Las cenizas de Ángela (51 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El periódico que más me gusta es el
News of the World.
Está prohibido en Irlanda, pero la gente lo trae a escondidas de Inglaterra por las fotos escandalosas de chicas con unos trajes de baño que casi no se ven. También trae artículos que hablan de personas que cometen pecados de todo tipo que no se encuentran en Limerick, que se divorcian, que cometen adulterio.

Adulterio. Todavía tengo que enterarme de qué significa esa palabra, tendré que mirarlo en la biblioteca. Estoy seguro de que es algo peor que lo que nos enseñaron los maestros, pensamientos malos, palabras malas, obras malas.

Me llevo las patatas fritas a casa y me meto en la cama como el Abad. Si se ha tomado algunas pintas se queda sentado en la cama comiéndose sus patatas fritas envueltas en el
Limerick Leader
y cantando
El camino de Rasheen.
Yo me como mis patatas fritas. Lamo el
News of the World.
Lamo los artículos que hablan de personas que hacen cosas escandalosas. Lamo a las chicas con sus trajes de baño, y cuando no queda nada que lamer miro a las chicas hasta que el Abad apaga la luz y yo cometo un pecado mortal bajo la manta.

Puedo ir a la biblioteca siempre que quiera con el carnet de mamá o con el de Laman Griffin. No me pillarán nunca, porque Laman es demasiado perezoso para levantarse de la cama un sábado, y mamá no se acercará nunca a la biblioteca con la vergüenza de sus ropas.

La señorita O'Riordan me sonríe.

—Las
Vidas de los santos
te esperan, Frank. Volúmenes y volúmenes. Butler, O'Hanlon, Baring-Gould. He hablado de ti a la bibliotecaria jefe, y está tan contenta que está dispuesta a darte tu propio carnet de adulto. ¿Verdad que es maravilloso?

—Gracias, señorita O'Riordan.

Leo la historia de Santa Brígida, virgen, uno de febrero. Era tan hermosa que los hombres de toda Irlanda suspiraban por casarse con ella, y su padre quería que se casase con algún personaje importante. Ella no quería casarse con nadie, de modo que rezó a Dios pidiéndole ayuda y Él hizo que se le disolviera un ojo en la cara y que le cayera goteando por la mejilla, y le dejó una llaga tan grande que los hombres de toda Irlanda perdieron interés.

También está Santa Wilgefortis, virgen y mártir, veinte de julio. Su madre tuvo nueve hijos, de dos en dos, cuatro parejas de mellizos y Wilgefortis de non, y todos acabaron siendo mártires de la fe. Wilgefortis era hermosa, y su padre quería casarla con el rey de Sicilia. Wilgefortis estaba desesperada, y Dios la ayudó haciendo que le saliera bigote y barba en el rostro, con lo que el rey de Sicilia se lo pensó mejor, pero el padre de ella se enfadó tanto que la mandó crucificar con barba y todo.

A Santa Wilgefortis la invocan las mujeres inglesas que tienen un marido problemático.

Los curas no nos hablan nunca de las vírgenes y mártires como Santa Águeda, cinco de febrero. Febrero es un gran mes para las vírgenes y mártires. Los paganos de Sicilia mandaron a Águeda que renunciase a su fe en Jesús, y ella dijo que no, como todas las vírgenes y mártires. La torturaron, la estiraron en el potro, le rasgaron los costados con ganchos de hierro, la quemaron con teas encendidas, y ella decía: «No, no negaré a Nuestro Señor». Le aplastaron los pechos y se los cortaron, pero cuando la tiraron sobre carbones encendidos ya no pudo soportarlo más y expiró alabando a Dios.

Las vírgenes y mártires morían siempre cantando himnos y alabando a Dios, y no les importaba en absoluto que los leones les arrancaran grandes trozos de carne de sus costados y se los zamparan allí mismo.

¿Por qué no nos hablaron nunca los curas de Santa Úrsula y las once mil vírgenes y mártires, veintiuno de octubre? Su padre quería casarla con un rey pagano, pero ella dijo:

—Me marcharé una temporada, tres años, y lo pensaré.

De manera que se marchó con sus mil doncellas y con las compañeras de éstas, que eran diez mil. Navegaron de un lado a otro durante una temporada y se pasearon por diversos países hasta que pasaron por Colonia, donde el jefe de los hunos pidió a Úrsula que se casase con él. Ella dijo que no, y los hunos la mataron y mataron también a las doncellas que la acompañaban. ¿Por qué no pudo decir que sí y salvar la vida a once mil vírgenes? ¿Por qué tenían que ser tan tercas las vírgenes y mártires?

Me cae bien San Moling, un obispo irlandés. Él no vivía en un palacio como el obispo de Limerick. Vivía en un árbol, y cuando lo visitaban otros santos para comer con él se sentaban en las ramas como los pájaros y lo pasaban muy bien con su agua y su pan duro. Un día iba caminando solo y un leproso le dijo:

—Oye, San Moling, ¿adónde vas?

—Voy a misa —le dice San Moling.

—Bueno, yo también quiero ir a misa, conque, ¿por qué no me subes a tu espalda y me llevas?

San Moling así lo hizo, pero en cuanto se echó a la espalda al leproso éste empezó a quejarse.

—Tu cilicio me irrita las llagas —dijo—, quítatelo.

San Moling se quitó el cilicio y se pusieron en marcha de nuevo. Después, el leproso dijo:

—Tengo que sonarme la nariz.

—No tengo ningún tipo de pañuelo —dijo San Moling—, suénate con la mano.

—No puedo agarrarme a ti y sonarme con la mano a la vez —dijo el leproso.

—Está bien —dijo San Moling—, puedes sonarte en mi mano.

—No puede ser —dijo el leproso—. Casi no tengo mano por la lepra y no puedo agarrarme y sonarme en tu mano a la vez. Si fueras un santo como es debido, volverías la cabeza y me sorberías lo que tengo en la nariz con tu boca.

San Moling no quería sorberle los mocos al leproso, pero lo hizo y se lo ofreció a Dios y le agradeció haber tenido aquel privilegio.

Cuando mi padre sorbió las cosas malas que tenía Michael en la cabeza cuando era pequeño y estaba en una situación desesperada yo lo entendí, pero no entiendo por qué quería Dios que San Moling fuera sorbiendo los mocos de las narices de los leprosos. No entiendo a Dios en absoluto, y aunque me gustaría ser santo y que todos me adorasen yo no sorbería nunca los mocos a un leproso. Me gustaría ser santo, pero si es eso lo que hay que hacer, creo que me quedaré como estoy.

Aun así estoy dispuesto a pasarme la vida en esta biblioteca leyendo las vidas de las vírgenes y de las vírgenes y mártires, hasta que me meto en un lío con la señorita O'Riordan por un libro que alguien se dejó en la mesa. Su autor se llama Lin Yütang. Está claro que es un nombre chino, y tengo curiosidad por saber de qué hablan los chinos. Es un libro de ensayos sobre el amor y sobre el cuerpo, y una de sus palabras me hace consultar el diccionario. «Turgente». El autor dice: «El órgano copulatorio masculino se pone turgente y se inserta en el orificio receptivo femenino».

«Turgente». El diccionario dice que significa «hinchado», y así es como estoy allí de pie consultando el diccionario, porque ahora sé de qué estaba hablando Mikey Molloy todo este tiempo, sé que no somos distintos de los perros que se juntan en la calle, y es impresionante pensar que todos los padres y las madres hacen una cosa así.

Mi padre me mintió durante años cuando me contaba lo del Ángel del Séptimo Peldaño.

La señora O'Riordan me pregunta qué palabra estoy buscando. Siempre se inquieta cuando consulto el diccionario, y yo le digo que estoy buscando «canonizar», o «beatífico», o cualquier otra palabra religiosa.

—Y ¿qué es esto? —dice—. Esto no es
Las vidas de los santos.

Coge el libro de Lin Yütang y se pone a leer la página por la que yo había dejado abierto el libro boca abajo sobre la mesa.

—Madre de Dios. ¿Es esto lo que estabas leyendo? Te lo he visto en la mano.

—Bueno..., yo..., yo sólo quería ver si los chinos..., si los chinos, esto, tenían santos.

—Ah, ¿no me digas? Esto es una vergüenza. Una porquería. No me extraña que los chinos sean como son. Pero ¿qué cabría esperar de ellos, con esos ojos rasgados y esa piel amarilla? Y ahora que te miro bien, tú también tienes los ojos algo rasgados. Sal de esta biblioteca ahora mismo.

—Pero si estoy leyendo
Las vidas de los santos.

—Fuera, o llamo a la bibliotecaria jefe y ella avisará a los guardias. Fuera. Debes ir corriendo a confesar tus pecados al cura. Fuera, y antes de marcharte dame los carnets de la biblioteca de tu pobre madre y del señor Griffin. Me dan ganas de escribir a tu pobre madre, y lo haría si no fuera porque el disgusto la destrozaría del todo. Conque Lin Yütang... Fuera.

Es inútil intentar hablar con las bibliotecarias cuando están tan indignadas. Uno podría pasarse allí una hora entera contándoles todo lo que ha leído de Brígida, de Wilgefortis, de Águeda, de Úrsula y de las once mil vírgenes y mártires, pero lo único que les importa es una palabra en una página de Lin Yütang.

El Parque del Pueblo está detrás de la biblioteca. Hace sol, el césped está seco y yo estoy cansado de pedir patatas fritas y de soportar a las bibliotecarias que se ponen fuera de sí por la palabra «turgente», y me pongo a mirar las nubes que flotan por encima del monumento y yo mismo floto y me pongo turgente, hasta que sueño con las vírgenes y mártires en trajes de baño en el
News of the World
que tiran vejigas de oveja a unos escritores chinos, y me despierto en un estado de excitación mientras me sale algo caliente y pegajoso, ay, Dios, mi órgano copulatorio masculino mide un kilómetro y la gente que pasea por el parque me mira de un modo raro y las madres dicen a sus hijos: «Ven aquí, cariño, apártate de ese tipo, alguien debería llamar a los guardias».

El día antes de cumplir los catorce años me miro en el espejo del aparador de la abuela. Con este aspecto no podré empezar a trabajar en la oficina de correos, de ninguna manera. Todo está roto, la camisa, el jersey, los pantalones cortos, los calcetines, y los zapatos se me van a caer de los pies por completo. Reliquias de la vieja respetabilidad, como los llamaría mi madre. Si mis ropas están mal, yo estoy peor. Por mucho que me moje el pelo bajo el grifo, se me pone de punta en todas direcciones. Lo mejor para el pelo de punta es la saliva, pero es difícil escupirse en la propia cabeza. Hay que soltar un buen escupitajo al aire y agacharse para atraparlo con la cabeza. Tengo los ojos rojos y me mana de ellos líquido amarillo, tengo granos rojos y amarillos a juego por toda la cara, y mis dientes están tan negros de caries que no podré sonreír en toda la vida.

No tengo hombros, y sé que todo el mundo admira los hombros. Cuando muere un hombre en Limerick, las mujeres dicen siempre:

—Era un hombre espléndido, tenía unos hombros tan anchos que no cabía por la puerta, tenía que entrar de lado.

Cuando yo me muera, dirán:

—Pobrecito, se murió sin rastro de hombros.

A mí me gustaría tener algún rastro de hombros para que la gente supiera que yo tenía al menos catorce años. Todos los chicos de la Escuela Leamy tenían hombros salvo Fintan Slattery, y no quiero ser como él, sin hombros y con las rodillas desgastadas de tanto rezar. Si me quedara algún dinero pondría una vela a San Francisco y le preguntaría si le sería posible convencer a Dios de que hiciera un milagro con mis hombros. O si tuviera un sello de correos podría escribir a Joe Louis y decirle: «Querido Joe, ¿podrías decirme cómo conseguiste tener unos hombros tan fuertes, a pesar de que eras pobre?».

Tengo que tener buen aspecto para el trabajo, de modo que me quito toda la ropa y me quedo desnudo en el patio lavándola bajo el grifo con una pastilla de jabón desinfectante. La tiendo en el tendedero de la abuela, la camisa, el jersey, los pantalones, los calcetines, y pido a Dios que no llueva, le pido que estén secas para mañana, que es el comienzo de mi vida.

No puedo ir a ninguna parte en cueros, así que me quedo en la cama leyendo periódicos viejos, excitándome con las chicas del
News of the World
y dando gracias a Dios por el sol que seca la ropa. El Abad llega a casa a las cinco y prepara té en el piso de abajo, y aunque yo tengo hambre sé que gruñirá si le pido algo. Sabe que lo único que temo es que él vaya a quejarse a la tía Aggie de que estoy viviendo en casa de la abuela y de que duermo en la cama de ella, y si la tía Aggie se entera vendrá aquí y me echará a la calle.

Esconde el pan cuando termina, y yo no lo encuentro nunca. Cabría pensar que uno al que no han dejado caer nunca de cabeza sería capaz de encontrar el pan que ha escondido otro al que dejaron caer de cabeza. Entonces me doy cuenta de que si el pan no está en la casa él debe de llevárselo en el bolsillo del abrigo que se pone en invierno y en verano. En cuanto lo oigo salir dando pisotones de la cocina al retrete del patio trasero corro al piso de abajo, le saco la hogaza del bolsillo, le corto una rebanada gruesa, la vuelvo a meter en el bolsillo, subo las escaleras y me meto en la cama. No podrá decir ni una palabra, no podrá acusarme nunca. Habría que ser un ladrón de la peor especie para robar una rebanada de pan, y nadie lo creería, ni siquiera la tía Aggie. Además, ella le diría a voces:

—De todos modos, ¿qué haces tú con una hogaza en el bolsillo? No es lugar para llevar una hogaza de pan.

Yo mastico el pan despacio. Si le doy un bocado cada cuarto de hora, me durará, y si lo bajo con agua, el pan se me hinchará en el estómago y me hará sentirme lleno.

Miro por la ventana trasera para asegurarme de que el sol del atardecer me está secando la ropa. En otros patios hay tendederos con ropas alegres y llenas de color que ondean al viento. Las mías cuelgan del tendedero como perros muertos.

Brilla el sol, pero dentro de la casa hace frío y hay humedad y me gustaría tener algo que ponerme en la cama. No tengo otras ropas, y si toco algo del Abad es seguro que él irá corriendo a quejarse a la tía Aggie. Lo único que encuentro en el armario es el viejo vestido de lana negra de la abuela. Uno no debe ponerse el vestido viejo de su abuela cuando ésta ha muerto y cuando uno es un chico, pero ¿qué importa, si te da calor y estás en la cama bajo las mantas donde nadie se enterará nunca? El vestido huele a vieja abuela muerta, y a mí me preocupa que pueda levantarse de la tumba y maldecirme delante de toda la familia y de todos los presentes. Rezo a San Francisco, le pido que no la deje salir de la tumba, que es su sitio, le prometo que le encenderé una vela cuando empiece a trabajar, le recuerdo que la túnica que llevaba él no era muy diferente de un vestido de mujer y que nadie lo atormentó nunca por llevarla, y me quedo dormido con la imagen del rostro de San Francisco en mi sueño.

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