Las cenizas de Ángela (40 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Así lo hacemos en tres casas, hasta que Malachy golpea a Alphie con un trozo de carbón que tira por encima del muro y Alphie se pone a chillar y nosotros tenemos que huir corriendo y nos olvidamos de Michael, que sigue llamando a las puertas y recibiendo los insultos de las criadas. Malachy dice que deberíamos llevar el cochecito a casa primero y volver después a recoger a Michael. Ya no podemos pararnos, pues Alphie está berreando y la gente nos pone mala cara y nos dice que somos una deshonra para nuestra madre y para Irlanda en general.

Cuando volvemos a casa tardamos algún tiempo en extraer a Alphie de entre la carga de carbón y de turba, y no deja de gritar hasta que le doy pan y mermelada. Temo que mamá salte de la cama, pero se limita a hablar entre dientes de papá, del alcohol y de los niños muertos.

Malachy vuelve con Michael, que nos cuenta las aventuras que ha tenido llamando a las puertas. Una mujer rica le abrió la puerta en persona, lo invitó a pasar a la cocina y le dio un bollo, leche, pan y mermelada. Le preguntó por su familia y él le dijo que su padre tenía un trabajo importante en Inglaterra pero que su madre está en cama con una enfermedad gravísima y que pedía gaseosa mañana, tarde y noche. La mujer rica le preguntó quién cuidaba de nosotros y Michael se jactó de que nos cuidábamos solos y de que no nos faltaba el pan ni la mermelada. La mujer rica anotó el nombre y la dirección de Michael y le dijo que fuera bueno y que volviese a casa con sus hermanos y con su madre que estaba en cama.

Malachy riñe a voces a Michael por haber sido tan tonto de decir nada a una mujer rica. Ahora irá a denunciarnos y cuando menos nos lo esperemos llamarán a la puerta todos los curas del mundo para molestarnos.

Ya llaman a la puerta. Pero no es un cura, es el guardia Dennehy. Llama en voz alta:

—Oiga, oiga..., ¿hay alguien en casa? ¿Está usted en casa, señora McCourt?

Michael golpea el cristal de la ventana y saluda al guardia con la mano. Yo le doy una buena patada por tonto y Malachy le da un golpe en la cabeza, y él chilla:

—Se lo contaré al guardia. Se lo contaré al guardia. Me están matando, guardia. Me están dando golpes y patadas.

No quiere callarse, y el guardia Dennehy nos grita que abramos la puerta. Yo me asomo a la ventana y le digo que no puedo abrir la puerta porque mi madre está en cama con una enfermedad terrible.

—¿Dónde está vuestro padre?

—Está en Inglaterra.

—Bueno, pues voy a entrar a hablar con vuestra madre.

—No puede entrar, señor guardia. No puede entrar. Tiene una enfermedad. Todos tenemos la enfermedad. Puede ser el tifus. Puede ser la tisis galopante. Ya nos están saliendo manchas. El pequeño tiene un bulto. Puede ser mortal.

Abre la puerta de un empujón y sube por la escalera a Italia en el momento en que Alphie sale gateando de debajo de la cama, lleno de mermelada y de suciedad. Él lo mira, mira a mi madre y nos mira a nosotros, se quita la gorra y se rasca la cabeza.

—Jesús, María y José —dice—, es una situación desesperada. ¿Cómo ha enfermado así vuestra madre?

Yo le digo que no debe acercarse a ella, y cuando Malachy dice que a lo mejor no podemos volver a la escuela en muchísimo tiempo, el guardia dice que iremos a la escuela pase lo que pase, que nuestra misión en la tierra es ir a la escuela, del mismo modo que su misión en la tierra es hacer que vayamos a la escuela. Nos pregunta si tenemos algún pariente y me manda a decir a la abuela y a la tía Aggie que vengan a nuestra casa.

Cuando llego me gritan y me dicen que estoy sucísimo. Intento explicarles que mamá tiene una enfermedad y que estoy agotado de intentar salir adelante, de buscar con qué encender el fuego en casa, de buscar gaseosa para mamá y pan para mis hermanos. Sería inútil hablarles de la mermelada, porque me gritarían otra vez. Sería inútil hablarles de lo antipáticos que son los ricos y sus doncellas.

Me sacan a empujones al callejón, riñéndome a voces e insultándome por las calles de Limerick. El guardia Dennehy sigue rascándose el coco.

—Hay que ver —dice—, qué vergüenza. Eso no se vería en Bombay, ni siquiera en el mismísimo Bowery de Nueva York.

La abuela dice a mi madre con voz quejumbrosa:

—Madre de Dios, Ángela, ¿por qué estás en cama? ¿Qué te han hecho?

Mi madre se pasa la lengua por los labios resecos y pide jadeando más gaseosa.

—Quiere gaseosa —dice Michael— y nosotros se la hemos traído, y pan, y mermelada, y ahora somos todos forajidos. Frankie fue el primero que se hizo forajido, y después salimos todos a robar carbón por todo Limerick.

Al guardia Dennehy le interesa esto y se lleva a Michael de la mano al piso de abajo, y a los pocos minutos lo oímos reírse. La tía Aggie dice que es una vergüenza comportarse así estando enferma en cama mi madre. El guardia vuelve a subir y dice a la tía Aggie que vaya a avisar a un médico. Siempre que nos mira a mis hermanos o a mí se cubre la cara con la gorra.

—Bandoleros —dice—, bandoleros.

Llega el médico en su automóvil con la tía Aggie y tiene que llevarse a toda prisa a mi madre al hospital con su pulmonía. A todos nos gustaría ir en el coche del médico, pero la tía Aggie dice:

—No, os venís todos a mi casa hasta que vuestra madre vuelva del hospital.

Yo le digo que no se moleste. Tengo once años y no me cuesta nada ocuparme de mis hermanos. Me quedaré en casa con mucho gusto, sin ir a la escuela, y me encargaré de que todos coman y se laven. Pero la abuela grita que no haré tal cosa y la tía Aggie me da un coscorrón para que aprenda. El guardia Dennehy dice que todavía soy joven para ser forajido y padre de familia, pero que doy grandes muestras de aptitud para ambos oficios.

—Coged vuestra ropa —dice la tía Aggie—, os venís a mi casa hasta que vuestra madre salga del hospital. Jesús bendito, ese crío está que da vergüenza.

Busca un trapo y se lo ata al trasero a Alphie para que no cague todo el cochecito. Después nos mira a nosotros y nos dice que qué hacemos ahí pasmados cuando nos ha mandado que cojamos nuestra ropa. Tengo miedo de que me pegue o me grite cuando le digo que ya está, que ya tenemos toda nuestra ropa, que la llevamos puesta. Ella me mira fijamente y sacude la cabeza.

—Vamos —dice—, llena de agua con azúcar el biberón del niño.

Me dice que tendré que llevar yo a Alphie por la calle, pues ella no es capaz de guiar el cochecito con esa rueda combada que lo hace tambalearse de un lado a otro, y, por otra parte, es un trasto indigno en el que a ella le daría vergüenza meter a un perro sarnoso. Coge los tres abrigos viejos de nuestra cama y los amontona en el cochecito hasta que casi no se ve a Alphie.

La abuela viene con nosotros y me riñe a voces durante todo el camino, desde el callejón Roden hasta el piso de la tía Aggie en la calle Windmill.

—¿No puedes llevar ese cochecito como Dios manda? Jesús, vas a matar a ese niño. Deja de moverte de un lado a otro o te doy un buen sopapo en la jeta.

No quiere entrar en el piso de la tía Aggie. Ya no nos aguanta ni un minuto más. Está harta de todo el clan McCourt desde los tiempos en que tuvo que enviar el importe de seis pasajes para que volviésemos todos de América, está harta de darnos más dinero para los entierros de los niños muertos, de darnos comida cada vez que nuestro padre se bebe el paro o el sueldo, de ayudar a Ángela a salir adelante mientras ese desgraciado del Norte se bebe el sueldo por toda Inglaterra. Ah, está harta, vaya si lo está, y se marcha cruzando la calle Henry con su chal negro ceñido a la cabeza de pelo blanco, cojeando con sus altos botines negros.

Cuando tienes once años y tus hermanos tienen diez años, cinco y uno, no sabes qué hacer cuando estás en casa de otra persona, aunque sea la hermana de tu madre. Te dicen que dejes el cochecito en el vestíbulo y que lleves al niño a la cocina, pero si no es tu casa no sabes qué tienes que hacer cuando llegas a la cocina, por miedo a que la tía te grite o te pegue en la cabeza. Ella se quita el abrigo y lo lleva al dormitorio y tú te quedas con el niño en brazos esperando a que te digan qué tienes que hacer. Si das un paso hacia delante o un paso a un lado, podría salir y preguntarte «¿adónde vas?» y no sabes qué contestar porque ni tú mismo lo sabes. Si dices algo a tus hermanos, ella podría decirte que quién eres tú para hablar en su cocina. Tenemos que quedarnos de pie y callados, y eso es difícil cuando se oye un tintineo en el dormitorio y nosotros sabemos que está meando en el orinal. No quiero mirar a Malachy.

Si lo miro me sonreiré, y él se sonreirá, y Michael se sonreirá, y correremos el peligro de echarnos a reír, y en tal caso no podremos parar en días enteros cuando nos imaginemos el gran culo blanco de la tía Aggie posado en un orinalito decorado con flores. Soy capaz de contenerme. No me reiré. Ni Malachy ni Michael se reirán, y se ve claramente que estamos orgullosos de no habernos reído ni haber hecho enfadar a la tía Aggie, hasta que Alphie, al que tengo en brazos, sonríe y dice «gu, gu», y eso nos hace estallar. Los tres nos echamos a reír y Alphie sonríe con su cara sucia y vuelve a decir «gu, gu» hasta que nos desternillamos, y la tía Aggie sale furiosa de la habitación y bajándose el vestido y me da en la cabeza un golpe que me manda contra la pared con niño y todo. Pega también a Malachy e intenta pegar a Michael, pero éste va corriendo hasta el otro lado de la mesa redonda de la tía y ella no puede alcanzarlo.

—Ven aquí, que te voy a quitar esa sonrisa de la cara —le dice, pero Michael sigue corriendo alrededor de la mesa y ella está demasiado gorda para alcanzarlo—. Ya te pillaré luego y te calentaré el culo; y tú, don Mugre —me dice a mí—, deja a ese niño allí en el suelo, junto al fogón.

Pone en el suelo los abrigos viejos del cochecito y Alphie se queda allí tendido con su agua azucarada, dice «gu, gu» y sonríe. Nos dice que nos quitemos hasta el último trapo de encima, que salgamos al grifo del patio trasero y que nos freguemos hasta el último centímetro cuadrado del cuerpo. No debemos volver a entrar en esta casa mientras no estemos inmaculados. Me dan ganas de decirle que estamos en pleno febrero, que fuera está helando, que nos podemos morir todos, pero sé que si abro la boca puedo acabar muerto aquí, en el suelo de la cocina.

Salimos desnudos al patio y nos echamos agua fría del grifo. Ella abre la ventana de la cocina y nos tira un cepillo de raíces y una pastilla grande de jabón pardo como el que usaban para lavar al Caballo Finn. Nos manda que nos frotemos la espalda el uno al otro y que sigamos hasta que ella nos lo diga. Michael dice que se le caen de frío las manos y los pies, pero a ella no le importa. Nos sigue diciendo que seguimos sucios y que si tiene que salir a frotarnos ella nos vamos a enterar de lo que vale un peine. Otro peine. Me froto con más fuerza. Todos nos frotamos hasta que estamos de color rosa y nos castañetean los dientes. A la tía Aggie no le parece suficiente. Sale con un cubo y nos echa agua fría por encima.

—Ahora entrad a secaros —nos dice.

Entramos al pequeño cobertizo que está junto a su cocina y allí, de pie, nos secamos con una sola toalla. Esperamos de pie, temblando, porque no podemos entrar tranquilamente a su cocina mientras no nos lo mande. La oímos moverse dentro, enciende el fuego, rasca la reja del fogón con el atizador y después nos grita:

—¿Es que os vais a quedar ahí de pie todo el día? Entrad aquí y poneos la ropa.

Nos da tazones de té y rebanadas de pan frito y nos sentamos a la mesa a comer en silencio, porque no debemos decir ni una palabra si ella no nos lo manda. Michael le pide una segunda rebanada de pan frito y los demás esperamos que lo derribe de la silla por descarado, pero ella se limita a gruñir:

—A vosotros no os han criado con dos rebanadas de pan frito, ni mucho menos.

Y nos da otra rebanada a cada uno. Intenta dar a Alphie pan empapado en té, pero él no se lo come hasta que ella lo espolvorea con azúcar, y cuando ha terminado se sonríe y se mea en su regazo y nosotros estamos encantados. Ella sale corriendo al cobertizo para limpiarse con una toalla y nosotros podemos sonreírnos entre nosotros, sentados a la mesa, y decimos a Alphie que es el crío más grande del mundo. El tío Pa Keating entra por la puerta todo negro, pues viene de su trabajo en la Fábrica de Gas.

—Oh, caramba —dice—, ¿qué es esto?

—Mi madre está en el hospital, tío Pa —dice Michael.

—¿Ah, sí? ¿Qué le pasa?

—Tiene una pulmonía —dice Malachy.

—Bueno, vaya, peor sería que tuviese una corazonmonía.

Se ríe sin que sepamos de qué; entra la tía Aggie que vuelve del cobertizo y le dice que mamá está en el hospital y que nosotros debemos quedarnos con ellos hasta que salga.

—Estupendo, estupendo —dice él, y va al cobertizo a lavarse, aunque cuando vuelve no parece que haya tocado el agua de negro que está.

Se sienta a la mesa y la tía Aggie le da la cena, que es pan frito, jamón y tomates cortados en rodajas. Nos dice que nos apartemos de la mesa y que dejemos de contemplar al tío mientras se toma el té, y a él le dice que deje de darnos trozos de jamón y de tomate.

—Arrah,
por Dios, Aggie, estos niños tienen hambre —dice él.

—No es asunto tuyo —dice ella—. No son tuyos.

Nos manda a jugar fuera y que volvamos a casa a acostarnos a las ocho y media. Sabemos que fuera está helando y nos gustaría quedarnos junto al fogón caliente, pero es más fácil jugar en la calle que quedarse en casa con la regañona de la tía Aggie.

Me hace entrar más tarde y me manda al piso de arriba a pedir prestada una sábana impermeable a una mujer que tenía un niño que se murió. La mujer me dice:

—Dile a tu tía que me gustaría que me devolviese esta sábana impermeable para el próximo niño que tenga.

La tía Aggie dice:

—Hace doce años que se murió ese niño y ella guarda todavía la sábana impermeable. Ya tiene cuarenta y cinco años, y si tiene otro hijo habrá que ver si ha salido en el cielo la estrella de Oriente.

—¿Qué es eso? —pregunta Malachy, y ella le dice que no se meta en lo que no le importa, que es muy pequeño para entenderlo.

La tía Aggie pone en su cama la sábana impermeable y acuesta a Alphie encima, en la cama, entre ella y el tío Pat. Ella duerme en la parte interior, contra la pared, y el tío Pat por fuera, porque tiene que levantarse temprano para ir a trabajar. Nosotros debemos dormir en el suelo, junto a la pared de enfrente, con un abrigo debajo y dos encima. Dice que si nos oye decir una sola palabra por la noche nos calentará el culo, y que tenemos que madrugar porque es Miércoles de Ceniza y no nos vendría mal ir a misa y rezar por nuestra pobre madre y su pulmonía.

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