El pescado frito y las patatas fritas están deliciosos con vinagre y sal, y la gaseosa nos pica la garganta.
Cuando llegamos a casa, la habitación está vacía. Hay botellas de cerveza negra vacías en la mesa y la lumbre se ha apagado. Papá enciende la lámpara de queroseno y se puede ver la huella que dejó en la almohada la cabeza de Eugene. Parece que se le va a oír y que se le va a ver gateando por la habitación y subiéndose a la cama para mirar por la ventana buscando a Oliver.
Papá dice a mamá que va a dar un paseo. Mamá dice que no. Ya sabe lo que pretende, sabe que le falta tiempo para gastarse en las tabernas los pocos chelines que le quedan.
—Está bien —dice. Enciende la lumbre y mamá prepara té, y pronto estamos acostados.
Malachy y yo volvemos a dormir en la cama donde murió Eugene. Espero que no pase frío en aquel ataúd blanco, en el cementerio, aunque sé que ya no está allí, porque los ángeles vienen al cementerio y abren el ataúd y él está lejos de la humedad del Shannon que mata, está en lo alto, en el cielo, con Oliver y Margaret, donde tienen mucho pescado frito con patatas fritas y
toffee
y no hay tías que lo molesten a uno, donde todos los padres traen a casa el dinero de la oficina de empleo y no hay que recorrer las tabernas para encontrarlos.
Mamá dice que no aguanta un minuto más en esa habitación de la calle Hartstonge. Ve a Eugene mañana, tarde y noche. Lo ve subirse a la cama para asomarse a la calle buscando a Oliver, y a veces ve a Oliver fuera y a Eugene dentro, charlando el uno con el otro. Se alegra de que estén charlando así, pero no quiere seguir viéndolos y oyéndolos el resto de su vida. Es una pena que nos mudemos viviendo tan cerca de la Escuela Nacional Leamy, pero si no se muda pronto, perderá la razón y acabará en el manicomio.
Nos mudamos al callejón Roden, en lo alto de una zona llamada la colina del Cuartel. En un lado del callejón hay seis casas y en el otro hay una. Las casas son de las que llaman «dos arriba, dos abajo», lo que quiere decir que tienen dos habitaciones en el piso alto y dos en la planta baja. Nuestra casa está al final del callejón, es la última de las seis. Junto a nuestra puerta hay un pequeño cobertizo que es un retrete, y junto a éste hay un establo.
Mamá va a la Conferencia de San Vicente de Paúl a preguntar si existe alguna posibilidad de que nos den muebles. El hombre dice que nos dará un vale para recoger una mesa, dos sillas y dos camas. Dice que tendremos que ir a una tienda de muebles de segunda mano que está en el barrio de Irishtown y que tendremos que llevarnos los muebles a casa nosotros mismos. Mamá dice que podemos usar el cochecito que tenía para los gemelos, y cuando dice esto llora. Se seca los ojos en las mangas y pregunta al hombre si las camas que nos darán son de segunda mano. El hombre dice que sí lo son, por supuesto, y mamá dice que le preocupa mucho dormir en camas donde puede haber muerto alguien, sobre todo si tenía la tisis. El hombre dice:
—Lo siento mucho, pero el que pide no escoge.
Tardamos todo el día en transportar los muebles de un extremo a otro de Limerick en el cochecito. El cochecito tiene cuatro ruedas, pero una está combada, quiere ir en otra dirección. Tenemos dos camas, un aparador con espejo, una mesa y dos sillas. Podemos pasar de una habitación a otra y subir y bajar las escaleras. Estamos contentos con la casa. Podemos deambular de una habitación a otra y subir y bajar las escaleras. Uno se siente muy rico cuando puede subir y bajar las escaleras todo el día tantas veces como se le antoje. Papá enciende el fuego y mamá prepara el té. Él se sienta a la mesa en una silla, ella se sienta en la otra y Malachy y yo nos sentamos en el baúl que trajimos de América. Mientras nos estamos tomando el té pasa por nuestra puerta un viejo que lleva un cubo en la mano. Vacía el cubo en el retrete, tira de la cadena y de nuestra cocina empieza a salir una peste terrible. Mamá sale a la puerta y dice:
—¿Por qué vacía usted su cubo en nuestro retrete?
El viejo la saluda levantándose la gorra.
—¿Su retrete, señora? Ah, no. Está cometiendo un pequeño error. ¡Ja, ja! Éste no es su retrete. Es el retrete de todo el callejón. Verá pasar por su puerta los cubos de once familias, y le digo que esto se pone muy fuerte cuando hace calor, muy fuerte, verdaderamente. Ahora estamos en diciembre, a Dios gracias, el aire está helado y la Navidad está a la vuelta de la esquina, y el retrete no huele tan mal, pero llegará el día en que pida a gritos una máscara antigás. De manera que, buenas noches, señora, y espero que sean felices en su casa.
—Espere un momento, señor —dice mamá—. ¿Podría decirme quién limpia este retrete?
—¿Que quién lo limpia? Jesús, ésta sí que es buena. ¿Que quién lo limpia, dice? ¿Está de broma? Estas casas se construyeron en tiempos de la mismísima reina Victoria, y si alguien ha limpiado alguna vez este retrete debió de hacerlo en plena noche cuando no miraba nadie.
Y se marcha arrastrando los pies por el callejón y riéndose solo.
Mamá vuelve a su silla y a su té.
—No podemos quedarnos aquí —dice—. Ese retrete nos va a matar con enfermedades de todas clases.
—No podemos volver a mudarnos —dice papá—. ¿Dónde encontraríamos una casa por seis chelines a la semana? Limpiaremos nosotros mismos el retrete. Herviremos cubos de agua y los tiraremos por el retrete.
—¿Ah, sí? —dice mamá—. ¿Y de dónde sacaremos el carbón o la turba o los tacos de madera para hervir el agua?
Papá no dice nada. Apura su té y busca un clavo para colgar nuestro único cuadro. El hombre del cuadro tiene el rostro delgado. Lleva un solideo amarillo y una vestidura negra con una cruz en el pecho. Papá dice que fue un Papa, León XIII, gran amigo del obrero. Dice que se trajo este cuadro desde América, donde lo encontró tirado por alguien al que no le importaba el obrero. Mamá dice que está diciendo un montón de puñeteras tonterías, y papá le dice que no debe decir «puñeteras» delante de los niños. Papá encuentra un clavo, pero no sabe cómo va a clavarlo en la pared sin martillo.
Mamá dice que puede ir a la casa de al lado y pedir prestado uno, pero él dice que no se piden prestadas cosas a la gente que no se conoce. Deja apoyado el cuadro en la pared y clava el clavo con el culo de un tarro de mermelada. El tarro de mermelada se rompe y le corta la mano, y cae un goterón de sangre en la cara del Papa. Se envuelve la mano en el trapo de secar los platos y dice a mamá:
—Deprisa, deprisa, limpia al Papa de sangre antes de que se seque.
Ella intenta limpiar la sangre con la manga, pero es de lana y extiende la sangre hasta que el Papa tiene manchado todo un lado de la cara.
—Dios del cielo, Ángela, has estropeado al Papa del todo —dice papá, y mamá responde:
—Arrah,
déjate de lamentaciones, algún día compraremos algo de pintura y le repasaremos la cara.
—Es el único Papa que fue amigo del obrero —dice papá—, y ¿qué vamos a decir si entra alguien de la Conferencia de San Vicente de Paúl y lo ve lleno de sangre?
—No lo sé —dice mamá—. La sangre es tuya, y es una pena que un hombre ni siquiera sepa clavar un clavo. Esto demuestra lo inútil que eres. Más te valía dedicarte a cavar en el campo, y, en todo caso, a mí me da igual. Me duele la espalda y me voy a acostar.
—Och,
¿qué voy a hacer? —dice papá.
—Llévate al Papa y escóndelo en la carbonera, bajo las escaleras. Allí no lo verán y no le pasará nada.
—No puedo —dice papá—. Traería mala suerte. Una carbonera no es lugar para un Papa. Si se va a exponer al Papa, se le expone.
—Haz lo que quieras —dice mamá.
—Eso haré —dice papá.
Éstas son nuestras primeras Navidades en Limerick, y las niñas están en el callejón saltando a la comba y cantando:
Viene la Navidad
Y el ganso engorda.
Deje un penique
En el sombrero del viejo.
Si no tiene un penique
Con medio bastará
Y si no tiene medio
Que Dios lo ampare.
Los niños hacen burla a las niñas gritando:
Que tu madre tenga un accidente
Cuando salga al retrete.
Mamá dice que le gustaría preparar una buena comida de Navidad, pero ¿qué se puede hacer ahora que la oficina de empleo ha reducido el subsidio de paro a dieciséis chelines tras la muerte de Oliver y de Eugene? Se pagan seis chelines de alquiler y quedan diez chelines, y ¿qué es eso para cuatro personas?
Papá no encuentra trabajo. Los días de entre semana se levanta temprano, enciende el fuego, hierve el agua para el té y para afeitarse. Se pone una camisa y le añade un cuello de botones. Se pone la corbata y la gorra y va a la oficina de empleo a firmar el paro. Nunca sale de la casa sin cuello y corbata. Un hombre que no lleva cuello y corbata es un hombre que no se respeta a sí mismo. Nunca se sabe cuándo va a decir el empleado de la oficina de empleo que se ofrece un puesto de trabajo en la Fábrica de Harina de Rank o en la Compañía de Cementos de Limerick, y aunque sea un trabajo manual, ¿qué pensarían si lo ven aparecer sin cuello ni corbata?
Los jefes y los capataces siempre lo reciben con respeto y dicen que están dispuestos a contratarlo, pero cuando él abre la boca y le oyen el acento de Irlanda del Norte contratan en su lugar a un hombre de Limerick. Eso es lo que cuenta a mamá, sentados junto a la chimenea, y cuando ella le pregunta por qué no se viste como un buen obrero, él dice que no cejará ni un centímetro, que jamás les permitirá que lo sepan, y cuando ella le pregunta por qué no intenta hablar como los de Limerick, él dice que jamás caerá tan bajo y que el mayor dolor de su vida es que sus hijos llevan ya la lacra del acento de Limerick.
—Te acompaño en el sentimiento, y que no sea nada más grave —dice ella, y él dice que, con la ayuda de Dios, algún día nos marcharemos de Limerick y nos iremos lejos del Shannon que mata.
Yo pregunto a papá qué significa llevar una lacra, y él me dice:
—Tener enfermedades, hijo, y las cosas que no encajan.
Cuando papá no está buscando trabajo sale a dar largos paseos, se adentra en el campo millas enteras. Pregunta a los granjeros si necesitan un trabajador, les dice que se crió en una granja y que sabe hacer de todo. Si lo contratan, se pone a trabajar inmediatamente, con la gorra puesta, con el cuello y la corbata. Trabaja con tanto vigor y tanto tiempo que los granjeros tienen que pedirle que lo deje. Se preguntan cómo es capaz un hombre de pasar trabajando un día entero, un día largo y caluroso, sin pensar siquiera en comer ni en beber. Papá sonríe. Nunca trae a casa el dinero que gana en las granjas. Ese dinero le parece diferente del del paro, que ha de llevarse a casa. Se lleva el dinero de las granjas a la taberna y se lo bebe. Si no ha vuelto a casa cuando tocan al Ángelus a las seis de la tarde, mamá sabe que ha tenido un día de trabajo. Mamá espera que se acuerde de su familia y que cuando llegue a la taberna pase de largo aunque sólo sea una vez, pero él no lo hace nunca. Mamá espera que traiga a casa algo de la granja, patatas, repollo, nabos, zanahorias, pero él no trae nunca nada porque nunca caería tan bajo como para pedir nada a un granjero. Mamá dice que ella puede pedir en la Conferencia de San Vicente de Paúl un vale de comida de limosna pero que él no es capaz de meterse unas patatas en el bolsillo. Él dice que la situación de un hombre es diferente. Tiene que mantener la dignidad. Tiene que llevar su cuello y su corbata, mantener las apariencias y no pedir nunca nada.
—Espero que te vaya bien así —dice mamá.
Cuando se le acaba el dinero de las granjas viene a casa tambaleándose, cantando y llorando por Irlanda y por sus hijos muertos, sobre todo por Irlanda. Cuando canta
Roddy McCorley
significa que sólo ha ganado para pagarse una pinta o dos. Cuando canta
Kevin Barry
significa que ha tenido un buen día, que ya está cayéndose de borracho y que llega dispuesto a sacarnos de la cama, a ponernos en fila y a hacernos prometer que moriremos por Irlanda, a no ser que mamá le diga que si no nos deja en paz le salta los sesos con el atizador de la lumbre.
—No serías capaz, Ángela.
—Sería capaz de eso y de mucho más. Será mejor que te dejes de tonterías y te vayas a la cama.
—A la cama, a la cama, a la cama. ¿De qué sirve ir a la cama? Si me voy a la cama tendré que volverme a levantar, y no puedo dormir en un sitio donde hay un río que nos envía veneno en forma de bruma y de niebla.
Se mete en la cama, da golpes en la pared con el puño, canta una canción triste, se queda dormido. Se levanta al salir el día, porque opina que nadie debe dormir después del alba. Nos despierta a Malachy y a mí, que estamos cansados porque no nos ha dejado dormir por la noche, con su hablar y cantar. Nosotros nos quejamos y decimos que estamos enfermos, que estamos cansados, pero él nos retira los abrigos que nos cubren y nos saca de la cama a la fuerza. Estamos en diciembre y hace un tiempo helado y nuestro aliento se condensa. Meamos en el cubo que está junto a la puerta del dormitorio y corremos a la planta baja para calentarnos con la lumbre que ya ha encendido papá. Nos lavamos las caras y las manos en un barreño que está bajo el grifo del agua, junto a la puerta. La cañería que llega hasta el grifo está sujeta a la pared con un trozo de cordel atado a un clavo. Todo lo que rodea al grifo está húmedo, el suelo, la pared, la silla sobre la que está el barreño. El agua del grifo está helada y nos deja insensibles los dedos. Papá dice que eso es bueno para nosotros, que nos volverá hombres. Se echa agua helada en la cara, en el cuello y en el pecho para demostrarnos que no hay nada que temer. Nosotros acercamos las manos a la lumbre para calentárnoslas, pero no podemos quedarnos así mucho tiempo porque tenemos que tomarnos el té, comernos el pan e ir a la escuela. Papá nos hace bendecir la mesa antes y después de las comidas y nos dice que seamos niños buenos en la escuela porque Dios vigila cada uno de nuestros movimientos, y la más mínima desobediencia nos hará ir al infierno, y allí no tendremos que volver a preocuparnos del frío.