Con el buen tiempo los hombres se sientan en la calle fumando cigarrillos si los tienen, contemplando el mundo y viéndonos jugar. Las mujeres se quedan de pie con los brazos cruzados, charlando. No se sientan, porque lo único que tienen que hacer es quedarse en casa, cuidar a los niños, limpiar la casa y cocinar un poco, y los hombres necesitan las sillas. Los hombres se sientan porque están cansados de ir a pie a la oficina de empleo cada mañana a firmar el paro, de discutir los problemas del mundo y de preguntarse qué pueden hacer con el resto del día. Algunos se pasan por el corredor de apuestas para estudiar las probabilidades y apuestan un chelín o dos a algo seguro. Algunos se pasan horas enteras en la biblioteca Carnegie leyendo periódicos ingleses e irlandeses. Un hombre en paro tiene que estar enterado de las cosas, porque todos los demás hombres que están en paro son expertos en lo que pasa por el mundo. El hombre que está en paro tiene que estar preparado por si otro hombre en paro saca a la conversación el tema de Hitler, de Mussolini o de la situación terrible de millones de los chinos. El hombre en paro vuelve a casa después de pasar un día con el corredor de apuestas o con el periódico y su mujer no le negará unos minutos de tranquilidad y de paz con su cigarrillo y su té y un rato para quedarse sentado en su silla y para pensar en el mundo.
La Pascua de Resurrección es mejor que la Navidad porque papá nos lleva a la iglesia de los redentoristas, donde todos los sacerdotes van de blanco y cantan. Están contentos porque Nuestro Señor está en el cielo. Yo pregunto a papá si el niño de la cuna está muerto y él me dice que no, que tenía treinta y tres años cuando murió y que está allí, clavado en la cruz. Yo no entiendo cómo ha crecido tan aprisa para estar allí clavado, con un sombrero hecho de espinos y lleno de sangre que le cae de la cabeza, de las manos, de los pies y de un agujero grande que tiene cerca del vientre.
Papá dice que lo entenderé cuando sea mayor. Ahora me dice eso constantemente, y yo quiero ser mayor como él para poder entenderlo todo. Debe de ser precioso despertarse por la mañana y entenderlo todo. Y me gustaría ser como las personas mayores que están en la iglesia, que se ponen de pie y de rodillas y rezan y lo entienden todo.
En la misa la gente se acerca al altar y el sacerdote les pone algo en la boca. Vuelven a sus sitios con la cabeza baja y moviendo la boca. Malachy dice que tiene hambre y que él también quiere que le den algo. Papá dice:
—Calla; es la comunión; es el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor.
—Pero, papá...
—Calla. Es un misterio.
Es inútil hacer más preguntas. Si haces una pregunta te dicen que es un misterio, que lo entenderás cuando seas mayor, que seas un niño bueno, que se lo preguntes a tu madre, que se lo preguntes a tu padre, que me dejes en paz, por amor de Dios, que te vayas a jugar.
Papá consigue su primer trabajo en Limerick en la Fábrica de Cemento, y mamá está contenta. No tendrá que ponerse en la cola de la Conferencia de San Vicente de Paúl para pedir ropa y botas para Malachy y para mí. Ella dice que eso no es pedir limosna, que es una ayuda benéfica, pero papá dice que es pedir limosna y que es vergonzoso. Mamá dice que ahora podrá pagar la cuenta de varias libras que debe en la tienda de Kathleen O'Connell y que podrá devolver lo que debe a su propia madre. No le gusta nada deber nada a nadie, y menos a su propia madre.
La Fábrica de Cemento está a varias millas de Limerick y eso significa que papá tiene que salir de casa a las seis de la mañana. No le importa, porque está acostumbrado a las caminatas largas. La noche anterior mamá le prepara un termo de té, un bocadillo, un huevo duro. Le da lástima que tenga que caminar tres millas de ida y tres de vuelta. Una bicicleta le vendría bien, pero tendría que trabajar un año entero para comprársela.
El viernes es día de cobro, y mamá se levanta temprano, limpia la casa y canta:
Cualquiera entenderá por qué quería yo tu beso,
Tenía que ser, y la razón es ésta...
En la casa no hay mucho que limpiar. Barre el suelo de la cocina y el suelo de Italia, en el piso de arriba. Lava los cuatro tarros de mermelada que nos sirven de tazones. Dice que si a papá le dura el trabajo compraremos tazas como Dios manda, y quizás también platillos, y algún día, con la ayuda de Dios y de Su Santa Madre, tendremos sábanas en la cama y, si ahorramos mucho tiempo, una o dos mantas, en vez de estos abrigos viejos que debieron quedar del tiempo de la Gran Hambruna. Hierve agua y lava los trapos que sirven para que Michael no se cague en el cochecito y por toda la casa.
—Oh —dice—, nos tomaremos una buena merienda cuando vuestro papi traiga a casa el sueldo esta noche.
Papi. Está de buen humor.
Suenan sirenas y silbatos por toda la ciudad cuando los hombres terminan el trabajo a las cinco y media. Malachy y yo estamos emocionados porque sabemos que cuando el padre de uno trabaja y trae a casa el sueldo le da a uno el Penique del Viernes. Lo sabemos por otros niños cuyos padres trabajan, y sabemos que después de merendar puedes ir a la tienda de Kathleen O'Connell a comprar caramelos. Si tu madre está de buen humor hasta puede que te dé dos peniques para que vayas al cine Lyric al día siguiente a ver una película de James Cagney.
Los nombres que trabajan en las fábricas y en las tiendas de la ciudad están llegando a los callejones para cenar, lavarse e irse a la taberna. Las mujeres van al Coliseum o al cine Lyric a ver películas. Compran dulces y cigarrillos Wild Woodbine, y si sus maridos llevan trabajando mucho tiempo se permiten el lujo de comerse cajas de bombones Magia Negra. Les encantan las películas de amor y lo pasan muy bien llorando a moco tendido cuando hay un final triste o cuando un amante atractivo se marcha para que lo maten los hindúes y otros acatólicos.
Tenemos que esperar mucho tiempo a que papá recorra a pie el camino de vuelta de varias millas desde la Fábrica de Cemento. No podemos cenar hasta que ha vuelto a casa, y eso es duro, porque se huele la comida que preparan otras familias del callejón. Mamá dice que es una suerte que el día de cobro sea el viernes, cuando no se puede comer carne, porque el olor del tocino o de las salchichas en las demás casas le haría perder el juicio. Todavía podemos comer pan con queso y un buen tarro de té con abundante leche y azúcar: ¿qué más se puede desear?
Las mujeres se han ido a los cines, los hombres están en las tabernas, y papá no ha vuelto a casa aún. Mamá dice que aunque papá es buen andarín, la Fábrica de Cemento está lejos. Eso dice, pero tiene los ojos húmedos y ha dejado de cantar. Está sentada junto a la chimenea fumándose un Wild Woodbine que le dejó fiado Kathleen O'Connell. El pitillo es el único lujo del que disfruta, y nunca olvidará la bondad de Kathleen. No sabe cuánto tiempo puede seguir haciendo hervir el agua en esta tetera. No sirve de nada hacer el té antes de que papá llegue a casa, porque estará recocido, recalentado y hervido y no se podrá beber. Malachy dice que tiene hambre y ella le da un trozo de pan con queso para que vaya tirando.
—Este trabajo podría ser nuestra salvación —dice—. Bastante le cuesta encontrar trabajo con su acento del Norte, y si pierde éste no sé qué vamos a hacer.
El callejón está oscuro y tenemos que encender una vela. Mamá tiene que darnos nuestro té y nuestro pan con queso, porque tenemos tanta hambre que no podemos esperar un minuto más. Ella se sienta a la mesa, come un poco de pan con queso, se fuma su Wild Woodbine. Sale a la puerta para ver si viene papá por el callejón y habla de los días de cobro en que lo buscábamos por todo Brooklyn.
—Algún día volveremos todos a América —dice— y tendremos un sitio agradable y cálido para vivir y un retrete en el pasillo como el de la avenida Classon, y no esta porquería que tenemos al lado de la puerta.
Las mujeres vuelven a casa de los cines riendo, y los hombres vienen de las tabernas cantando. Mamá dice que es inútil esperar más. Si papá se queda en las tabernas hasta la hora de cierre no le quedará nada de su sueldo, y bien podemos irnos a la cama. Se acuesta en su cama con Michael en sus brazos. El callejón está en silencio y yo la oigo llorar a pesar de que se cubre la cara con un abrigo viejo, y oigo a lo lejos a mi padre.
Sé que es mi padre porque es el único hombre de Limerick que canta esa canción del Norte, la de Roddy McCorley, que va a la muerte hoy en el puente de Toome. Dobla la esquina en la parte alta del callejón y empieza con la canción de Kevin Barry. Algunas personas se asoman a las ventanas y a las puertas y dicen:
—Por Dios, que le metan un calcetín en la boca. Algunos tenemos que madrugar para ir al trabajo. Vete a tu casa y canta allí tus jodidas canciones patrióticas.
Él se planta en medio del callejón y reta a todo el mundo a que salga, él está preparado para luchar, preparado para luchar y para morir por Irlanda, cosa que no pueden decir los hombres de Limerick, conocidos por todo lo largo y ancho del mundo por haber colaborado con el pérfido sajón.
Está abriendo nuestra puerta y canta:
Y si cuando todos velan
El Oeste duerme, el Oeste duerme,
¡Ay!, bien puede llorar mi Erin
Porque Connacht yace en el sueño.
Pero ¡escuchad! Una voz de trueno dijo:
¡El Oeste despierta!, ¡el Oeste despierta!
Cantad, ¡hurra!, ¡tiemble Inglaterra!
¡Velaremos hasta la muerte por Erin!
Grita desde abajo de las escaleras:
—Ángela, Ángela, ¿hay alguna gota de té en esta casa?
Ella no responde y él vuelve a gritar:
—Francis, Malachy, bajad aquí, muchachos. Os voy a dar el Penique del Viernes.
Yo quiero bajar para que me dé el Penique del Viernes, pero mamá está sollozando tapándose la boca con el abrigo y Malachy dice:
—No quiero su asqueroso Penique del Viernes. Que se lo quede.
Papá sube las escaleras a tropezones, pronunciando un discurso sobre cómo debemos morir todos por Irlanda. Prende una cerilla y enciende con ella la vela que está junto a la cama de mamá. Levanta la vela sobre su cabeza y desfila por la habitación, cantando:
Mirad quiénes vienen entre los brezos de flores rojas,
Con banderas verdes que ondean al aire puro montañés,
La cabeza erguida, ojos al frente, marcando el paso orgullosos,
Sin duda la libertad tiene allí un trono en cada espíritu altivo.
Michael se despierta y grita con fuerza, los Hannon están dando golpes en la pared medianera, mamá dice a papá que es una vergüenza y que por qué no se larga de la casa de una vez.
Él está en el centro de la habitación sujetando la vela sobre su cabeza. Se saca un penique del bolsillo y nos lo muestra a Malachy y a mí.
—Vuestro Penique del Viernes, muchachos —dice—. Quiero que saltéis de esa cama, que forméis aquí como dos soldados y que prometáis morir por Irlanda, y yo os daré el Penique del Viernes.
Malachy se incorpora en la cama.
—No lo quiero —dice.
Y yo le digo que yo tampoco lo quiero.
Papá se queda de pie un momento, vacilante, y vuelve a guardarse el penique en el bolsillo. Se vuelve a mamá, y ella le dice:
—Esta noche no vas a dormir en esta cama.
Él baja al piso inferior con la vela, duerme en una silla, falta al trabajo a la mañana siguiente y pierde el empleo en la Fábrica de Cemento, y volvemos a vivir del subsidio de paro.
El maestro dice que ha llegado el momento de que nos preparemos para la Primera Confesión y para la Primera Comunión, de que nos aprendamos y recordemos todas las preguntas y todas las respuestas del catecismo, de que nos convirtamos en buenos católicos, de que sepamos distinguir el bien del mal, de que muramos por la Fe si hace falta.
El maestro dice que morir por la Fe es una cosa gloriosa, y papá dice que morir por Irlanda es una cosa gloriosa, y yo me pregunto si hay en el mundo alguien que quiera que vivamos. Mis hermanos han muerto y mi hermana ha muerto, y yo pregunto si murieron por Irlanda o por la Fe. Papá dice que eran demasiado pequeños para morir por algo. Mamá dice que murieron de enfermedades y de hambre y de que él nunca tiene trabajo. Papá dice:
«Och,
Ángela», se pone la gorra y sale a dar un largo paseo.
El maestro dice que debemos llevar tres peniques cada uno para comprar el catecismo de la Primera Comunión, de tapas verdes. El catecismo contiene todas las preguntas y todas las respuestas que debemos sabernos de memoria para poder recibir la Primera Comunión. Los chicos mayores del quinto curso tienen el catecismo de la Confirmación, más gordo, con tapas rojas, que cuesta seis peniques.
A mí me encantaría ser mayor e importante y pasearme con el catecismo rojo de la Confirmación, pero no creo que llegue a vivir tanto tiempo, en vista de que todos esperan que muera por esto o aquello. Me gustaría preguntar por qué hay tantas personas mayores que no han muerto por Irlanda ni por la Fe, pero sé que si haces una pregunta así te dan un capón o te mandan a jugar.
Me viene muy bien vivir a la vuelta de la esquina de la casa de Mikey Molloy. Tiene once años, sufre ataques y cuando no está delante lo llamamos Molloy «el Ataques». La gente del callejón dicen que el ataque es una lacra, y ahora ya sé lo que significa lacra. Mickey lo sabe todo, porque ve visiones cuando tiene los ataques y porque lee libros. Es el experto del callejón en el tema de los Cuerpos de las Chicas y de las Cochinadas en General, y me promete: