Dice que Malachy y yo tenemos que turnarnos para cuidar de Alphie, que tenemos que sacarlo en el cochecito para que tome un poco el aire. El niño no puede pasarse metido en Italia desde octubre hasta abril. Si le decimos que queremos jugar con nuestros amigos puede soltarnos un revés a la cabeza que nos haga escocer las orejas.
Jugamos con Alphie y con el cochecito. Yo me pongo en lo alto de la colina del Cuartel y Malachy se queda abajo. Doy al cochecito un empujón para que baje la cuesta y Malachy debe detenerlo, pero él está distraído mirando a un amigo que lleva patines de ruedas y pasa a toda velocidad por su lado, cruza la calle y entra por las puertas de la taberna de Leniston, donde los parroquianos se están tomando una pinta tranquilamente y no se esperan que irrumpa un cochecito con un niño con la cara sucia que dice «gu, gu, gu, gu». El tabernero grita que esto es una vergüenza, que debería estar prohibido este tipo de comportamiento, que entre por la puerta un niño en un cochecito combado, dice que va a denunciarnos a los guardias, y Alphie lo saluda con la mano y sonríe y él dice:
—Está bien, está bien, que se tome el niño un caramelo y una gaseosa, y sus hermanos también pueden tomar gaseosa, esa pareja de desharrapados. Dios del cielo, qué mundo tan cruel, cuando te crees que las cosas empiezan a salir adelante te entra por la puerta un cochecito y tú te pones a repartir caramelos y gaseosas a diestro y siniestro. Vosotros dos, coged a ese niño y volved a casa con vuestro hermano.
Malachy tiene otra gran idea: se le ocurre que podríamos recorrer Limerick como los gitanos, con Alphie en su cochecito, y entrar en las tabernas para que nos den caramelos y gaseosas, pero yo no quiero que se entere mamá y me dé un revés. Malachy dice que soy un rajado y se aleja de mí corriendo. Yo llevo el cochecito hasta la calle Henry y me acerco a la iglesia de los redentoristas. Hace un día gris, la iglesia es gris y el pequeño grupo de gente que espera ante la residencia de los sacerdotes es gris. Esperan para que les den de limosna las sobras de la comida de los sacerdotes.
Allí, entre la gente, está mi madre con su abrigo gris sucio.
Es mi propia madre, pidiendo limosna. Esto es peor que el subsidio de paro, que la Conferencia de San Vicente de Paúl, que el dispensario. Es la vergüenza mayor, es casi como pedir limosna por las calles como los gitanos que exhiben a sus niños llenos de costras: «un penique para el pobre niño, señor, el pobre niño tiene hambre, señora».
Mi madre es ahora una mendiga, y si alguien del callejón o de mi escuela la ve, la familia quedará deshonrada por completo. Mis amigos se inventarán nuevos motes para mí y me atormentarán en el patio de la escuela, y ya sé lo que me llamarán.
Frankie McCourt,
hijo de la mendiga,
legañoso,
bailarín,
llorica,
japonés.
Se abre la puerta de la residencia de los sacerdotes y la gente se amontona extendiendo las manos. Los oigo:
—Hermano, hermano, aquí, hermano, ay, por amor de Dios, hermano. Tengo cinco hijos en casa, hermano.
Veo que empujan a mi propia madre. Veo que tiene la boca fruncida cuando coge al vuelo una bolsa y se aleja de la puerta, y yo subo por la calle con el cochecito antes de que pueda verme.
Ya no quiero volver a casa. Bajo con el cochecito hasta la carretera del Muelle, hasta Corkanree, donde se tira y se quema toda la basura y los desperdicios de Limerick. Me quedo allí un rato y veo a unos chicos que persiguen a las ratas. No sé por qué tienen que atormentar a unas ratas que no están en sus casas. Seguiría andando por el campo para siempre, si no fuera porque llevo a Alphie que berrea de hambre, que sacude las piernas regordetas, que enseña el biberón vacío.
Mamá ha encendido el fuego y ha puesto algo a cocer en una olla. Malachy sonríe, y ella dice que ha traído carne en conserva y algunas patatas de la tienda de Kathleen O'Connell. Malachy no estaría tan contento si supiera que era hijo de una mendiga. Nos llama a voces por el callejón para que entremos en casa, y cuando nos sentamos a la mesa me resulta difícil mirar a mi madre, la mendiga. Ella pone la olla en la mesa, saca las patatas con una cuchara y reparte una a cada uno y extrae la carne en conserva con un tenedor.
No es carne en conserva. Es un bloque grande de grasa gris y temblorosa, y el único rastro de carne en conserva es un pequeño pezón de carne roja que está encima. Nos quedamos mirando ese trozo de carne y nos preguntamos quién se la va a comer. Mamá dice:
—Eso es para Alphie. Es pequeño, tiene que crecer mucho, le hace falta.
Lo pone en un plato ante él. Él lo aparta con el dedo y vuelve a cogerlo. Se lo lleva a la boca, recorre la cocina con la mirada, ve al perro Lucky y se lo tira.
Es inútil decir nada. La carne ha desaparecido. Nos comemos las patatas con mucha sal y yo me como mi grasa y me imagino que es ese pezón de carne roja.
No toquéis con vuestras zarpas ese baúl, porque allí no hay nada que tenga el más mínimo interés ni que os importe —nos advierte mamá.
Lo único que guarda en el baúl es un montón de papeles, partidas de nacimiento y fes de bautismo, el pasaporte irlandés de ella, el pasaporte inglés de papá, extendido en Belfast, nuestros pasaportes estadounidenses y su vestido rojo de la moda de los años 20, con lentejuelas y con volantes negros que se trajo de América. Quiere guardar ese vestido para siempre para que le recuerde que fue joven y que bailaba.
Lo que guarda en el baúl no me importa hasta que formo un equipo de fútbol con Billy Campbell y con Malachy. No tenemos dinero para comprar uniformes ni botas, y Billy dice:
—¿Cómo va a saber el mundo quiénes somos? Ni siquiera tenemos nombre.
Yo me acuerdo del vestido rojo y se me ocurre un nombre, los Corazones Rojos de Limerick. Mamá no abre nunca el baúl, ¿y qué importancia tiene que le corte un trozo del vestido para hacer siete corazones rojos que podamos llevar en el pecho? Ella misma lo dice siempre: ojos que no ven, corazón que no siente.
El vestido está enterrado bajo los papeles. Yo miro la foto del pasaporte que me hicieron cuando era pequeño y me doy cuenta de por qué me llaman japonés. Hay un papel que dice Certificado de Matrimonio, que Malachy McCourt y Ángela Sheehan se unieron en Santo Matrimonio el veintiocho de marzo de 1930. ¿Cómo puede ser? Yo nací el diecinueve de agosto, y Billy Campbell me dijo que el padre y la madre tienen que llevar casados nueve meses para que pueda aparecer un niño. He aquí que yo vine al mundo en la mitad de tiempo. Eso significa que debo de ser milagroso y que puedo llegar a santo y la gente celebrará la fiesta de San Francis de Limerick.
Tendré que preguntárselo a Mikey Molloy, que sigue siendo el experto en los Cuerpos de las chicas y en las Cochinadas en general.
Billy dice que si queremos llegar a ser unos grandes futbolistas tenemos que practicar, y nos debemos reunir en el parque. Los chicos se quejan cuando yo les reparto los corazones, y yo les digo que si no les gustan pueden irse a sus casas a recortar los vestidos y las blusas de sus propias madres.
No tenemos dinero para comprar una pelota como Dios manda, de modo que uno de los chicos trae una vejiga de oveja llena de trapos. Damos patadas a la vejiga por el prado hasta que le salen agujeros y empiezan a salirse los trapos y nos hartamos de dar patadas a una vejiga que apenas existe ya. Billy dice que al día siguiente, que es sábado, nos reuniremos y saldremos a Ballinacurra para ver si podemos desafiar a los chicos ricos del colegio Crescent a un verdadero partido, siete contra siete. Dice que debemos prendernos en la camisa con alfileres los corazones rojos, aunque no sean más que unos trapos rojos.
Malachy vuelve a casa para tomar el té, pero yo no puedo porque tengo que hablar con Mikey Molloy para enterarme de por qué nací en la mitad del tiempo normal. Mikey sale de su casa con su padre, Peter. Mikey cumple hoy dieciséis años y su padre se lo lleva a la taberna de Bowles para que se tome la primera pinta. Nora Molloy chilla desde dentro de casa a Peter que si se van no vuelvan, que se acabó lo de hacer pan, que ya no vuelve más al manicomio, que si trae a casa borracho a ese niño ella se irá a Escocia y desaparecerá de la faz de la tierra.
—No le prestes atención, Cíclope —dice Peter a Mikey—. Las madres irlandesas siempre son enemigas de la primera pinta. Mi propia madre quiso matar a mi padre con una sartén cuando él me llevó a que me tomase la primera pinta.
Mikey pide a Peter que vaya yo con ellos a tomarme una gaseosa.
Peter dice a todos los presentes en la taberna que Mikey ha venido a tomarse su primera pinta, y cuando todos los hombres quieren invitar a Mikey a una pinta Peter dice:
—Ah, no, sería terrible que bebiese demasiado y lo aborreciera del todo.
Tiran las pintas y nos sentamos junto a la pared, los Molloy con sus pintas y yo con mi gaseosa. Los hombres desean a Mikey mucha suerte en la vida y dicen que fue una bendición de Dios que se cayera de aquel canalón hace años y que no le volviera a dar nunca el ataque desde entonces, y que qué pena que a ese mariconcete de «Cuasimodo» Dooley se lo llevara la tisis después de tanto como se había esforzado por hablar como un inglés para poder trabajar en la BBC, que tampoco es buen sitio para un irlandés, al fin y al cabo.
Peter está hablando con los hombres y Mikey, que se bebe a sorbitos su primera pinta, me dice en voz baja:
—Me parece que no me gusta, pero no se lo digas a mi padre.
Después me dice que él también practica en secreto el acento inglés para poder llegar a locutor de la BBC, que era el sueño de «Cuasimodo». Me dice que puedo quedarme con Cuchulain, que no le sirve a uno de nada para leer las noticias en la BBC. Ahora que tiene dieciséis años quiere ir a Inglaterra, y si me compro algún día una radio lo oiré hablar en el Servicio Nacional de la BBC.
Yo le cuento lo del certificado de matrimonio, que Billy Campbell dijo que tenían que pasar nueve meses pero que yo nací en la mitad de tiempo, y le pregunto si sabría decirme si yo soy milagroso de algún modo.
—No —dice—, no. Eres un bastardo. Estás condenado.
—No hace falta que me insultes, Mikey.
—No te estoy insultando. Así se llaman los que nacen antes de los nueve meses del matrimonio, los que han sido concebidos de tapadillo.
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qué?
—Concebidos.
—Eso es cuando el espermatozoide se junta con el óvulo y crece y tú apareces nueve meses más tarde.
—No sé de qué estás hablando.
—Lo que tienes entre las piernas es la excitación —me dice en voz baja—. No me gustan los otros nombres que le dan, la picha, la polla, el carajo, el cipote. De modo que tu padre mete su excitación dentro de tu madre y sale un chorrito y esos pequeños microbios suben por tu madre hasta un sitio donde hay un huevo y el huevo crece y eres tú.
—Yo no soy un huevo.
—Eres un huevo. Todos hemos sido un huevo.
—¿Por qué estoy condenado? No es culpa mía ser un bastardo.
—Todos los bastardos están condenados. Son como los niños pequeños que murieron sin que los bautizaran. Van al limbo para toda la eternidad, y no tienen manera de salir, y no es culpa suya. Le hace dudar a uno de Dios, sentado allí arriba en Su trono sin tener piedad con los niños pequeños que murieron sin que los bautizaran. Por eso yo ya no me paso nunca por la capilla. En todo caso, estás condenado. Tu padre y tu madre tuvieron la excitación sin estar casados, por eso tú no estás en gracia de Dios.
—¿Qué puedo hacer?
—Nada. Estás condenado.
—¿No puedo poner una vela o algo así?
—Podías probar con la Virgen María. Ella se encarga de los condenados.
—Pero no tengo un penique para la vela.
—Está bien, está bien, toma un penique. Podrás devolvérmelo cuando tengas trabajo dentro de un millón de años. Me está costando una fortuna ser el experto en los Cuerpos de las Chicas y en las Cochinadas en General.
El tabernero está haciendo un crucigrama y dice a Peter:
—¿Qué es lo contrario de avance?
—Retirada —dice Peter.
—Eso es —dice el tabernero—. Todo tiene su contrario.
—Madre de Dios —dice Peter.
—¿Qué te pasa, Peter? —dice el tabernero.
—¿Qué es lo que acabas de decir, Tommy?
—Que todo tiene su contrario.
—Madre de Dios.
—¿Estás bien, Peter? ¿Está mala la pinta?
—La pinta está estupenda, Tommy, y yo soy el campeón de beber pintas, ¿verdad?
—Sí que lo eres, por Dios. Nadie te lo puede negar.
—Eso significa que podría ser el campeón de lo contrario.
—¿De qué estás hablando, Peter?
—Podría ser el campeón de no beber ninguna pinta.
—Ah, vamos, Peter, creo que vas demasiado lejos. ¿Está bien tu mujer en casa?
—Tommy..., llévate esta pinta... Soy el campeón de no beber ninguna pinta.
Peter se vuelve y retira el vaso de Mikey.
—Vamos a casa con tu madre, Mikey.
—No me has llamado Cíclope, papá.
—Eres Mikey. Eres Michael. Nos vamos a Inglaterra. Se acabaron las pintas para mí, se acabaron las pintas para ti, se acabó hacer pan para tu madre. Vamos.
Salimos de la taberna mientras Tommy, el tabernero, nos dice en voz alta:
—Ya sé lo que te pasa, Peter. Son todos esos malditos libros que lees. Te han destrozado la cabeza.