Las cenizas de Ángela (16 page)

Read Las cenizas de Ángela Online

Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Y sonríe.

Dos semanas antes de Navidad, Malachy y yo volvemos de la escuela a casa un día de lluvia fuerte y cuando entramos por la puerta nos encontramos la cocina vacía. La mesa, las sillas y el baúl han desaparecido y el fuego de la chimenea está apagado. El Papa sigue allí, lo que quiere decir que no hemos vuelto a mudarnos. Papá no se mudaría sin llevarse al Papa. El suelo de la cocina está mojado, hay pequeños charcos de agua por todas partes, y las paredes brillan con la humedad. En el piso superior se oye un ruido, y cuando subimos nos encontramos a papá, a mamá y los muebles que faltan. Allí arriba se está bien y hace calor; hay lumbre en la chimenea, mamá está sentada en la cama y papá está leyendo
The Irish Press
y se fuma un cigarrillo junto al fuego. Mamá nos cuenta que hubo una inundación terrible, que el agua de lluvia bajó por el callejón y entró como un torrente por debajo de nuestra puerta. Intentaron detenerla con trapos, pero éstos se empapaban y dejaban pasar el agua de lluvia. La gente que vaciaba sus cubos empeoraba la situación, y en la cocina había una peste repugnante. Cree que debemos quedamos en el piso de arriba mientras haya lluvia. Estaremos calientes durante los meses del invierno, y ya bajaremos al piso inferior en la primavera si hay señales de sequedad en las paredes o en el suelo. Papá dice que es como si nos hubiésemos marchado de vacaciones a un país extranjero cálido, como Italia. Así llamaremos desde ahora al piso de arriba: Italia. Malachy dice que el Papa sigue colgado en la pared del piso de abajo y que va a pasar frío, y pregunta si podemos subirlo, pero mamá dice:

—No, se queda donde está porque no quiero tenerlo aquí en la pared mirándome fijamente cuando estoy en la cama. ¿No basta con haberlo traído a cuestas desde Brooklyn hasta Limerick pasando por Belfast y por Dublín? Lo único que necesito ahora es un poco de paz, de tranquilidad y de comodidad.

Mamá nos lleva a Malachy y a mí a la Conferencia de San Vicente de Paúl para que nos pongamos en la cola con el fin de ver si existe alguna posibilidad de recibir algo para la comida de Navidad, un ganso o un jamón, pero el hombre dice que en Limerick todos están en una situación desesperada aquella Navidad. Le entrega un vale para recoger provisiones en la tienda de McGrath y otro para el carnicero.

—Nada de ganso —dice el carnicero—, nada de jamón. Nada de artículos de lujo cuando se viene con el vale de San Vicente de Paúl. Lo que le puedo dar, señora, es morcilla y callos, o una cabeza de cordero, o una buena cabeza de cerdo. La cabeza de cerdo no tiene nada de malo, señora, tiene mucha carne y a los niños les encanta; corte la carrillada en lonchas, úntela con mostaza y estará en la gloria, aunque supongo que eso no será costumbre en América, donde se vuelven locos por los bistecs y por las aves de todo tipo, las que vuelan, las que andan y las que van por el agua.

Dice a mamá que tampoco puede darle tocino cocido ni salchichas, y que si sabe lo que le conviene se llevará la cabeza de cerdo antes de que se acaben, pues todos los pobres de Limerick las están pidiendo a gritos.

Mamá dice que no está bien comer cabeza de cerdo en Navidad, y él dice que es mucho más de lo que tenía la Sagrada Familia en aquel frío portal de Belén hace mucho tiempo. Ellos no se habrían quejado si alguien les hubiera ofrecido una buena cabeza de cerdo.

—No, no se habrían quejado —dice mamá—, pero tampoco se habrían comido de ningún modo la cabeza de cerdo. Eran judíos.

—¿Y qué tiene eso que ver? Una cabeza de cerdo es una cabeza de cerdo.

—Y un judío es un judío, y eso va en contra de su religión, y yo no los culpo.

—¿Entiende usted mucho de judíos y de cerdos, señora? —dice el carnicero.

—No —dice mamá—, pero en Nueva York conocíamos a una mujer judía, la señora Liebowitz, y no sé qué habríamos hecho sin ella.

El carnicero toma la cabeza de cerdo de un estante y cuando Malachy dice: «Huy, mirad, un perro muerto», el carnicero y mamá se echan a reír. Envuelve la cabeza en un papel de periódico, se la entrega a mamá y le dice: «Feliz Navidad». Después envuelve unas salchichas y le dice:

—Llévese estas salchichas para el desayuno del día de Navidad.

—Ay, no puedo permitirme las salchichas —dice mamá, y el carnicero le contesta:

—¿Le he pedido dinero? ¿Se lo he pedido, acaso? Llévese estas salchichas. Quizás compensen en parte la falta de un ganso o de un jamón.

—La verdad, no tiene por qué hacer esto —dice mamá.

—Ya lo sé, señora. Si tuviera que hacerlo, no lo haría.

Mamá dice que le duele la espalda y que yo tendré que llevar la cabeza de cerdo. La sujeto contra el pecho, pero está húmeda, y cuando empieza a caerse el periódico todos pueden ver la cabeza.

—Me muero de vergüenza de que todo el mundo sepa que vamos a comer cabeza de cerdo en Navidad —dice mamá.

Algunos niños que van a la Escuela Nacional Leamy me ven, me señalan y se ríen.

—Ay, Dios, mirad a Frankie McCourt con su morro de cerdo. ¿Es eso lo que comen los yanquis el día de Navidad, Frankie?

—Oye, Christy —grita uno a otro—, ¿sabes cómo se come una cabeza de cerdo?

—No, no lo sé, Paddy.

—Lo agarras por las orejas y le comes la cara a bocados.

Y Christy dice:

—Oye, Paddy, ¿sabes cuál es la única parte del cerdo que no se comen los McCourt?

—No, no lo sé, Christy.

—La única parte que no se comen es el gruñido.

Después de recorrer algunas manzanas, el papel de periódico se ha caído por completo y todos pueden ver la cabeza de cerdo. El morro está aplastado contra mi pecho y me apunta a la barbilla, y a mí me da pena porque está muerto y todo el mundo se ríe de él. Mi hermana y mis dos hermanos también están muertos, pero yo tiraría una piedra al que se riese de ellos.

Ojalá viniese papá a ayudarnos, porque cada pocos pasos mamá tiene que pararse y apoyarse en una pared. Se toca la espalda y dice que no será capaz de subir a la colina del Cuartel. Aunque viniera papá no serviría de mucho, porque nunca lleva nada en las manos, ni paquetes ni bolsas ni bultos. Si llevas en las manos cosas así, pierdes la dignidad. Eso dice él. Llevaba a cuestas a los gemelos cuando estaban cansados, y llevaba al Papa, pero eso no es lo mismo que llevar cosas corrientes como una cabeza de cerdo. Nos dice a Malachy y a mí que cuando uno se hace mayor tiene que llevar cuello y corbata y nunca debe permitir que la gente lo vea a uno llevando cosas en las manos.

Está en el piso de arriba sentado junto al fuego, fumándose un cigarrillo, leyendo
The Irish Press,
que le encanta porque es el periódico de De Valera y él cree que De Valera es el hombre más grande del mundo. Me mira y mira la cabeza de cerdo y dice a mamá que es una deshonra que un niño lleve un objeto así por las calles de Limerick. Ella se quita el abrigo, se mete en la cama y le dice que en las Navidades siguientes puede encargarse él de buscar la comida. Ella está agotada y el cuerpo le pide a voces una taza de té, de modo que él puede dejar sus aires de grandeza, hervir el agua para hacer el té y freír algo de pan antes de que sus dos hijos pequeños se mueran de hambre.

La mañana de Navidad papá enciende el fuego temprano para que podamos comer salchichas y pan con té. Mamá me envía a casa de la abuela para pedirle prestada una olla para cocer la cabeza de cerdo.

—¿Qué vais a comer? —pregunta la abuela—. ¡Una cabeza de cerdo! Jesús, María y José, esto es el colmo de los colmos. ¿No ha sido capaz tu padre de salir y de conseguir un jamón, o al menos un ganso? ¿Qué clase de hombre es, al fin y al cabo?

Mamá mete la cabeza de cerdo en la olla y la cubre de agua, y mientras el cerdo se cuece papá nos lleva a Malachy y a mí a misa a la iglesia de los redentoristas. En la iglesia hace calor y hay un olor dulce a flores, incienso y velas. Nos lleva a que veamos al Niño Jesús en la cuna. Es un niño grande y gordo con rizos rubios como los de Malachy. Papá nos dice que esta que está aquí con el vestido azul es María, la madre de Jesús, y que aquel viejo con barba es su padre, San José. Dice que están tristes porque saben que Jesús se hará mayor y lo matarán para que todos podamos ir al cielo. Yo le pregunto por qué tiene que morir el Niño Jesús, y papá dice que esas cosas no se pueden preguntar.

—¿Por qué? —pregunta Malachy, y papá le manda callar.

Cuando volvemos a casa, mamá se encuentra en un estado de nervios terrible. No hay carbón suficiente para cocer la comida, el agua ya no hierve y dice que está loca de preocupación. Tendremos que volver a bajar por la carretera del Muelle para ver si queda algo de carbón o de turba que haya caído de los camiones. Sin duda, encontraremos algo en la carretera en este día tan especial. Ni los más pobres salen a recoger carbón de la carretera el día de Navidad. No sirve de nada pedírselo a papá, porque él no caerá nunca tan bajo, y aunque cayera tampoco quiere llevar cargas por la calle. Es una norma suya. Mamá no puede ir porque le duele la espalda.

—Tendrás que ir tú, Frank —dice—, y llévate también a Malachy.

La carretera del Muelle está muy lejos, pero no nos importa porque tenemos la tripa llena de salchichas y de pan y no llueve. Llevamos un saco de lona que mamá pidió prestado a la señora Hannon, la vecina de al lado, y mamá tiene razón: en la carretera del Muelle no hay nadie. Todos los pobres están en sus casas comiendo cabeza de cerdo, o quizás un ganso, y tenemos la carretera del Muelle para nosotros solos. Encontramos trozos de carbón y de turba en las grietas de la carretera y en las paredes de los almacenes de carbón. Encontramos trozos de papel y de cartón que servirán para volver a encender el fuego. Mientras estamos vagando de un lado a otro intentando llenar el saco aparece Pa Keating. Debe de haberse lavado para celebrar la Navidad, porque no está tan negro como el día en que murió Eugene. Nos pregunta qué hacemos con ese saco, y cuando Malachy se lo cuenta, él dice:

—¡Jesús, María y el santo San José! Hoy es Navidad, y no tenéis lumbre para vuestra cabeza de cerdo. Es una puñetera vergüenza.

Nos lleva a la taberna de South, que no debería estar abierta, pero él es cliente fijo y hay una puerta trasera para los hombres que quieren tomarse su pinta para celebrar el nacimiento del Niño Jesús que está en el cielo en su cuna. Pide su pinta y gaseosa para nosotros, y pregunta al hombre si sería posible que nos diera unos trozos de carbón. El hombre dice que lleva veintisiete años sirviendo bebidas y nadie le había pedido carbón hasta entonces. Pa dice que se lo pide como favor, y el hombre dice que si Pa le pidiera la luna él volaría a cogerla y se la traería. El hombre nos lleva hasta la carbonera, bajo las escaleras, y nos dice que cojamos lo que podamos llevar a cuestas. Es carbón de verdad, no son los fragmentos que se encuentran en la carretera del Muelle, y si no podemos llevarlo a cuestas podremos arrastrarlo por el suelo.

Tardamos mucho tiempo en llegar a la colina del Cuartel desde la taberna de South porque el saco tiene un agujero. Yo tiro del saco y Malachy se encarga de recoger los trozos que caen por el agujero y de volver a meterlos en el saco. Después se pone a llover y no podemos quedarnos en un portal hasta que escampe porque llevamos el carbón, que deja un rastro negro por la acera y Malachy se está poniendo negro de recoger los trozos, de volver a meterlos en la bolsa y de quitarse el agua de lluvia de la cara con las manos negras y mojadas. Yo le digo que está negro, él me dice que yo estoy negro, y una mujer de una tienda nos dice que nos apartemos de esa puerta, que es Navidad y no quiere ver África.

Tenemos que seguir arrastrando el saco; de lo contrario, no llegaremos a celebrar nuestra comida de Navidad. Tardaremos siglos enteros en encender el fuego y más siglos en poder comer, porque el agua tiene que hervir antes de que mamá añada el repollo y las patatas para que hagan compañía al cerdo en la olla. Arrastramos la bolsa por la avenida O'Connell y vemos a las personas sentadas a la mesa en sus casas, con adornos de todas clases y luces brillantes. En una de las casas abren la ventana y los niños nos señalan y se ríen y nos gritan:

—Mirad, los zulúes. ¿Dónde habéis dejado las lanzas?

Malachy les hace gestos con la cara y quiere tirarles carbón, pero yo le digo que si tira el carbón tendremos menos para el cerdo y no comeremos nunca.

El piso de abajo de nuestra casa vuelve a ser un lago por el agua de lluvia que entra como un torrente por debajo de la puerta, pero no nos importa porque ya estamos empapados de todas formas y podemos vadear el agua. Papá baja, y sube a rastras el saco hasta Italia. Dice que somos unos buenos chicos por haber traído tanto carbón, que la carretera del Muelle debía de estar cubierta de carbón. Cuando mamá nos ve se echa a reír y después llora. Se ríe por lo negros que estamos y llora porque estamos empapados de agua. Nos dice que nos quitemos toda la ropa y nos lava el carbón de la cara y de las manos. Dice a papá que la cabeza de cerdo puede esperar un rato para que nosotros nos tomemos un tarro de té caliente.

Fuera llueve, y en nuestra cocina del piso de abajo hay un lago, pero allí arriba, en Italia, el fuego está encendido otra vez y la habitación está tan caldeada y tan seca que cuando Malachy y yo terminamos de tomarnos el té nos quedamos dormidos en la cama y no nos despertamos hasta que papá nos dice que la comida está preparada. Nuestras ropas están mojadas todavía, de manera que Malachy se sienta en el baúl arropado con el abrigo americano rojo de mamá y yo estoy arropado con un abrigo viejo que dejó el padre de mamá cuando se marchó a Australia.

En la habitación hay olores deliciosos, repollo, patatas y la cabeza de cerdo, pero cuando papá saca la cabeza de la olla y la pone en un plato, Malachy dice:

—Ay, pobrecito cerdo. No quiero comerme al pobrecito cerdo.

—Si tuvieras hambre te lo comerías —dice mamá—. Ahora, déjate de tonterías y cómete tu comida.

—Espera un momento —dice papá.

Corta lonchas de las dos carrilladas y las unta de mostaza. Coge el plato donde está la cabeza de cerdo y lo deja en el suelo, bajo la mesa.

—Mira, eso es jamón —dice a Malachy, y Malachy se lo come porque ya no ve de dónde ha salido y ya no es cabeza de cerdo. El repollo está blando y caliente y hay muchas patatas con mantequilla y sal. Mamá nos pela las patatas, pero papá se las come con piel y todo. Dice que todo el alimento de la patata está en la piel, y mamá dice que menos mal que no come huevos, pues se los comería con cáscara y todo.

Other books

The Blackbirds by Eric Jerome Dickey
Darkness Falls by Franklin W. Dixon
Killing a Stranger by Jane A. Adams
Shafting the Halls by Cat Mason
Brooklyn Rose by Ann Rinaldi
In Defense of the Queen by Michelle Diener
Charmed I'm Sure by Elliott James
Descent Into Chaos by Ahmed Rashid