Las cenizas de Ángela (21 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Está bien. Cuéntaselo al cura si quieres, pero si el Ángel del Séptimo Peldaño lo dijo fue sólo porque no me lo contaste primero a mí. ¿No es mejor poder contar tus problemas a tu padre que a un ángel que no es más que una luz y una voz que tienes dentro de la cabeza?

—Sí, papá.

El día antes de la Primera Comunión el maestro nos lleva a la iglesia de San José para que hagamos nuestra Primera Confesión. Marchamos en fila de a dos, y si movemos un solo labio por las calles de Limerick nos matará allí mismo y nos enviará al infierno hinchados de pecados. Eso no nos impide presumir de los pecados grandes que tenemos. Willie Harold susurra su gran pecado, que miró a su hermana desnuda. Paddy Hartigan dice que robó diez chelines del monedero de su tía y comió helados y patatas fritas hasta ponerse malo. «Quigley el Preguntas» dice que se escapó de su casa y pasó media noche en una zanja con cuatro cabras. Yo intento contarles lo de Cuchulain y Emer, pero el maestro me pilla hablando y me da un golpe en la cabeza.

Nos arrodillamos en los bancos contiguos al confesonario y yo me pregunto si mi pecado, el de Emer, es tan malo como mirar a tu hermana desnuda, porque ya sé que en el mundo hay algunas cosas peores que otras. Por eso existen pecados diferentes: el sacrilegio, el pecado mortal, el pecado venial. Además de éstos, los maestros y las personas mayores en general hablan del pecado imperdonable, que es un gran misterio. Nadie sabe lo que es, y uno se pregunta cómo puede saber uno si lo ha cometido si no sabe lo que es. Si cuento a un cura lo de Emer Vejiga Grande y el concurso de mear, puede decirme que ése es el pecado imperdonable y echarme a patadas del confesonario, y yo quedaré deshonrado ante todo Limerick y me condenaré al infierno, donde me atormentarán para siempre los demonios, que no tienen nada más que hacer que pincharme con tridentes al rojo vivo hasta despedazarme.

Cuando entra Willie yo intento escuchar su confesión, pero no oigo más que un siseo del sacerdote, y Willie sale llorando.

Me toca a mí. El confesonario está a oscuras y hay un gran crucifijo suspendido sobre mi cabeza. Oigo que un niño murmura su confesión al otro lado. Me pregunto si sirve de algo intentar hablar con el Ángel del Séptimo Peldaño. Sé que no debe andar por los confesonarios, pero siento la luz dentro de mi cabeza y la voz me dice: «Nada temas».

La tabla que tengo delante se retira y el cura dice:

—¿Sí, hijo mío?

—Ave María Purísima. Ésta es mi Primera Confesión.

—Sí, hijo mío, y ¿qué pecados has cometido?

—He dicho una mentira. He pegado a mi hermano. He robado un penique del monedero de mi madre. He dicho una palabrota.

—Sí hijo mío. ¿Alguna cosa más?

—He... he escuchado un cuento de Cuchulain y Emer.

—Pero seguro que eso no es pecado, hijo mío. Al fin y al cabo, ciertos autores nos aseguran que Cuchulain se convirtió al catolicismo en sus últimos momentos, lo mismo que su rey, Conor MacNessa.

—Era de Emer, Padre, y de cómo se casó con él.

—¿Y cómo fue, hijo mío?

—Lo ganó en un concurso de mear.

Se oyen unos jadeos. El cura se tapa la boca con la mano y emite unos sonidos como si se ahogara, y habla solo: «Madre de Dios».

—¿Quién, quién te ha contado ese cuento, hijo mío?

—Mikey Molloy, Padre.

—¿Y dónde lo oyó contar él?

—Lo leyó en un libro, Padre.

—Ah, en un libro. Los libros pueden ser peligrosos para los niños, hijo mío. Aparta tu mente de esos cuentos estúpidos y piensa en las vidas de los santos. Piensa en San José, en la Florecilla, en el delicado y dulce San Francisco de Asís, que amaba a los pájaros del cielo y a las bestias del campo. ¿Lo harás, hijo mío?

—Sí, Padre.

—¿Tienes más pecados, hijo mío?

—No, Padre.

—En penitencia reza tres Avemarias y tres Padrenuestros, y reza una oración especial por mí.

—Así lo haré. Padre, ¿era ése el peor pecado?

—¿Qué quieres decir?

—¿Soy el peor de todos los niños, Padre?

—No, hijo mío, te falta mucho para eso. Ahora reza el Acto de Contrición y recuerda que Nuestro Señor te ve en todo momento. Que Dios te bendiga, hijo mío.

El día de la Primera Comunión es el día más feliz de la vida de uno por la Colecta y por James Cagney en el cine Lyric. La noche anterior yo estaba tan emocionado que no pude dormirme hasta el alba. Todavía estaría dormido si mi abuela no hubiera venido a dar golpes a la puerta:

—¡Arriba! ¡Arriba! Sacad a ese niño de la cama. Es el día más feliz de su vida, y él roncando allí arriba, metido en la cama.

Fui corriendo a la cocina.

—Quítate esa camisa —me dijo. Yo me quité la camisa y ella me metió a la fuerza en un barreño de estaño lleno de agua helada. Mi madre me frotaba, mi abuela me frotaba. Yo estaba rojo, en carne viva.

Me secaron. Me pusieron mi traje de Primera Comunión de terciopelo negro con la camisa blanca con chorreras, los pantalones cortos, los calcetines blancos, los zapatos negros de charol. Me ataron al brazo un lazo de satén blanco y me pusieron en la solapa el Sagrado Corazón de Jesús, una insignia del Sagrado Corazón del que caían gotas de sangre, con llamas a su alrededor y con una corona de espinos de aspecto feo encima.

—Ven aquí a que te peine —dijo la abuela—. Mira qué greñas: no se alisan. Este pelo no lo has heredado de mi familia. Es pelo de Irlanda del Norte que has heredado de tu padre. Es el pelo que tienen los presbiterianos. Si tu madre se hubiera casado con un hombre decente de Limerick no tendrías este pelo de punta presbiteriano de Irlanda del Norte.

Me escupió dos veces en la cabeza.

—Abuela, deja de escupirme en la cabeza, por favor.

—Si tienes algo que decir, te lo callas. Un poco de saliva no te va a matar. Vámonos, que llegamos tarde a la misa.

Fuimos corriendo a la iglesia. Mi madre nos seguía sin aliento llevando a Michael en brazos. Llegamos a la iglesia justo a tiempo de ver al último niño apartarse de la barandilla del altar, donde estaba el sacerdote con el cáliz y la hostia mirándome fijamente, furibundo. Después me puso en la lengua la hostia, el cuerpo y la sangre de Jesús. Al fin, al fin.

La tengo en la lengua. La retiro.

Se pegó.

Tenía a Dios pegado en el paladar. Me sonaban en los oídos las palabras del maestro: «No toquéis la hostia con los dientes, porque si partís a Dios en dos de un mordisco arderéis en el infierno para toda la eternidad».

Intenté despegar a Dios con la lengua, pero el sacerdote me susurró:

—Deja de hacer ruidos con la lengua y vuelve a tu asiento.

Dios fue misericordioso. Se disolvió, yo Lo tragué y por fin era miembro de la Iglesia Verdadera, era pecador oficial.

Cuando terminó la misa me esperaban a la puerta de la iglesia mi madre con Michael en brazos y mi abuela. Ambas me abrazaron oprimiéndome contra sus pechos. Ambas me dijeron que era el día más feliz de mi vida. Ambas me lloraron en la cabeza, y después de la aportación de mi abuela de esa mañana yo tenía la cabeza hecha un pantano.

—Mamá, ¿puedo ir ya a hacer la Colecta?

—Cuando hayas desayunado algo —dijo ella.

—No —dijo la abuela—. Nada de Colecta hasta que hayas hecho un buen desayuno de Primera Comunión en mi casa. Vamos.

La seguimos. Empezó a trastear y a meter ruido con cazos y sartenes y a quejarse de que todo el mundo esperaba de ella que estuviese a su servicio. Yo me comí el huevo, me comí la salchicha, y cuando quise echarme más azúcar en el té ella me apartó la mano de una palmada.

—Ten moderación con el azúcar. ¿Es que te crees que soy millonaria?, ¿que soy americana? ¿Te crees que estoy cargada de joyas relucientes?, ¿Que voy vestida de ricas pieles?

La comida se me revolvió en el estómago. Me atraganté. Salí corriendo al patio trasero de mi abuela y lo vomité todo. Ella salió.

—Mirad lo que ha hecho. Ha devuelto el desayuno de su Primera Comunión. Ha devuelto el cuerpo y la sangre de Jesús. Tengo a Dios en el patio. ¿Qué voy a hacer? Voy a llevarlo a los jesuitas, que conocen los pecados del mismo Papa.

Me llevó a rastras por las calles de Limerick. Iba contando a los vecinos y a los viandantes desconocidos lo de que tenía a Dios en su patio. Me metió en el confesonario a empujones.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ave María Purísima. Padre, hace un día de mi última confesión.

—¿Un día? ¿Y qué pecados has cometido en un día, hijo mío?

—Me quedé dormido. Casi llegué tarde a mi Primera Comunión. Mi abuela dice que tengo el pelo de punta presbiteriano de Irlanda del Norte. Vomité el desayuno de mi Primera Comunión. Ahora mi abuela dice que tiene a Dios en su patio y que qué debe hacer.

El cura es como el de mi Primera Confesión. Jadea y emite unos sonidos como si se ahogara.

—Esto... esto..., di a tu abuela que lave a Dios con un poco de agua y como penitencia reza un Avemaria y un Padrenuestro. Reza una oración por mí y que Dios te bendiga, hijo mío.

La abuela y mamá me estaban esperando cerca del confesonario. La abuela me dijo:

—¿Es que estabas contando chistes a ese sacerdote en el confesonario? Como yo me entere de que te dedicas a contar chistes a los jesuitas, te arranco los riñones. ¿Qué te ha dicho que hay que hacer con Dios en mi patio?

—Me ha dicho que lo laves con un poco de agua, abuela.

—¿Con agua corriente o con agua bendita?

—No lo ha dicho, abuela.

—Pues vuelve a preguntárselo.

—Pero, abuela...

Volvió a meterme en el confesonario a empujones.

—Ave María Purísima. Padre, hace un minuto de mi última confesión.

—¡Un minuto! ¿Eres el niño que acaba de pasar por aquí?

—Sí, Padre.

—¿Y qué pasa ahora?

—Mi abuela dice que si ha de lavarlo con agua corriente o con agua bendita.

—Con agua corriente, y di a tu abuela que deje de molestarme.

Yo dije a mi abuela:

—Con agua corriente, abuela, y dice que dejemos de molestarlo.

—Que dejemos de molestarlo. El muy patán ignorante.

—¿Puedo ir ya a hacer la Colecta? —pregunté a mamá—. Quiero ver a James Cagney.

—Olvídate de la Colecta y de James Cagney —dijo la abuela—, porque eres un católico incompleto, después de haber dejado a Dios en el suelo como lo has dejado. Vamos, a casa.

—Espera un momento —dijo mamá—. Éste es mi hijo. Es mi hijo y es el día de su Primera Comunión. Va a ir a ver a James Cagney.

—No va a ir.

—Sí va a ir.

—Llévatelo a ver a James Cagney, pues —dijo la abuela—, a ver si así se salva su alma americana y presbiteriana de Irlanda del Norte. Adelante.

Se ciñó el chal y se marchó.

—Dios mío —dijo mamá—, ya es muy tarde para hacer la Colecta, y te vas a perder a James Cagney. Iremos al cine Lyric y veremos si te dejan entrar gratis por ir vestido de Primera Comunión.

En la calle Barrington nos encontramos con Mikey Molloy. Me preguntó si iba al Lyric y yo le respondí que lo iba a intentar.

—¿Que lo vas a intentar? —preguntó—. ¿Es que no tienes dinero?

A mí me daba vergüenza decir que no, pero tuve que decirlo, y él dijo:

—No pasa nada. Yo te haré entrar. Organizaré una distracción.

—¿Qué es una distracción?

—Yo tengo dinero para la entrada, y cuando entre fingiré que me da el ataque y el acomodador se preocupará mucho, y tú te podrás colar cuando yo suelte el grito fuerte. Estaré vigilando la puerta, y cuando vea que has entrado me recuperaré milagrosamente. Eso es una distracción. Lo hago muchas veces para colar a mis hermanos.

—Ay, no sé qué decirte, Mikey —dijo mamá—. ¿No sería pecado? No querrás que Frank cometa un pecado el día de su Primera Comunión.

Mikey dijo que si era pecado que cayera sobre su alma, y que al fin y al cabo él era un católico incompleto, de modo que no importaba. Soltó su grito y yo me colé y me senté junto a «Quigley el Preguntas», y el acomodador, Frank Goggin, estaba tan preocupado por Mikey que no se dio cuenta. La película era emocionante, pero acababa mal, porque James Cagney era un enemigo público y cuando lo mataban a tiros lo envolvían en vendas, abrían la puerta de su casa y lo tiraban dentro, asustando a su pobre y anciana madre irlandesa, y así terminó el día de mi Primera Comunión.

5

La abuela ya no quiere hablarse con mamá por lo que hice con Dios en su patio trasero. Mamá no se habla con su hermana la tía Aggie ni con su hermano el tío Tom. Papá no se habla con nadie de la familia de mamá, y éstos no se hablan con él porque es del Norte y tiene un aire raro. Nadie se habla con la mujer del tío Tom, Jane, porque es de Galway y tiene aspecto de española. Todos se hablan con el hermano de mamá, el tío Pat, porque lo dejaron caer de cabeza, porque es un inocente y porque se dedica a vender periódicos. Todos lo llaman «el Abad» o Ab Sheehan, y nadie sabe por qué. Todos se hablan con el tío Pa Keating porque respiró gases venenosos en la guerra y porque se casó con la tía Aggie, y si no se hablaran con él a él tampoco le importaría más que un pedo de violinista, y por eso los parroquianos de la taberna de South dicen que es un gaseoso.

Eso me gustaría ser a mí, un gaseoso, sin que las cosas me importasen más que un pedo de violinista, y así se lo digo al Ángel del Séptimo Peldaño, aunque a veces pienso que no se debe decir «pedo» delante de un ángel.

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