—Te lo contaré todo, Frankie, cuando tengas once años como yo y no seas tan estúpido ni tan ignorante.
Me alegro de que diga «Frankie», porque así sé que me está hablando a mí, pues es bizco y nunca se sabe a quién está mirando. Si está hablando a Malachy y yo creo que me está hablando a mí, puede ponerse furioso y puede sufrir un ataque que lo deje sin sentido. Dice que ser bizco es un don, porque eres como un dios que mira en dos sentidos a la vez, y que en tiempos de la antigua Roma el que era bizco no tenía problemas para encontrar un buen trabajo. Si miras los retratos de los emperadores romanos, verás que siempre tienen bastante aire de bizcos. Cuando no tiene el ataque se sienta en el suelo, en lo alto del callejón, a leer los libros de la biblioteca Carnegie que lleva a casa su padre.
—Libros, libros, libros —dice su madre—, se está estropeando los ojos de tanto leer, tiene que operarse para enderezarlos, pero ¿quién va a pagar la operación?
Le dice que si sigue forzándose los ojos se le acabarán juntando hasta que sólo tenga un ojo en el centro de la cara. Desde entonces, su padre lo llama Cíclope, que es un personaje de un cuento griego.
Nora Molloy conoce a mi madre de las colas de la Conferencia de San Vicente de Paúl. Dice a mamá que Mikey tiene más sentido común que doce hombres bebiendo pintas en una taberna. Se sabe los nombres de todos los Papas desde San Pedro hasta Pío XI. Sólo tiene once años pero es un hombre, vaya si lo es. Muchas semanas salva a la familia del hambre pura. Pide prestada una carretilla a Aidan Farrell y llama a las puertas de todo Limerick preguntando si alguien quiere que le sirvan carbón o turba, y baja por la carretera del Muelle para volver con grandes sacos de cincuenta kilos o más. Hace recados a los viejos impedidos, y si no tienen un penique que darle, se contenta con una oración.
Cuando gana un poco de dinero se lo da a su madre, que quiere mucho a su Mikey. Él es su todo, la sangre de sus venas, su corazón, y si le pasara algo bien podían meterla en el manicomio y tirar la llave.
El padre de Mikey, Peter, es un gran campeón. Gana apuestas en las tabernas bebiéndose más pintas que nadie. Lo único que tiene que hacer es salir al retrete, meterse el dedo en la garganta y devolverlo todo para volver a empezar otra ronda. Peter es un campeón de tal categoría que es capaz de vomitar en el retrete sin usar el dedo. Es un campeón de tal categoría que aunque le cortasen los dedos él seguiría tan tranquilo. Gana dinero, pero no lo lleva a su casa. A veces hace como mi padre y se bebe también el dinero del paro, y por eso suelen tener que llevarse a Nora Molloy al manicomio, enloquecida de tanto preocuparse por su familia desnutrida y hambrienta. Sabe que mientras estás en el manicomio estás protegida del mundo y de sus padecimientos, no puedes hacer nada, estás protegida y no sirve de nada que te preocupes. Es bien sabido que a los locos hay que llevarlos al manicomio a la fuerza, pero ella es la única a la que tienen que sacar a la fuerza del manicomio para hacerla volver con sus cinco hijos y con el campeón de todos los bebedores de pintas.
Se sabe que Nora Molloy está a punto de ir al manicomio cuando se ve a sus hijos corretear por ahí blancos de harina de la cabeza a los pies. Eso sucede cuando Peter se bebe el dinero del paro y la deja desesperada y ella sabe que vendrán los hombres del manicomio a llevársela. Se sabe que está dentro de su casa haciendo pan frenéticamente. Quiere estar segura de que los niños no se morirán de hambre mientras ella no esté, y recorre todo Limerick pidiendo harina. Acude a los sacerdotes, a las monjas, a los protestantes, a los cuáqueros. Va a la Fábrica de Harina Rank y pide que le den las barreduras del suelo. Hace pan día y noche. Peter le suplica que lo deje pero ella le grita: «¡Esto es lo que pasa por beberte el paro!». Él le dice que el pan se pondrá duro. Es inútil hablar con ella. Hacer pan, hacer pan, hacer pan. Si tuviera dinero suficiente convertiría en pan toda la harina de Limerick y de las comarcas próximas. Si no vinieran los hombres del manicomio para llevársela, seguiría haciendo pan hasta caerse redonda.
Los niños se atiborran tanto de pan que los vecinos del callejón dicen que parecen hogazas. Pero el pan se pone duro, y a Mikey lo fastidia tanto esa pérdida que habla con una mujer rica que tiene un libro de cocina y ella le dice que prepare pudin de pan. Cuece el pan duro con agua y leche cortada y le añade una taza de azúcar, y a sus hermanos les encanta, aunque no coman otra cosa en los quince días que pasa su madre en el manicomio.
—¿Se la llevan porque se ha vuelto loca de tanto hacer pan, o se vuelve loca de tanto hacer pan porque se la llevan? —pregunta mi padre.
Nora vuelve a casa tan tranquila como si viniera de la playa. Siempre pregunta:
—¿Dónde está Mikey? ¿Está vivo?
Se preocupa por Mikey porque es un católico incompleto, y si tuviera un ataque y se muriera, ¿quién sabe adónde iría a parar en la otra vida? Es un católico incompleto porque no pudo recibir la Primera Comunión por miedo a ponerle en la lengua algo que pudiese provocarle un ataque y ahogarlo. El maestro lo intentó una y otra vez con pedazos del
Limerick Leader,
pero Mikey los escupía siempre, hasta que el maestro se puso furioso y lo envió al sacerdote, quien escribió al obispo, quien dijo: «No me molesten, ocúpense ustedes». El maestro envió a casa de Mikey una nota en la que decía que éste debía recibir la Comunión con su padre o con su madre, pero ni siquiera éstos fueron capaces de hacerle tragar un trozo del
Limerick Leader
en forma de hostia. Lo intentaron incluso con un trozo de pan en forma de hostia con mermelada, y fue inútil. El sacerdote dice a la señora Molloy que no se preocupe. Dios obra por caminos misteriosos para hacer Sus maravillas, y sin duda tiene un propósito especial para Mikey, aun con sus ataques y todo.
—¿No es extraordinario que sea capaz de tragarse dulces y bollos de todas clases, pero que le dé un ataque si tiene que tragarse el cuerpo de Nuestro Señor? ¿No es extraordinario? —dice su madre.
Le preocupa que a Mikey le dé el ataque y se muera y se vaya al infierno si tiene en el alma algún tipo de pecado, aunque todo el mundo sabe que es un ángel del cielo. Mikey le dice que Dios no te va a enviar la lacra de los ataques para encima mandarte después al infierno de una patada. ¿Qué Dios sería el que hiciera una cosa así?
—¿Estás seguro, Mikey?
—Sí. Lo he leído en un libro.
Se sienta bajo la farola de lo más alto del callejón y se ríe recordando el día de su Primera Comunión, que fue un camelo, él no podía tragarse la hostia, pero ¿acaso impidió eso que su madre lo pasease por Limerick con su trajecito negro para que hiciera la Colecta? Dijo a Mikey:
—Bueno, yo no miento, claro que no. Lo único que digo a los vecinos es: «Aquí está Mikey con su traje de Primera Comunión». No digo otra cosa, cuidado. «Aquí está Mikey». Si ellos se creen que tú te has tragado la Primera Comunión, ¿quién soy yo para llevarles la contraria y para quitarles la ilusión?
El padre de Mikey dijo:
—No te preocupes, Cíclope. Tienes un montón de tiempo por delante. Jesús no fue un católico incompleto hasta que tomó el pan y el vino en la última Cena, y él tenía treinta y tres años.
—¿Quieres dejar de llamarlo Cíclope? —dijo Nora Molloy—. Tiene dos ojos en la cara y no es griego.
Pero el padre de Mikey, campeón de los bebedores de pintas, es como mi tío Pa Keating: le importa un pedo de violinista lo que diga el mundo, y así me gustaría ser a mí.
Mikey me explica que lo mejor de la Primera Comunión es la Colecta. Tu madre te tiene que conseguir de algún modo un traje nuevo para poder exhibirte ante los vecinos y los parientes, y éstos te dan dulces y dinero y puedes ir al cine Lyric a ver a Charlie Chaplin.
—¿Y por qué no a James Cagney?
—Déjate de James Cagney. Bobadas. Como Charlie Chaplin no hay ninguno. Pero tienes que ir a la Colecta con tu madre. Las personas mayores de Limerick no están dispuestas a dar dinero a cualquier fulano que se presente vestido de Primera Comunión sin su madre.
Mikey recogió más de cinco chelines el día de su Primera Comunión, y se comió tantos dulces y bollos que vomitó en el cine Lyric y Frank Goggin, el acomodador, lo echó a la calle. Dice que no le importó, porque le quedaba dinero y fue el mismo día al cine Savoy a ver una película de piratas y comió chocolate Cadbury y bebió gaseosa hasta que tenía un kilómetro de tripa. Está impaciente por que le llegue el día de la Confirmación, porque entonces eres mayor, haces otra Colecta y te dan más dinero que en la Primera Comunión. Irá al cine el resto de su vida, se sentará junto a las chicas de los callejones y hará cochinadas como un experto. Quiere a su madre, pero no se casará nunca por miedo a tener una mujer a la que estén ingresando en el manicomio cada poco tiempo. ¿De qué sirve casarse cuando te puedes sentar en el cine y hacer cochinadas con chicas de los callejones a las que no les importa lo que hacen porque ya lo hicieron con sus hermanos? Si no te casas, no tendrás en tu casa niños que te piden a gritos té y pan y que jadean cuando tienen un ataque y que tienen ojos que apuntan a todas partes. Cuando sea mayor irá a la taberna como su padre, beberá pintas a discreción, se meterá el dedo en la garganta para devolverlo todo, se beberá más pintas, ganará las apuestas y llevará el dinero a su madre para que no se vuelva loca. Dice que es un católico incompleto, lo que significa que está condenado, de modo que puede hacer lo que le dé la puñetera gana.
—Ya te contaré más cosas cuando te hagas mayor, Frankie —dice—. Ahora eres demasiado pequeño y no sabes nada de nada.
El maestro, el señor Benson, es muy viejo. Nos da voces y nos llena de saliva continuamente. Los chicos que se sientan en la primera fila confían en que no tenga enfermedades, pues las enfermedades se transmiten todas por la saliva, y puede estar esparciendo la tisis a diestro y siniestro. Nos dice que tenemos que sabernos el catecismo del derecho, del revés y de lado. Tenemos que sabernos los Diez Mandamientos, las Siete Virtudes, las teologales y las morales, los Siete Sacramentos, los Siete Pecados Capitales. Tenemos que sabernos de memoria todas las oraciones: el Avemaria, el Padrenuestro, el Yo Pecador, el Credo, el Acto de Contrición, la Letanía de la Virgen María. Tenemos que sabérnoslas en irlandés y en inglés, y si se nos olvida una palabra irlandesa y la decimos en inglés, el maestro se pone furioso y nos pega con la vara. Si de él dependiera, aprenderíamos nuestra religión en latín, la lengua de los santos, que vivían en comunión íntima con Dios y con Su Santa Madre, la lengua de los primeros cristianos, que se refugiaban en las catacumbas y que salían para morir en el potro y por la espada, que expiraban en las fauces babeantes del león hambriento. El irlandés está bien para los patriotas; el inglés, para los traidores y para los delatores, pero es el latín el que nos franquea la entrada del mismísimo cielo. En latín rezaban los mártires cuando los bárbaros les arrancaban las uñas y los despellejaban a tiras. Dice que somos una deshonra para Irlanda y su larga y triste historia, que estaríamos mejor en el África rezando a un arbusto o a un árbol. Nos dice que somos un caso perdido, la peor clase de preparación para la Primera Comunión que ha tenido en su vida, pero que, como hay Dios, él nos convertirá en católicos, nos quitará a golpes la pereza y nos meterá a golpes la Gracia Santificante.
Brendan Quigley levanta la mano. Lo llamamos «Quigley el Preguntas», porque siempre está haciendo preguntas. No se puede contener.
—Señor, ¿qué es la Gracia Santificante? —pregunta.
El maestro levanta los ojos al cielo. Va a matar a Quigley. En vez de ello, le ladra:
—No te preocupes de lo que es la Gracia Santificante, Quigley. A ti no te importa. Estás aquí para aprenderte el catecismo y para hacer lo que te mandan. No estás aquí para hacer preguntas. Hay demasiada gente que va por el mundo haciendo preguntas, y por eso estamos como estamos, y si algún niño de esta clase hace preguntas no respondo de mis actos. ¿Me has oído, Quigley?
—Sí.
—Sí, ¿y qué más?
—Sí, señor.
Sigue con su discurso.
—En esta clase hay niños que no conocerán nunca la Gracia Santificante. ¿Por qué? Por la codicia. Los he oído hablar fuera, en el patio del colegio, del día de la Primera Comunión, del día más feliz de vuestras vidas. ¿Y hablaban de que iban a recibir el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor? No. Esos pequeños sinvergüenzas llenos de codicia hablan del dinero que les darán, de la Colecta. Irán de casa en casa con sus trajecitos haciendo la Colecta como mendigos. ¿Y apartarán algo de ese dinero para enviárselo a los negritos del África? ¿Se acordarán de esos paganitos condenados para siempre por no haber recibido el bautismo y el conocimiento de la Fe verdadera? ¿De esos negritos que no han podido conocer el Cuerpo Místico de Cristo? El limbo está abarrotado de negritos que vuelan de un lado a otro y lloran llamando a sus madres porque nunca serán recibidos en la presencia inefable de Nuestro Señor y en la compañía gloriosa de los santos, los mártires, las vírgenes. Oh, no. Donde corren nuestros niños tras su Primera Comunión es a los cines, para revolcarse en el fango que vomitan por todo el mundo los esbirros del diablo desde Hollywood. ¿Verdad, McCourt?
—Sí, señor.
«Quigley el Preguntas» vuelve a levantar la mano. Los demás nos intercambiamos miradas y nos preguntamos si es que quiere suicidarse.
—¿Qué son los esbirros, señor?
Al maestro se le pone la cara blanca primero, roja después. La boca se le contrae, se le abre y le vuela la saliva a todas partes. Se acerca al «Preguntas» y lo arranca de su asiento. Resopla, tartamudea y la saliva le vuela por toda el aula. Pega al «Preguntas» con la vara en los hombros, en el trasero, en las piernas. Lo agarra del cuello y lo arrastra hasta el frente del aula.
—Mirad a este ejemplar —ruge.
«El Preguntas» está temblando y llorando.
—Lo siento, señor.
—Lo siento, señor —dice el maestro, burlándose de él—. ¿Qué es lo que sientes?
—Siento haberle preguntado. No volveré a hacerle ninguna pregunta, señor.
—El día que la hagas, Quigley, será el día en que desearás que Dios te acoja en Su seno. ¿Qué desearás, Quigley?
—Que Dios me acoja en Su seno, señor.
—Vuelve a tu asiento,
omadhaun,
poltrón, criatura del fondo oscuro de un pantano.