Las cenizas de Ángela (45 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Sí, señor.

El médico dice al señor Hannon que tiene que ingresar en el hospital o tendrá gangrena y el médico no se hará responsable. La ambulancia se lleva al señor Hannon y yo pierdo mi gran trabajo. Ahora estaré blanco como todos los de la Escuela Leamy, sin carreta, sin caballo, sin chelines que llevar a casa para dárselos a mi madre.

Al cabo de unos días llama a nuestra puerta Bridey Hannon. Dice que a su madre le gustaría que yo fuera a visitarla, a tomarme una taza de té con ella. La señora Hannon está sentada junto al fuego con una mano en el asiento de la silla del señor Hannon.

—Siéntate, Frank —me dice, y cuando pretendo sentarme en una de las sillas corrientes de la cocina, dice—: No, siéntate aquí. Siéntate en su propia silla. ¿Sabes cuántos años tiene, Frank?

—Oh, debe de ser muy mayor, señora Hannon. Debe de tener treinta y cinco años.

Ella sonríe. Tiene unos dientes preciosos.

—Tiene cuarenta y nueve años, Frank, y un hombre de esa edad no debería tener así las piernas.

—No debería, señora Hannon.

—¿Sabes que le dabas mucha alegría al acompañarlo en esa carreta?

—No lo sabía, señora Hannon.

—Sí se la dabas. Hemos tenido dos hijas, Bridey, a la que conoces, y Kathleen, que es enfermera allí arriba, en Dublín. Pero no hemos tenido ningún hijo varón, y él decía que le dabas la sensación de tener un hijo.

Siento que me arden los ojos y no quiero que me vea llorar, sobre todo cuando no sé por qué lloro. Últimamente no hago otra cosa. ¿Es por el trabajo? ¿Es por el señor Hannon? Mi madre me suele decir: «Vaya, tienes la vejiga cerca de los ojos».

Creo que lloro por el modo de hablar en voz baja de la señora Hannon, y habla así por el señor Hannon.

—Como un hijo —dice—, y me alegra que le dieras esa sensación. Ya no podrá volver a trabajar, ¿sabes? Desde ahora tendrá que quedarse en casa. Quizás se pueda curar, y en tal caso bien podría encontrar un puesto de vigilante, para no tener que levantar y cargar pesos.

—Yo no volveré a tener trabajo, señora Hannon.

—Tienes un trabajo, Frank. La escuela. Ése es tu trabajo.

—Eso no es un trabajo, señora Hannon.

—Nunca tendrás un trabajo igual, Frank. Al señor Hannon se le parte el corazón de imaginarte arrastrando sacos de carbón de una carreta, y a tu madre también se le parte el corazón, y te destrozarías los ojos. Siento mucho haberte metido en esto, pues puse a tu pobre madre en un compromiso, entre tus ojos y las piernas del señor Hannon.

—¿Podré ir al hospital a ver al señor Hannon?

—Quizás no te dejen entrar, pero claro que puedes venir a verlo aquí. Bien sabe Dios que no hará gran cosa más que leer y mirar por la ventana.

Mamá me dice en casa:

—No debes llorar, aunque, por otra parte, las lágrimas son saladas y te lavarán el líquido malo de los ojos.

12

Hay carta de papá. Dice que llegará a casa dos días antes de Navidad. Dice que todo será diferente, que es un hombre nuevo, que espera que seamos buenos, que obedezcamos a nuestra madre, que cumplamos nuestros deberes religiosos, y dice que nos trae regalos de Navidad a todos.

Mamá me lleva a la estación de ferrocarril para recibirlo. La estación siempre es un lugar emocionante con todas las idas y venidas, con la gente que se asoma a las ventanillas, llorando, sonriendo, despidiéndose con la mano, y suena el silbato del tren para llamar a los viajeros y después se aleja el tren con su traqueteo entre nubes de vapor, la gente solloza en el andén, las vías de brillo plateado que se pierden a lo lejos, que llegan hasta Dublín y hasta el mundo que está más allá.

Ahora es casi medianoche y hace frío en el andén vacío. Un hombre con gorra de ferroviario nos pregunta si nos gustaría esperar en un sitio caliente.

—Muchas gracias —dice mamá, y se ríe cuando el hombre nos conduce al final del andén, donde tenemos que subir por una escalera de mano hasta la torre de señales.

Ella tarda algún tiempo en subir, pues está pesada, y no deja de repetir:

—Ay, Dios, ay, Dios.

Estamos por encima del mundo y la torre de señales está oscura a excepción de las luces rojas, verdes y amarillas que parpadean cuando el hombre se inclina sobre el tablero.

—Estoy cenando algo —dice—, ¿ustedes gustan?

—Ay, no, gracias —dice mamá—, no podríamos privarlo de su cena.

—Mi mujer siempre me prepara demasiada comida —dice él—, y no me la podría comer aunque me pasase una semana subido a esta torre. Desde luego, mirar luces y tirar de una palanca de vez en cuando no es un trabajo muy duro.

Destapa un termo y vierte chocolate en un tazón.

—Toma —me dice—, métete este chocolate entre pecho y espalda.

Entrega a mamá la mitad de un emparedado.

—Ay, no —dice ella—, seguro que usted puede llevárselo a su casa para sus hijos.

—Tengo dos hijos, señora, y están fuera combatiendo en el ejército de Su Majestad el Rey de Inglaterra. Uno de ellos hizo su parte con Montgomery en África y el otro está en Birmania o en algún otro sitio de mierda, con perdón. Conseguimos liberarnos de Inglaterra y después vamos a luchar en sus guerras. Conque tenga, señora, tómese el trozo de emparedado.

Unas luces parpadean en el tablero y el hombre dice:

—Ya llega su tren, señora.

—Muchas gracias, y feliz Navidad.

—Le deseo Feliz Navidad, señora, y un próspero Año Nuevo también. Ten cuidado en esa escalera, jovencito. Ayuda a tu madre.

—Muchas gracias, señor.

Volvemos a esperar en el andén mientras el tren entra en la estación con un ruido sordo. Se abren las puertas de los vagones y algunos hombres con maletas bajan al andén y se dirigen aprisa a la salida. Se oye el ruido metálico de las cántaras de leche que caen al andén. Un hombre y dos muchachos descargan periódicos y revistas.

No hay ni rastro de mi padre. Mamá dice que quizás esté dormido en un vagón, pero sabemos que apenas duerme, ni siquiera en su propia cama. Dice que es posible que el barco de Holyhead se haya retrasado y él haya perdido el tren. El Mar de Irlanda está tremendo en esta época del año.

—No va a venir, mamá. No le importamos. Estará borracho allá en Inglaterra.

—No hables así de tu padre.

Yo no le digo más. No le digo que me gustaría tener un padre como el hombre de la torre de señales, que da a la gente emparedados y chocolate.

Al día siguiente entra por la puerta papá. Le falta la dentadura postiza de arriba y tiene una magulladura bajo el ojo izquierdo. Dice que el Mar de Irlanda estaba agitado y que cuando se asomó por la borda se le cayó la dentadura.

—¿No sería por la bebida, verdad? —dice mamá—. ¿No sería una pelea?

—Och,
no, Ángela.

—Dijiste que nos traerías algo, papá —dice Michael.

—Ah, os lo he traído.

Saca de su maleta una caja de bombones y se la entrega a mamá. Ella abre la caja y nos enseña su interior, donde faltan la mitad de los bombones.

—¿No has podido respetarlos? —le pregunta ella—. Menudo sacrificio el tuyo, ¿no?

Cierra la caja y la deja en la repisa de la chimenea. Al día siguiente, después de la comida de Navidad, comeremos bombones.

Mamá le pregunta si ha traído algún dinero. Él le dice que corren malos tiempos, que hay poco trabajo, y ella le dice:

—¿Es que me estás tomando el pelo? Hay guerra, y en Inglaterra hay trabajo por todas partes. Te has bebido el dinero, ¿verdad?

—Te has bebido el dinero, papá.

—Te has bebido el dinero, papá.

—Te has bebido el dinero, papá.

Gritamos con tanta fuerza que Alphie se echa a llorar. Papá dice:

—Och,
niños, vamos, niños. Tened respeto a vuestro padre.

Se pone la gorra. Dice que tiene que ir a ver a un hombre.

—Ve a ver a tu hombre —dice mamá—, pero no vuelvas borracho a esta casa esta noche cantando «Roddy McCorley» ni ninguna otra canción.

Vuelve borracho a casa, pero está callado y se queda dormido en el suelo junto a la cama de mamá.

Al día siguiente hacemos una comida de Navidad gracias al vale de comida que recogió mamá en la Conferencia de San Vicente de Paúl. Tenemos cabeza de cordero, repollo, patatas blancas y harinosas y una botella de sidra, por ser Navidad. Papá dice que no tiene hambre, que tomará té, y pide prestado un cigarrillo a mamá.

—Come algo —le dice ella—. Es Navidad.

Él vuelve a decirle que no tiene hambre, pero dice que si nadie los quiere se comerá los ojos del cordero. Dice que el ojo tiene mucho alimento, y todos hacemos ruidos de asco. Los baja con su té y se termina de fumar el Woodbine. Se pone la gorra y sube al piso de arriba a coger su maleta.

—¿A dónde vas? —le pregunta mamá.

—A Londres.

—¿En este día de Nuestro Señor? ¿El día de Navidad?

—Es el día mejor para viajar. La gente de los automóviles siempre está dispuesta a llevar a Dublín a un trabajador. Piensan en lo mal que lo pasó la Sagrada Familia.

—¿Y cómo tomarás el barco para Holyhead si no llevas ni un penique en el bolsillo?

—Del mismo modo que vine. Siempre hay un momento en que no miran.

Nos da un beso a cada uno en la frente, nos dice que seamos buenos, que obedezcamos a mamá, que recemos nuestras oraciones. Dice a mamá que escribirá, y ella le dice:

—Ah, sí, como has escrito siempre.

Él se queda plantado ante ella con la maleta en la mano. Ella se levanta, coge la caja de bombones y los reparte. Se mete un bombón en la boca y se lo vuelve a sacar porque está demasiado duro y no lo puede masticar. A mí me ha tocado uno blando y se lo ofrezco a cambio del duro, que durará más tiempo. Está cremoso y espeso y tiene una avellana en el centro. Malachy y Michael se quejan de que a ellos no les ha tocado ninguna avellana y preguntan por qué le toca siempre la avellana a Frank.

—¿Qué quieres decir, como siempre? —pregunta mamá—. Es la primera vez que nos comemos una caja de bombones.

—En la escuela le tocó la pasa del bollo —dice Malachy—, y todos los chicos decían que se la había dado a Paddy Clohessy. Entonces, ¿por qué no puede darnos a nosotros la avellana?

—Porque es Navidad —dice mamá—, y tiene los ojos irritados y la avellana es buena para los ojos irritados.

—¿Se le pondrán mejor los ojos con la avellana? —pregunta Michael.

—Sí.

—¿Se le pondrá mejor un ojo, o los dos?

—Creo que los dos.

—Si me tocara otra avellana se la daría para los ojos —dice Malachy.

—Sé que lo harías —dice mamá.

Papá nos mira comer los bombones un momento. Levanta el pestillo, sale por la puerta y la cierra.

—Los días son malos, pero las noches son peores —dice mamá a Bridey Hannon—. ¿Acabará alguna vez esta lluvia?

Ella intenta aliviar los días malos quedándose en la cama y dejando que Malachy y yo encendamos el fuego por la mañana mientras ella está sentada en la cama dando pedazos de pan a Alphie y acercándole el tazón a la boca para que tome el té que lleva dentro. Nosotros tenemos que bajar a Irlanda a lavarnos las caras en el barreño que está bajo el grifo e intentamos secarnos con la camisa vieja y húmeda que está colgada del respaldo de una silla. Nos hace ponemos de pie junto a la cama para ver si nos hemos dejado círculos de mugre en el cuello, y si es así tenemos que volver al grifo y a la camisa húmeda. Cuando hay un agujero en unos pantalones ella se sienta en la cama y lo remienda con cualquier trapo que encuentre. Llevamos pantalones cortos hasta los trece o los catorce años, y nuestros calcetines largos siempre tienen agujeros que hay que zurcir. Si no tiene lana para zurcir y los calcetines son oscuros, podemos teñirnos de negro los tobillos con betún para guardar las apariencias. Es terrible ir por el mundo enseñando la piel por los agujeros de los calcetines. Cuando los llevamos semana tras semana, los agujeros se vuelven tan grandes que tenemos que adelantar el calcetín metiéndolo bajo los dedos de los pies para que el agujero de atrás quede oculto en el zapato. Los días de lluvia los calcetines se mojan y tenemos que dejarlos colgados ante el fuego por la noche con la esperanza de que estén secos a la mañana siguiente. Después están duros por la suciedad apelmazada y no nos atrevemos a ponérnoslos por miedo a que caigan al suelo rotos en pedazos ante nuestros ojos. Quizás tengamos la suerte de poder ponernos los calcetines, pero después tenemos que taponarnos los agujeros de los zapatos y yo me disputo con mi hermano Malachy cualquier trozo de cartón o de papel que haya en la casa. Michael sólo tiene seis años y tiene que esperar a llevarse lo que pueda sobrar, a no ser que mamá nos advierta desde la cama que debemos ayudar a nuestro hermano pequeño.

—Si no arregláis los zapatos a vuestro hermano y tengo que levantarme de esta cama, va a haber más que palabras —dice.

Tendría que darnos lástima Michael, porque es demasiado mayor para jugar con Alphie y es demasiado pequeño para jugar con nosotros, y no puede pelearse con ninguno por el mismo motivo.

Terminar de vestirnos es sencillo, la camisa que llevaba en la cama es la camisa que llevo a la escuela. La llevo día tras día. Es la camisa que llevo para jugar al fútbol, para saltar los muros, para robar en los huertos. Voy a misa y a la Cofradía con esa camisa, y la gente olisquea el aire y se aparta de mí. Cuando mamá recibe en la Conferencia de San Vicente de Paúl un vale para recoger una nueva, la vieja se convierte en toalla y pasa meses enteros húmeda, colgada en la silla, o mamá puede utilizar trozos de ella para remendar otras camisas. Hasta puede acortarla y hacer que Alphie se la ponga una temporada hasta que acaba en el suelo, encajada contra los bajos de la puerta, para que no entre la lluvia desde el callejón.

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