—¡Bien hecho! —dijo Pa Keating, y el tío Pat cantó
El camino de Rasheen.
Decía «Rasheen, Rasheen, mavurnin min», y la canción no tenía sentido porque su padre lo había dejado caer de cabeza hacía mucho tiempo y cada vez que cantaba aquella canción le cambiaba la letra. La abuela dijo que era una bonita canción, y Pa Keating dijo que Caruso podía andarse con cuidado. Papá se acercó a la cama del rincón donde dormía con mamá. Se sentó en el borde de la cama, dejó su botella en el suelo, se cubrió la cara con las manos y lloró. «Frank, Frank, ven aquí», dijo, y yo tuve que ir a su lado para que pudiera abrazarme del mismo modo que mamá estaba abrazando a Malachy. La abuela dijo:
—Será mejor que nos vayamos y que durmamos un poco antes del entierro de mañana.
Todos se arrodillaron junto a la cama, rezaron una oración y besaron la frente a Eugene. Papá me dejó en el suelo, se puso de pie y los fue despidiendo con un gesto de la cabeza. Cuando se marcharon, se llevó a la boca todas y cada una de las botellas de cerveza negra y las apuró una a una. Frotó con el dedo el interior de la botella de whiskey y se chupó después el dedo. Bajó la llama de la lámpara de queroseno en la mesa y dijo que ya era hora de que Malachy y yo nos acostásemos. Tendríamos que dormir con mamá y con él aquella noche, pues el pequeño Eugene necesitaría toda la cama para él. La habitación se había quedado a oscuras; sólo se veía un rayo de luz de la farola de la calle que caía en el pelo tan precioso de Eugene, suave como la seda.
A la mañana siguiente papá enciende el fuego, hace el té, tuesta el pan en el fuego. Ofrece té y tostadas a mamá, pero ella los rechaza con un gesto y se vuelve hacia la pared. Hace que Malachy y yo nos arrodillemos al lado de Eugene y recemos una oración. Dice que las oraciones de un niño como nosotros valen más en el cielo que las oraciones de diez cardenales y de cuarenta obispos. Nos enseña a santiguarnos: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, amén», y dice:
—Dios mío, esto es lo que quieres, ¿no? Quieres a mi hijo Eugene. Te llevaste a su hermano Oliver. Te llevaste a su hermana Margaret. No debo discutirlo, ¿verdad? Dios del cielo, no sé por qué tienen que morir los niños, pero es Tu voluntad. Mandaste al río que matase y el Shannon mató. ¿Podrías tener misericordia por fin? ¿Podrías dejarnos a los niños que nos quedan? No pedimos más. Amén.
Nos ayuda a Malachy y a mí a lavarnos la cabeza y los pies para que vayamos limpios al entierro de Eugene. Tenemos que estar muy callados, aun cuando nos hace daño al limpiarnos los oídos con la punta de la toalla que trajimos de América. Tenemos que estar callados porque Eugene está delante con los ojos cerrados y no queremos que se despierte y se asome a la ventana para buscar a Oliver.
Llega la abuela y dice a mamá que tiene que levantarse. Dice que, aunque haya niños muertos, también hay niños vivos que necesitan a su madre. Lleva a mamá un poco de té en un tazón para ayudarle a pasar las pastillas que alivian el dolor. Papá dice a la abuela que es jueves y que tiene que ir a la oficina de empleo a cobrar el paro y después tiene que ir a la funeraria a traer el coche fúnebre y el ataúd. La abuela le dice que me lleve con él, pero él dice que es mejor que yo me quede con Malachy para que rece por mi hermanito que está muerto en la cama.
—¿Es que quieres tomarme el pelo? —dice la abuela—. ¿Rezar por un niño pequeño que apenas tiene dos años y que ya estará en el cielo jugando con su hermanito? Te llevarás a tu hijo, que te recordará que hoy no es día de ir a las tabernas.
Ella lo mira, él la mira a ella y se pone la gorra.
En la oficina de empleo nos ponemos al final de la cola hasta que sale un hombre de detrás del mostrador y dice a papá que lo acompaña en el sentimiento y que puede pasar por delante de todos en este día doloroso. Los hombres se tocan la gorra y dicen que lo acompañan en el sentimiento, y algunos me dan palmaditas en la cabeza y me dan peniques, veinticuatro peniques en total, dos chelines. Papá me dice que ahora soy rico y que debo comprarme un dulce mientras él entra un momento en este sitio. Yo sé que este sitio es una taberna y sé que quiere tomarse el líquido negro al que llaman pinta, pero no digo nada porque quiero ir a la tienda de al lado para comprarme un trozo de
toffee.
Mastico el
toffee
hasta que se funde y me deja la boca dulce y pegajosa. Papá sigue en la taberna y yo me pregunto si debería comprarme otro trozo de
toffee
mientras él sigue allí dentro con la pinta. Estoy a punto de dar el dinero a la mujer de la tienda cuando alguien me lo impide dándome una palmada en la mano, y allí está la tía Aggie, furiosa.
—¿Es esto lo que haces el día del entierro de tu hermano? Atracarte de dulces. ¿Y dónde está ese sujeto que tienes por padre?
—Está, está en la taberna.
—Claro que está en la taberna. Tú aquí fuera atiborrándote de dulces y él allí dentro bebiendo hasta no tenerse en pie el día en que a tu pobre hermanito lo llevan al cementerio. Es igual que su padre —dice a la mujer de la tienda—: el mismo aire raro, la misma boca de los del Norte.
Me dice que entre en aquella taberna y diga a mi padre que deje de beber y que traiga el ataúd y el coche. Ella no quiere poner el pie dentro de la taberna porque la bebida es la maldición de este pobre país dejado de la mano de Dios.
Papá está sentado al fondo de la taberna con un hombre que tiene la cara sucia y al que le salen pelos de la nariz. No hablan, tienen la mirada fija al frente y sus pintas negras están encima de un pequeño ataúd blanco que está en el asiento, entre los dos. Sé que es el ataúd de Eugene porque Oliver tuvo otro igual, y cuando veo las pintas negras encima me dan ganas de llorar. Ahora me arrepiento de haberme comido ese
toffee
y quisiera poderlo sacar del estómago y devolverlo a la mujer de la tienda porque no está bien comer
toffee
mientras Eugene está muerto en la cama, y me asustan las dos pintas negras que están sobre su ataúd blanco. El hombre que está con papá dice:
—No, señor, ya no se puede dejar un ataúd de niño en un coche. Yo lo hice una vez: entré a tomarme una pinta y robaron el ataúd del mismísimo coche. ¿No le parece increíble? Estaba vacío, gracias a Dios, pero ya ve usted. Vivimos una época desesperada, desesperada.
El hombre que está con papá levanta su pinta y da un largo trago, y cuando deja el vaso se produce un sonido hueco en el ataúd. Papá me dirige una inclinación de cabeza.
—Nos vamos dentro de un momento, hijo —dice, pero cuando va a poner el vaso sobre el ataúd después del largo trago yo lo aparto de un empujón.
—Ese es el ataúd de Eugene. Contaré a mamá que has puesto el vaso en el ataúd de Eugene.
—Vamos, hijo. Vamos, hijo.
—Papá, ése es el ataúd de Eugene.
—¿Tomamos otra pinta, señor? —dice el otro hombre.
—Espera fuera otro rato, Francis —me dice papá.
—No.
—No seas un niño malo.
—No.
—Jesús —dice el otro hombre—, si ese niño fuera hijo mío, yo le daría una patada en el culo que lo mandaría de aquí al condado de Kerry. No tiene derecho a hablar así a su padre en un día de dolor. Si un hombre no puede tomarse una pinta el día de un entierro, ¿de qué sirve vivir?, ¿de qué?
—Está bien —dice papá—. Nos vamos.
Se terminan sus pintas y limpian con las mangas las manchas pardas y húmedas del ataúd. El hombre se sube al pescante del coche y papá y yo vamos dentro. Papá lleva el ataúd en el regazo y lo aprieta contra el pecho. Cuando llegamos a casa, nuestra habitación está llena de gente mayor, mamá, la abuela, la tía Aggie, su marido, Pa Keating, el tío Pat Sheehan, el tío Tom Sheehan, que es el hermano mayor de mamá y que nunca se había acercado a nosotros porque odia a la gente de Irlanda del Norte. El tío Tom está acompañado de su mujer, Jane. Ella es de Galway, y la gente dice que tiene aspecto de española, y por eso nadie de la familia le dirige la palabra.
El hombre toma el ataúd de manos de papá y cuando lo lleva a la habitación mamá gime: «Ay, no, ay, Dios, no». El hombre dice a la abuela que volverá al cabo de un rato para llevarnos al cementerio. La abuela le dice que más le vale no volver a esa casa en estado de embriaguez, porque este niño que va al cementerio sufrió mucho y se merece un poco de dignidad, y ella no va a admitir a un cochero que está borracho y que se puede caer del pescante.
—Señora —dice el hombre—, he llevado niños a docenas al cementerio y nunca me he caído del pescante ni de ninguna parte.
Los hombres vuelven a beber botellas de cerveza negra y las mujeres beben jerez en tarros de mermelada. El tío Pat Sheehan dice a todos: «Ésta es mi cerveza, ésta es mi cerveza», y la abuela dice:
—Está bien, Pat. Nadie te quitará tu cerveza.
Después dice que quiere cantar
El camino de Rasheen,
hasta que Pa Keating dice:
—No, Pat, no se puede cantar el día de un entierro. Se puede cantar la noche anterior.
Pero el tío Pat no deja de decir «Ésta es mi cerveza» y «Quiero cantar
El camino de Rasheen»,
y todos saben que habla así porque se cayó de cabeza. Se pone a cantar su canción, pero se calla cuando la abuela levanta la tapa del ataúd y mamá solloza:
—Ay, Jesús, Jesús, ¿no acabará esto nunca? ¿Me quedará un solo hijo?
Mamá está sentada en una silla a la cabecera de la cama. Está acariciando el pelo, la cara y las manos de Eugene. Le dice que era el niño más dulce, más delicado y más cariñoso del mundo. Le dice que es terrible perderlo pero que ahora está en el cielo con su hermano y con su hermana y que eso nos consuela a todos, pues sabemos que Oliver ya no echa de menos a su hermano gemelo. A pesar de todo, hunde la cabeza junto a Eugene y llora con tanta fuerza que todas las mujeres presentes en la habitación lloran con ella. Llora hasta que Pa Keating le dice que tenemos que ponernos en marcha antes de que oscurezca, pues no podemos estar en un cementerio a oscuras.
—¿Quién va a meter al niño en el ataúd? —susurra la abuela a la tía Aggie, y la tía Aggie susurra:
—Yo no. Ésa es tarea de la madre.
El tío Pat las oye y dice:
—Yo meteré al niño en el ataúd.
Se acerca a la cama cojeando y rodea con los brazos los hombros de mamá. Ella levanta la vista hacia él; tiene la cara empapada.
—Yo meteré al niño en el ataúd, Ángela —dice él.
—Ay, Pat —dice ella—. Pat.
—Puedo hacerlo —dice—. Es verdad que sólo es un niño pequeño, y yo no he levantado nunca a un niño pequeño. Nunca he tenido a un niño pequeño en mis brazos. No lo dejaré caer, Ángela, no. Palabra de honor que no.
—Ya sé que no, Pat. Ya sé que no.
—Lo cogeré y no cantaré
El camino de Rasheen.
—Ya sé que no, Pat —dice mamá.
Pat retira la manta que puso mamá para que Eugene no cogiera frío. Eugene tiene los pies blancos y brillantes, con venitas azules. Pat se inclina, levanta a Eugene y lo aprieta contra su pecho. Besa la frente a Eugene, y a continuación todos los presentes besamos a Eugene. Deposita a Eugene en el ataúd y se aparta. Todos nos reunimos alrededor del ataúd, contemplando a Eugene por última vez.
—Ya lo ves, Ángela, no lo he dejado caer —dice el tío Pat, y ella le hace una caricia en el rostro.
La tía Aggie va a la taberna a recoger al cochero. Éste pone la tapa al ataúd y la atornilla.
—¿Quién viene en el coche? —pregunta, y se lleva el ataúd al coche. Sólo hay sitio para mamá y papá, Malachy y yo. La abuela dice:
—Salid vosotros para el cementerio y os esperaremos allí.
No sé por qué no podemos quedarnos con Eugene. No sé por qué tiene que llevárselo ese hombre que deja su pinta sobre el ataúd blanco. No sé por qué tuvieron que llevarse a Margaret y a Oliver. Meter a mi hermana y a mis hermanos en una caja es una cosa mala, y me gustaría poder decir algo a alguien.
El caballo recorrió las calles de Limerick haciendo clop, clop.
—¿Vamos a ver a Oliver? —preguntó Malachy, y papá dijo:
—No, Oliver está en el cielo, y no me preguntes qué es el cielo porque no lo sé.
—El cielo es un sitio donde están Oliver y Eugene y Margaret contentos y calentitos —dijo mamá—, y allí los veremos algún día.
—El caballo se ha hecho caca en la calle —dijo Malachy, y olía mal, y mamá y papá tuvieron que sonreír.
En el cementerio, el cochero desmonta y abre la puerta del coche.
—Denme ese ataúd —dice—, yo lo llevaré a la tumba.
Tira del ataúd y se tropieza. Mamá dice:
—Usted no va a llevar a mi hijo en ese estado. Llévalo tú —dice, dirigiéndose a papá.
—Hagan lo que quieran. Hagan lo que les dé la gana —dice el cochero, y se sube al pescante.
Está oscureciendo y el ataúd parece más blanco que nunca en los brazos de papá. Mamá nos coge de la mano y seguimos a papá por entre las tumbas. Las chovas están calladas en los árboles porque ya casi ha terminado su jornada y tienen que descansar para madrugar al día siguiente para dar de comer a sus hijos pequeños.
Dos hombres con sendas palas nos esperan junto a una pequeña tumba abierta.
—Llegan muy tarde —dice uno—. Menos mal que es poca tarea; si no, nos habríamos marchado.
Se mete en la tumba.
—Démelo —dice, y papá le entrega el ataúd.
El hombre esparce algo de paja y de hierba sobre el ataúd, y cuando sale del hoyo el otro hombre echa paletadas de tierra. Mamá suelta un largo quejido, «Ay, Jesús, Jesús», y una chova grazna en un árbol. Me gustaría tener una piedra para tirársela a esa chova. Cuando los hombres terminan de echar la tierra a paletadas se secan la frente y se quedan esperando. Uno dice:
—Bueno, ahora suele darse alguna cosilla para la sed.
—Ah, sí, sí —dice papá, y les da dinero. Ellos dicen que nos acompañan en el sentimiento y se marchan.
Volvemos hacia el coche que estaba en la puerta del cementerio, pero el coche se ha marchado. Papá lo busca entre la oscuridad y vuelve sacudiendo la cabeza.
—Ese cochero no es más que un sucio borracho —dice mamá—; que Dios me perdone.
La vuelta del cementerio a nuestra habitación es una larga caminata. Mamá dice a papá:
—Estos niños necesitan algo de alimento, y a ti te queda dinero del paro que has cobrado esta mañana. Si estás pensando en irte a las tabernas esta noche, olvídate. Los vamos a llevar a la tienda de Naughton, y podrán comer pescado frito con patatas fritas y gaseosa, pues no se entierra a un hermano todos los días.