Las cenizas de Ángela (49 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—No tenemos sitio para él —dice el hermano Murray, y nos cierra la puerta en las narices.

Mamá se aparta de la puerta y volvemos a casa dándonos un largo paseo en silencio. Se quita el abrigo, prepara té y se sienta junto al fuego.

—Escúchame —dice—. ¿Me estás escuchando?

—Sí.

—Es la segunda vez que la Iglesia te cierra la puerta en las narices.

—¿Sí? No me acuerdo.

—Stephen Carey os dijo a tu padre y a ti que no podías ser monaguillo y os cerró la puerta en las narices. ¿Lo recuerdas?

—Sí.

—Y ahora el hermano Murray te cierra la puerta en las narices.

—No me importa. Quiero encontrar trabajo.

A ella se le pone tenso el rostro y se enfada.

—Nunca más debes permitir que nadie te cierre la puerta en las narices. ¿Me oyes?

Se echa a llorar junto al fuego.

—Dios mío, no os he traído al mundo para que seáis una familia de recaderos.

Yo no sé qué hacer ni qué decir, pues estoy muy aliviado por no tener que pasarme cinco o seis años más en la escuela.

Soy libre.

Tengo trece años para cumplir catorce y estamos en junio, el último mes de escuela para siempre. Mamá me lleva a ver al cura, el doctor Cowpar, para que me ayude a conseguir un empleo de chico de telégrafos. La señora O'Connell, que es la supervisora de la oficina de correos, me pregunta:

—¿Sabes montar en bicicleta?

Yo le digo que sí, aunque es mentira. Ella me dice que no puedo empezar hasta que haya cumplido catorce años y que vuelva en agosto.

El señor O'Halloran dice a la clase que es una vergüenza que chicos como McCourt, Clarke, Kennedy, tengan que cortar leña y acarrear agua. Le da asco esta Irlanda libre e independiente que mantiene un sistema de clases que nos impusieron los ingleses, que estemos tirando al estercolero a nuestros hijos con más talento.

—Debéis marcharos de este país, muchachos. Vete a América, McCourt. ¿Me oyes?

—Sí, señor.

Vienen curas a la escuela para reclutarnos para las misiones en el extranjero, unos redentoristas, unos franciscanos, unos Padres del Espíritu Santo, que se dedican todos ellos a convertir a los paganos de tierras lejanas. Yo no les hago caso. Sé que voy a ir a América, hasta que un cura me llama la atención. Dice que pertenece a la orden de los Padres Blancos, misioneros entre las tribus beduinas nómadas y capellanes de la Legión Extranjera francesa.

Yo pido el formulario de solicitud.

Necesitaré una carta del párroco y un certificado de mi médico de cabecera. El párroco escribe la carta al instante. Dice que se alegraría de que me hubiera marchado el año anterior. El médico me pregunta:

—¿Qué es esto?

—Es una solicitud para ingresar en la orden de los Padres Blancos, misioneros entre las tribus beduinas nómadas del Sahara y capellanes de la Legión Extranjera francesa.

—¿Ah, sí? Conque la Legión Extranjera francesa, ¿eh? ¿Sabes cuál es el medio de transporte más común en el desierto del Sáhara?

—¿El tren?

—No. El camello. ¿Sabes qué es un camello?

—Tiene una joroba.

—Tiene algo más que una joroba. Tiene muy mal genio y muy mala intención, y tiene los dientes verdes de gangrena, y muerde. ¿Sabes dónde muerde?

—¿En el Sáhara?

—No,
omadhaun.
Te muerde el hombro, te lo arranca de cuajo. Te deja allí descabalado en pleno Sáhara. Eso no te gustaría, ¿verdad? Y ¿qué impresión darías andando deforme por las calles de Limerick? ¿Qué chica en su sano juicio se dignaría mirar a un ex-Padre Blanco que sólo tiene un hombro escuálido? Y hay que ver cómo tienes los ojos. Bastante mal los tienes aquí, en Limerick. En el Sáhara te supurarán, se te pudrirán y se te caerán de la cara. ¿Cuántos años tienes?

—Trece.

—Vuélvete a tu casa con tu madre.

No es nuestra casa, y no nos sentimos libres como nos sentíamos en el callejón Roden, arriba en Italia o abajo en Irlanda. Cuando Laman llega a casa quiere leer en la cama o dormir y nosotros tenemos que guardar silencio. Nos quedamos en la calle hasta que se hace de noche, y cuando entramos en la casa no podemos hacer nada más que acostarnos y leer un libro si tenemos una vela o queroseno para la lámpara.

Mamá nos dice que nos acostemos, que ella se acostará enseguida, en cuanto suba al altillo a llevar a Laman su último tazón de té. Muchas veces nos quedamos dormidos antes de que ella suba, pero algunas noches los oímos hablar, jadear, suspirar. Algunas noches ella no baja y Michael y Alphie tienen la cama grande para ellos solos. Malachy dice que ella se queda allí arriba porque le resulta demasiado difícil bajar a oscuras.

Sólo tiene doce años, y no entiende.

Yo tengo trece años y creo que allí arriba se están dedicando a la excitación.

Ya sé lo que es la excitación y sé que es pecado, pero ¿cómo puede ser pecado si me viene en un sueño en el que salen chicas americanas en bañador en la pantalla del cine Lyric y me despierto empujando y bombeando? Es pecado cuando estás despierto del todo y te tocas como decían los chicos en el patio de la Escuela Leamy después de que el señor O'Dea nos rugiera el Sexto Mandamiento, No Cometerás Adulterio, lo que significa pensamientos impuros, palabras impuras, obras impuras, y eso es lo que significa adulterio, las Cochinadas en General.

Un cura redentorista nos abronca siempre hablando del Sexto Mandamiento. Dice que la impureza es un pecado tan grave que la Virgen María aparta el rostro y llora.

—Y ¿por qué llora, niños? Llora por vosotros y por lo que hacéis a su Hijo Amado. Llora cuando observa la larga perspectiva del tiempo y contempla con horror el espectáculo de los niños de Limerick que se manchan, que se contaminan, que se tocan, que abusan de sus cuerpos, que ensucian sus cuerpos jóvenes, que son templos del Espíritu Santo. Nuestra Señora llora por estas abominaciones, pues sabe que cada vez que os tocáis claváis en la cruz a su Hijo Amado, que volvéis a clavar en Su cabeza amada la corona de espinas, que volvéis a abrir esas heridas terribles. Está colgado en la cruz, la sed Lo atormenta, y ¿qué Le ofrecen esos pérfidos romanos? Una esponja de baño empapada de vinagre y de hiel que le meten en la pobre boca, en una boca que rara vez abre si no es para rezar, para rezar también por vosotros, niños, también por vosotros que Lo habéis clavado en esa cruz. Pensad en los sufrimientos de Nuestro Señor. Pensad en la corona de espinas. Pensad que os clavan un alfiler pequeño en el cráneo, en el suplicio del pinchazo. Pensad qué sería entonces que os clavasen en la cabeza veinte espinas. Reflexionad, meditad sobre los clavos que le rasgan las manos, los pies. ¿Seríais capaces de soportar una pequeña parte de ese suplicio? Volved a pensar en ese alfiler, en ese simple alfiler. Claváoslo en el costado. Multiplicad esa sensación por cien y sabréis lo que es sentir que os penetra esa lanza terrible. Ay, niños, el demonio quiere quedarse con vuestras almas. Quiere que vayáis con él al infierno, y sabed una cosa, que cada vez que os tocáis, que sucumbís al vil pecado de la masturbación, no sólo claváis a Cristo a la cruz sino que dais un paso más hacia el infierno. Apartaos del abismo, niños. Resistíos al demonio y tened las manos quietas.

Yo no puedo dejar de tocarme. Rezo a la Virgen María y le digo que siento haber clavado otra vez a su Hijo en la cruz y que no lo haré más, pero no puedo contenerme y juro que me confesaré y que después de confesarme no lo haré nunca más, con toda seguridad. No quiero ir al infierno, donde los demonios me perseguirán por toda la eternidad clavándome tridentes al rojo vivo.

Los curas de Limerick no tienen paciencia con los que son como yo. Me confieso, y ellos me susurran en tono cortante que no tengo verdadero propósito de enmienda, que si lo tuviera renunciaría a ese pecado odioso. Voy de iglesia en iglesia buscando a un cura tolerante, hasta que Paddy Clohessy me dice que en la iglesia de los dominicos hay uno que tiene noventa años y que está sordo como una tapia. El cura viejo me confiesa cada pocas semanas y murmura que rece por él. A veces se queda dormido y yo no me atrevo a despertarlo, de modo que al día siguiente comulgo sin haber recibido penitencia ni absolución. No es culpa mía que se me queden dormidos los curas, y sin duda estoy en gracia de Dios por el mero hecho de haber acudido al confesonario. Pero un día, cuando se retira la tablilla del confesonario, no aparece el de costumbre sino un cura joven con la oreja tan grande como una caracola. No cabe duda de que lo oirá todo.

—Ave María Purísima. Padre, hace quince días de mi última confesión.

—Y ¿qué has hecho desde entonces, hijo mío?

—He pegado a mi hermano. He hecho novillos. He mentido a mi madre.

—Sí, hijo mío, y ¿qué más?

—Yo..., yo... he hecho cochinadas, Padre.

—Ah, hijo mío, ¿has hecho eso a solas, con otra persona, o con algún animal?

Con algún animal. Yo no había oído hablar de un pecado así. Este cura debe de ser del campo, y si lo es me está desvelando un mundo nuevo.

La noche anterior a la excursión a Killaloe, Laman Griffin llega a casa borracho y se come en la mesa una gran bolsa de pescado frito con patatas fritas. Dice a mamá que hierva agua para hacer té, y cuando ella le dice que no tiene carbón ni turba él le grita y le dice que es una cargante que está viviendo de balde bajo su techo con su hatajo de mocosos. Me tira dinero para que vaya a la tienda por unos pedazos de turba y astillas para encender. Yo no quiero ir. Quiero pegarle por tratar así a mi madre, pero si le digo algo no me dejará la bicicleta mañana, después de haberme pasado tres semanas esperando.

Cuando mamá enciende el fuego y hierve el agua yo le recuerdo que me había prometido prestarme la bici.

—¿Me has vaciado el orinal hoy?

—Ah, se me ha olvidado. Lo haré ahora mismo.

—No me has vaciado el maldito orinal —me grita—. Te prometo la bici. Te doy dos peniques cada semana para que me hagas recados y para que me vacíes el orinal, y tú te quedas ahí con la bocaza abierta y me dices que no lo has hecho.

—Lo siento. Se me ha olvidado. Lo haré ahora mismo.

—Que lo harás, ¿eh? Y ¿cómo piensas subir al altillo? ¿Vas a quitarme la mesa de delante ahora que me estoy comiendo el pescado y las patatas fritas?

—La verdad es que se ha pasado todo el día en la escuela —dice mamá—, y ha tenido que ir al médico por lo de los ojos.

—Bueno, pues te puedes olvidar de la bicicleta de una puñetera vez. No has cumplido el trato.

—Pero no ha podido hacerlo —dice mamá.

Él le dice que se calle y que no se meta donde no la llaman, y ella se queda callada junto al fuego. Él sigue comiéndose su pescado y sus patatas fritas, pero yo le digo otra vez:

—Me lo prometiste. Me he pasado tres semanas vaciando ese orinal y haciéndote los recados.

—Cállate y vete a la cama.

—Tú no puedes mandarme a la cama. Tú no eres mi padre, y me lo prometiste.

—Te digo que, como hay Dios, si me tengo que levantar de esta mesa tendrás que invocar a tu santo patrono.

—Me lo prometiste.

Aparta la silla de la mesa. Viene hacia mí con pasos vacilantes y me apoya el dedo entre los ojos.

—Te digo que cierres el pico, legañoso.

—No quiero. Me lo prometiste.

Me da puñetazos en los hombros, y cuando ve que no me callo pasa a dármelos en la cabeza. Mi madre salta, gritando, e intenta apartarlo. Él me lleva al dormitorio a puñetazos y a patadas, pero yo no dejo de decir:

—Me lo prometiste.

Me derriba en la cama de mi madre y me da de puñetazos hasta que me cubro la cara y la cabeza con los brazos.

—Te voy a matar, mierdecilla.

Mamá está dando gritos y tirando de él hasta que lo derriba de espaldas en la cocina.

—Vamos, oh, vamos —le dice—. Cómete el pescado y las patatas fritas. No es más que un niño. Lo superará.

Le oigo volver a su silla y acercarla a la mesa. Le oigo resollar y relamerse mientras come y bebe.

—Alcánzame las cerillas —dice—. Por Cristo Jesús, necesito un pitillo después de esto.

Se oyen las chupadas que da cuando se fuma el cigarrillo, y el llanto callado de mi madre.

—Me voy a la cama —dice, y con lo que ha bebido le cuesta bastante rato subirse a la silla, de la silla a la mesa, subir la silla, izarse hasta el altillo. La cama cruje con su peso y él gruñe mientras se quita las botas y las deja caer al suelo.

Oigo llorar a mamá mientras sopla en el globo de la lámpara de queroseno para apagarla, y todo se queda a oscuras. Después de lo que ha pasado, ella querrá sin duda acostarse en su propia cama y yo estoy dispuesto a meterme en la pequeña que está contra la pared. Pero se le oye subirse a la silla, a la mesa, a la silla, llorar en el altillo y decir a Laman Griffin:

—No es más que un niño, sufre mucho de los ojos.

Y cuando Laman dice: «Es un mierdecilla y quiero que se vaya de esta casa», ella llora y le suplica, hasta que se oyen susurros y jadeos y suspiros y silencio.

Al cabo de un rato los del altillo están roncando y mis hermanos duermen a mi alrededor. No puedo quedarme en esta casa, pues si Laman Griffin me vuelve a atacar le clavaré un cuchillo en el cuello. No sé qué hacer ni dónde ir.

Salgo de la casa y voy por las calles, desde el cuartel de Sarsfield hasta el café del Monumento. Sueño que algún día me desquitaré de Laman. Iré a América y visitaré a Joe Louis. Le contaré mis penas y él me entenderá, porque procede de una familia pobre. Me enseñará a desarrollar los músculos, el modo de poner las manos y de mover los pies. Me enseñará a meter la barbilla en el hombro como hace él y a soltar un gancho de derecha que hará volar a Laman. Llevaré a rastras a Laman hasta el cementerio de Mungret, donde está enterrada su familia y la de mamá, y lo enterraré hasta el cuello para que no pueda moverse, y él me suplicará que le perdone la vida y yo le diré: «Fin de trayecto, Laman, reza lo que sepas», y él me suplicará y me suplicará mientras le echo poco a poco tierra en la cara hasta que la tenga enterrada del todo, y él se atragantará y pedirá perdón a Dios por no haberme dejado la bici y por haberme dado de puñetazos por toda la casa y por haber hecho la excitación con mi madre, y yo me moriré de risa porque no estará en gracia de Dios después de hacer la excitación, e irá al infierno como hay Dios, como decía él.

Las calles están oscuras y tengo que estar atento por si me toca la suerte que tuvo Malachy hace mucho tiempo y me encuentro una bolsa de pescado con patatas fritas que hayan dejado caer los soldados borrachos. En el suelo no hay nada. Si encuentro a mí tío Ab Sheehan podría darme parte de su pescado y sus patatas fritas de la noche del viernes, pero en el café me dicen que ya estuvo allí y se marchó. Ya tengo trece años, de modo que ya no lo llamo tío Pat. Lo llamo Ab, o el Abad, como todo el mundo. Sin duda, si voy a casa de mi abuela él me dará un trozo de pan o alguna otra cosa, y quizás me deje pasar allí la noche. Puedo decirle que dentro de pocas semanas trabajaré en la oficina de correos de repartidor de telegramas y me darán buenas propinas y podré pagar mis propios gastos.

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