Peter y Mikey doblan la esquina para ir a su casa. Yo tengo que ir a la iglesia de San José para poner la vela que me salvará de condenarme, pero miro el escaparate de la tienda de Counihan y allí, en el centro, hay una gran barra de
toffee
Cleeves y un letrero que dice: «dos trozos, un penique». Sé que estoy condenado, pero se me cae la baba por los lados de la lengua, y cuando dejo el penique en el mostrador de la señora Counihan prometo a la Virgen María que el próximo penique que consiga será para poner una vela, y le pido que haga el favor de hablar con su Hijo para que no me condene de momento.
Un penique de
toffee
Cleeves no dura toda la vida, y cuando se acaba tengo que pensar en volver a casa con una madre que dejó a mi padre que le metiera dentro la excitación para que yo pudiera nacer en la mitad de tiempo y me convirtiese en un bastardo. Si alguna vez me dice una palabra del vestido rojo o de cualquier otra cosa le diré que sé lo de la excitación y ella se quedará escandalizada.
El sábado por la mañana me reúno con los Corazones Rojos de Limerick y salimos sin rumbo por la carretera buscando un desafío de fútbol. Los chicos siguen refunfuñando que esos trozos de vestido rojo no parecen corazones, hasta que Billy les dice que si no quieren jugar al fútbol pueden volverse a sus casas a jugar con las muñecas de sus hermanas.
Hay unos chicos jugando al fútbol en un campo en Ballinacurra y Billy los desafía. Ellos tienen ocho jugadores y nosotros sólo somos siete, pero no nos importa porque uno de ellos es tuerto y Billy nos dice que le entremos por el lado ciego.
—Además —dice—, Frankie McCourt está casi ciego con los dos ojos malos que tiene, y eso es peor.
Los otros llevan todos camisetas azules y blancas y calzones blancos y buenas botas de fútbol. Uno de ellos dice que parece que venimos de un naufragio y nosotros tenemos que sujetar a Malachy para que no se pegue con ellos. Acordamos jugar media hora porque los chicos de Ballinacurra dicen que tienen que ir a almorzar. A almorzar. Todo el mundo come a medio día, pero ellos almuerzan. Si nadie marca gol en media hora quedaremos empatados. Jugamos atacando y defendiéndonos hasta que Billy se hace con la pelota y sube corriendo y driblando por la banda, tan aprisa que nadie es capaz de atraparlo y la pelota entra en la portería. La media hora casi ha terminado, pero los chicos de Ballinacurra quieren jugar otra media hora y consiguen marcar cuando ya está muy avanzada la segunda media hora. Después, la pelota sale por la línea de banda. Sacamos nosotros. Billy se pone en la línea de banda con la pelota sobre la cabeza. Finge mirar a Malachy pero me tira la pelota a mí. Me viene como si fuera lo único que existiera en el mundo. Viene directa a mi pie, y lo único que tengo que hacer es girar a la izquierda y enviar la pelota directamente a la portería. Veo una luz blanca dentro de mi cabeza y me siento como un chico que hubiera subido al cielo. Floto por todo el campo hasta que los Corazones Rojos de Limerick me dan palmadas en la espalda y me dicen:
—Ha sido un gran gol, Frankie. Tú también has estado bien, Billy.
Volvemos caminando por la avenida O'Connell y yo no dejo de pensar en el modo en que me vino al pie la pelota, y seguro que la envió Dios o la Virgen María, que nunca enviarían una bendición así a alguien que estuviera condenado por haber nacido en la mitad de tiempo, y sé que no se me olvidará mientras viva esa pelota de Billy Campbell, ese gol.
Mamá se encuentra con Bridey Hannon y con la madre de ésta que suben por el callejón, y le hablan de las pobres piernas del señor Hannon.
—Pobre John, es una prueba para él volver a casa en bicicleta todas las noches después de repartir carbón y turba todo el día en la carreta grande trabajando para los almacenistas de carbón de la carretera del Muelle.
Le pagan por trabajar de las ocho de la mañana a las cinco y media de la tarde, aunque él tiene que preparar al caballo mucho antes de las ocho y tiene que dejarlo listo para pasar la noche mucho después de las cinco y media. Se pasa el día subiendo y bajando con esa carreta, llevando sacos de carbón y de turba, intentando desesperadamente que no se le muevan las vendas de las piernas para que no le entre el polvo en las llagas abiertas. Las vendas se le están pegando siempre y tiene que arrancárselas, y cuando llega a casa ella le lava las llagas con agua tibia y jabón, se las unta de ungüento y se las vuelve a vendar con vendas limpias. No pueden permitirse unas vendas nuevas cada día, de modo que ella lava las viejas una y otra vez hasta que están grises.
Mamá dice que el señor Hannon debería ir al médico.
—Claro —dice la señora Hannon—, ha ido al médico una docena de veces, y el médico le dice que tiene que descansar las piernas. Eso es todo. Que descanse las piernas. ¿Y cómo va a descansar las piernas? Tiene que trabajar. ¿De qué viviríamos si no trabajase?
Mamá dice que Bridey podría buscarse algún trabajo, pero Bridey se ofende.
—¿No sabes que tengo el pecho débil, Ángela? ¿No sabes que tuve fiebres reumáticas y que podría morirme en cualquier momento? Tengo que cuidarme.
Mamá suele hablar de Bridey y de sus fiebres reumáticas y de su pecho débil.
—Ésa es capaz de quedarse sentada horas enteras quejándose de sus males —dice—, pero no por eso deja de fumarse sus Woodbines.
Mamá dice a Bridey que siente mucho lo de su pecho débil y que es terrible cómo sufre su padre. La señora Hannon dice a mi madre que John está peor cada día.
—¿Y qué le parecería, señora McCourt, que su chico Frankie fuera con él en la carreta algunas horas cada semana y le ayudase con los sacos? Mal podemos permitírnoslo, pero Frankie podría ganarse un chelín o dos y John podría descansar sus pobres piernas.
—No lo sé —dice mamá—, sólo tiene once años y ha tenido el tifus, y el polvo del carbón no le vendría bien para los ojos.
—Estará al aire libre —dice Bridey—, y nada como el aire fresco para uno que tiene mal los ojos o que está recuperándose del tifus, ¿no es así, Frankie?
—Sí, Bridey.
Yo me muero de ganas de ir con el señor Hannon en la carreta grande como un trabajador de verdad. Si lo hago bien podrían consentirme que dejase de ir a la escuela para siempre, pero mamá dice:
—Puede hacerlo siempre que no sea un obstáculo para sus estudios, y puede empezar un sábado por la mañana.
Como ya soy un hombre, enciendo el fuego temprano el sábado por la mañana y me preparo mi propio té y mi pan frito. Espero ante la casa de al lado a que salga el señor Hannon con su bicicleta, y me llega por la ventana un olor delicioso a panceta y huevos. Mamá dice que el señor Hannon come de lo mejor porque la señora Hannon está tan loca por él como el día en que se casaron. Se comportan como dos amantes de una película americana. Aparece empujando la bicicleta y fumando con la pipa en la boca. Me dice que me suba a la barra de su bicicleta y nos ponemos en marcha, a mi primer trabajo de hombre. Mientras vamos en bicicleta tiene la cabeza sobre la mía, y el olor de la pipa es delicioso. Sus ropas tienen un olor a carbón que me hace estornudar.
Hay hombres que marchan a pie o en bicicleta hacia los almacenes de carbón, la Fábrica de Harina de Rank y la Compañía de Vapores de Limerick, que están en la carretera del Muelle. El señor Hannon se quita la pipa de la boca y me dice que ésta es la mejor mañana de todas, la del sábado, cuando sólo se trabaja medio día. Empezaremos a las ocho y terminaremos para cuando toquen al ángelus a las doce.
Empezamos por preparar al caballo, lo cepillamos un poco, llenamos de avena el pesebre de madera y de agua el cubo. El señor Hannon me enseña a poner los arreos y me deja empujar al caballo para hacerlo retroceder y ponerlo entre las varas de la carreta.
—Jesús, Frankie, tienes maña para esto —dice.
Eso me pone tan contento que quiero dar saltos y guiar una carreta durante lo que me resta de vida.
Hay dos hombres que están llenando de carbón y de turba los sacos y pesándolos en la gran balanza de hierro; meten un quintal en cada saco. Es tarea suya cargar los sacos en la carreta mientras el señor Hannon va a la oficina a recoger los albaranes de entrega. Los hombres de los sacos trabajan aprisa y ya estamos preparados para nuestra ruta. El señor Hannon se sienta en la parte izquierda de la carreta y hace restallar el látigo para enseñarme dónde debo sentarme, en la parte derecha. La carreta está tan alta y tan cargada de sacos que es difícil subirse, y yo lo intento apoyándome en la rueda. El señor Hannon dice que nunca debo volver a hacer una cosa así.
—No pongas nunca la pierna ni la mano cerca de una rueda cuando el caballo esté enjaezado entre las varas. Al caballo se le puede ocurrir darse un paseo por su cuenta y tú te encuentras con que la rueda te ha atrapado la pierna o el brazo, que te la ha arrancado y que te has quedado mirándola. Tira por ahí —dice al caballo, y éste sacude la cabeza y hace sonar los arreos.
El señor Hannon se ríe.
—Este caballo es tan tonto que le gusta trabajar —dice—. No hará sonar los arreos dentro de unas horas.
Cuando empieza a llover nos cubrimos con sacos viejos de carbón y el señor Hannon se pone la pipa boca abajo en la boca para que no se moje el tabaco. Dice que la lluvia lo pone todo más pesado pero que no sirve de nada quejarse. Sería como quejarse de que en África hace sol.
Atravesamos el puente de Sarsfield para hacer el reparto de la carretera de Ennis y de la carretera de circunvalación del Norte.
—Gente rica —dice el señor Hannon—, y que tarda mucho en llevarse la mano al bolsillo a la hora de dar propina.
Tenemos que repartir dieciséis sacos. El señor Hannon dice que hoy tenemos suerte porque en algunas casas reciben más de un saco y así él no tiene que subirse y bajarse tanto de esa carreta destrozándose las piernas. Cuando nos detenemos se baja y yo arrastro el saco hasta el borde y se lo pongo en los hombros. Algunas casas tienen patios delanteros en los que hay una trampilla que se abre y se vuelca por ella el contenido del saco hasta que éste se vacía, y eso es fácil. Hay otras casas con largos patios traseros, y se nota que al señor Hannon le hacen sufrir las piernas cuando tiene que llevar a cuestas los sacos desde la carreta hasta los cobertizos que están cerca de las puertas traseras.
—Ay, Jesús, Frankie, ay, Jesús.
Ésta es su única queja, y me pide que le eche una mano para volver a subirse a la carreta. Dice que si tuviera una carretilla podría llevar en ella los sacos desde la carreta hasta la casa y que eso sería una bendición, pero una carretilla le costaría el sueldo de dos semanas, ¿y quién puede permitirse tal cosa?
Los sacos están entregados y ha salido el sol, la carreta está vacía y el caballo sabe que ha terminado su jornada de trabajo. Es muy bonito ir sentado en la carreta mirando al caballo a lo largo, desde la cola hasta la cabeza, traquetear por la carretera de Ennis, atravesar el Shannon y subir la carretera del Muelle. El señor Hannon dice que un hombre que ha repartido dieciséis quintales de carbón y de turba se ha ganado una pinta, y que el chico que le ha ayudado se ha ganado una gaseosa. Me dice que debo ir a la escuela para no acabar como él, que tiene que trabajar mientras se le pudren las dos piernas.
—Ve a la escuela, Frankie, y sal de Limerick y de la propia Irlanda. Esta guerra acabará algún día y podrás ir a América, o a Australia o a cualquier país grande con espacios abiertos donde puedas levantar los ojos y ver un terreno sin fin. El mundo es grande y tú puedes vivir grandes aventuras. Si yo no tuviera así las piernas estaría en Inglaterra ganando una fortuna en las fábricas como los demás irlandeses, como tu padre. No, como tu padre no. He oído decir que os ha dejado en la estacada, ¿eh?
No sé cómo un hombre en su sano juicio puede marcharse y dejar que su mujer y su familia pasen hambre y tiemblen de frío en un invierno como los de Limerick. A la escuela, Frankie, a la escuela. Los libros, los libros, los libros. Sal de Limerick antes de que se te pudran las piernas y de que se te derrumbe la mente del todo.
El caballo marcha al paso y cuando llegamos al almacén de carbón le echamos el pienso y agua y lo cepillamos. El señor Hannon le habla todo el tiempo y lo llama «mi viejo amigo», y el caballo resopla y apoya el hocico en el pecho del señor Hannon. A mí me encantaría llevarme este caballo a casa y dejar que se alojase en el piso de abajo cuando nosotros estuviésemos arriba, en Italia, pero aunque pudiera hacerlo entrar por la puerta mi madre me gritaría que lo que menos nos hace falta en esta casa es un caballo.
Las calles que suben de la carretera del Muelle son demasiado empinadas para que el señor Hannon pueda subirlas en bicicleta llevándome a mí, de modo que vamos caminando. Tiene las piernas doloridas por el día de trabajo y tardamos mucho tiempo en subir hasta la calle Henry. Se apoya en la bicicleta o se sienta en los escalones de las entradas de las casas, apretando con los dientes la pipa que lleva en la boca.
Yo me pregunto cuándo me dará el dinero del día de trabajo, porque mamá podría dejarme ir al cine Lyric si llego a tiempo a casa con mi chelín o con lo que me dé el señor Hannon. Llegamos a la puerta de la taberna de South.
—Entra —me dice—, ¿no te había prometido una gaseosa?
El tío Pa Keating está sentado en la taberna. Está todo negro, como siempre, y está sentado al lado de Bill Galvin, que está todo blanco, como siempre, resollando y tomándose grandes tragos de su pinta de cerveza negra.
—¿Cómo están? —dice el señor Hannon, y se sienta al otro lado de Bill Galvin, y todos los presentes en la taberna se ríen.
—Jesús —dice el tabernero—, miren eso, dos trozos de carbón y una bola de nieve.
Los hombres que están en otras partes de la taberna se acercan a ver a los dos hombres negros como el carbón con el hombre blanco como la cal en medio, y quieren avisar al
Limerick Leader
para que venga alguien con una cámara de fotos.
—¿Cómo estás todo negro tú también, Frankie? —dice el tío Pa—. ¿Te has caído a una mina de carbón?
—He estado ayudando al señor Hannon en la carreta.
—Tus ojos tienen un aspecto atroz, Frankie. Parecen huellas de meadas en la nieve.
—Es del polvo del carbón, tío Pa.
—Lávatelos cuando llegues a tu casa.
—Sí, tío Pa.
El señor Hannon me invita a una gaseosa, me da el chelín por el trabajo de la mañana y me dice que ya puedo volver a mi casa, que soy un gran trabajador y que puedo ayudarle la semana siguiente a la salida de la escuela.