras o si voy a estar en una sala con niños que celebran su comida de Navidad. Al cabo de un rato me trae la comida la muchacha del vestido azul que me traía los libros. Pone la bandeja sobre una cama y yo acerco una silla. Me mira frunciendo el ceño y arruga la cara en un gesto.
—Tú —me dice—, ésa es tu comida, y no voy a traerte ningún libro.
La comida es deliciosa: pavo, puré de patatas, guisantes, gelatina con natillas y una taza de té. El plato de gelatina con natillas parece delicioso y yo no puedo resistirlo, de modo que decido comérmelo primero, ya que no hay nadie delante, pero cuando estoy comiéndomelo entra a traerme pan la muchacha del vestido azul y dice:
—¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—Sí que estás haciendo algo. Te estás comiendo el postre antes de la comida —dice, y sale corriendo y gritando—: Hermana Rita, hermana Rita, venga en seguida.
La monja entra corriendo.
—¿Estás bien, Francis?
—Sí, hermana.
—No está bien, hermana. Se está comiendo la gelatina y las natillas antes de la comida. Eso es pecado, hermana.
—Ah, vaya, querida, puedes marcharte, yo hablaré con Francis.
—Sí, hermana, hable con él. Si no, todos los niños del hospital se comerán el postre antes de la comida, ¿y dónde iríamos a parar?
—Es verdad, es verdad, ¿dónde iríamos a parar? Puedes marcharte.
La muchacha se marcha y la hermana Rita me sonríe.
—A esa alma de Dios no se le escapa nada, a pesar de su confusión. Tenemos que tener paciencia con ella, Francis, porque está tocada.
Se marcha y reina el silencio en esa sala de hospital desocupada, y cuando termino de comer no sé qué hacer porque aquí uno no debe hacer nada mientras no se lo digan. En los hospitales y en las escuelas siempre te dicen lo que tienes que hacer. Paso mucho tiempo esperando hasta que entra a llevarse la bandeja la muchacha del vestido azul.
—¿Has terminado? —dice.
—Sí.
—Bueno, pues no hay más, y ya puedes volverte a tu casa.
Pienso que las muchachas que están mal de la cabeza no pueden decirle a uno que se vuelva a su casa, y me pregunto si debo esperar a la hermana Rita. Una enfermera que encuentro en el pasillo me dice que la hermana Rita está comiendo y que no se la puede molestar.
Hay una larga caminata desde Union Cross hasta la colina del Cuartel, y cuando llego a mi casa mi familia está arriba, en Italia, y ya llevan un buen rato comiéndose la cabeza de cerdo, el repollo y las patatas blancas y harinosas. Les cuento mi comida de Navidad. Mamá me pregunta si he comido con las enfermeras y con las monjas, y se enfada un poco cuando le digo que he comido solo en una sala de hospital y dice que ésa no es manera de tratar a un niño. Me hace sentar y comer algo de cabeza de cerdo, y yo me la tengo que meter en la boca a la fuerza, y estoy tan lleno que tengo que echarme en la cama con un kilómetro de tripa.
A primera hora de la mañana hay un automóvil ante nuestra puerta, el primero que hemos visto nunca en el callejón. Hay hombres de traje asomados a la puerta del establo del Caballo Finn, y debe de pasar algo malo, porque en el callejón no se ve nunca a hombres con traje.
Es el Caballo Finn. Está tendido en el suelo del establo mirando al callejón, y tiene alrededor de la boca un líquido blanco como leche. El mozo que cuida al Caballo Finn dice que se lo encontró así esa mañana, y que es raro porque siempre suele estar en pie esperando el pienso. Los hombres sacuden la cabeza. Mi hermano Michael dice а uno de los hombres:
—¿Qué le pasa a Finn, señor?
—El caballo está enfermo, hijo. Vete a casa.
Al mozo que se ocupa de el Caballo Finn le huele el aliento a whiskey. Dice a Michael:
—Ese caballo está moribundo. Hay que pegarle un tiro.
Michael me tira de la mano.
—Frank, que no le peguen un tiro. Díselo tú, que eres mayor.
—Vete a tu casa, chico —dice el mozo—. Vete a tu casa.
Michael lo ataca, le da patadas, le araña el dorso de la mano, y el mozo hace volar a Michael de un empujón.
—Sujeta a tu hermano —me dice—, sujétalo.
Uno de los otros hombres saca de una bolsa una cosa amarilla y marrón, se acerca al Caballo Finn, se la apoya en la cabeza y se oye un chasquido fuerte. El Caballo Finn tiembla. Michael grita al hombre y lo ataca también, pero el hombre dice:
—El caballo estaba enfermo, hijo. Está mejor así.
Los hombres que van vestidos de traje se marchan en el automóvil, y el mozo dice que tiene que esperar al camión que se llevará al Caballo Finn, que no puede dejarlo solo o las ratas se le echarán encima. Nos pregunta si podríamos vigilar al caballo con nuestro perro Lucky mientras él va a la taberna, pues tiene unas ganas locas de tomarse una pinta.
Ninguna rata tiene la menor ocasión de acercarse al Caballo Finn mientras Michael monta guardia con un palo, aunque es pequeño. El hombre vuelve con olor a cerveza negra en el aliento, y después llega el camión grande para llevarse al caballo con tres hombres y dos tablas grandes que bajan desde la parte trasera del camión hasta la cabeza de Finn. Los tres hombres y el mozo atan cuerdas al Caballo Finn y lo hacen subir, tirando, por las tablas, y la gente del callejón grita a los hombres porque las tablas tienen clavos y astillas que se enganchan en el Caballo Finn y le arrancan tiras de piel y dejan manchadas las tablas con sangre de caballo brillante y rosada.
—Estáis destrozando a ese caballo.
—¿No tenéis respeto a los muertos?
—Tened cuidado con ese pobre caballo.
—Por el amor de Dios, ¿a qué vienen tantas quejas? No es más que un caballo muerto —dice el mozo, y Michael vuelve a atacarlo bajando la cabeza y haciendo volar los pequeños puños, hasta que el mozo le da un empujón que lo tira de espaldas, y mamá corre hacia el mozo con tanta rabia que éste huye subiendo por las tablas y se esconde tras el cuerpo del caballo. Vuelve borracho a última hora de la tarde para dormirla, y cuando se marcha sale humo del heno y el establo se quema, las ratas corren por el callejón y todos los niños y todos los perros las persiguen hasta que huyen a las calles de la gente respetable.