Las cenizas de Ángela (52 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

No hay cosa peor en el mundo que estar durmiendo en la cama de tu abuela llevando puesto su vestido negro cuando tu tío el Abad se cae de culo delante de la taberna de South después de una noche de beber pintas y la gente que no es capaz de dejar de meterse donde no la llaman va corriendo a casa de la tía Aggie para avisarla y ella logra que el tío Pa Keating le ayude a llevar al Abad a casa y a subirlo al piso de arriba, donde tú estás durmiendo, y ella te dice a voces:

—¿Qué haces en esta casa, en esa cama? Levántate y pon a hervir la tetera para hacer un té para tu pobre tío Pat que se ha caído.

Y cuando tú no te mueves, ella retira las mantas y se cae de espaldas como si hubiera visto a un fantasma y chilla:

—Madre de Dios, ¿qué haces con el vestido de mi difunta madre?

Eso es lo peor de todo, porque es difícil explicar que te estás preparando para el gran trabajo de tu vida, que te has lavado la ropa, que se está secando fuera en el tendedero y que hacía tanto frío que tuviste que ponerte lo único que pudiste encontrar en la casa, y es más difícil todavía hablar con la tía Aggie cuando el Abad está quejándose en la cama, «tengo los pies como un fuego, echadme agua en los pies», y el tío Pa Keating se está tapando la mano con la boca y se está cayendo de risa contra la pared y te dice que estás precioso y que el negro te sienta bien y si tienes la bondad de estirarte el borde del vestido. No sabes qué hacer cuando la tía Aggie te dice:

—Sal de esa cama y pon la tetera al fuego abajo para hacer un té para tu pobre tío.

¿Debes quitarte el vestido y ponerte una manta, o debes ir como estás? Hace un momento te estaba gritando: «¿Qué haces con el vestido de mi pobre madre?», y ahora te dice que pongas al fuego la maldita tetera. Le digo que me he lavado la ropa para el gran trabajo.

—¿Qué gran trabajo?

—Chico de telégrafos en la oficina de correos.

Ella dice que si en Correos están contratando a elementos como yo deben de estar desesperados del todo por encontrar personal, y me dice que baje a poner esa tetera al fuego.

La segunda cosa peor de todas es estar fuera, en el patio trasero, llenando la tetera en el grifo mientras la luna brilla alegremente y encontrarte con Kathleen Purcell, de la casa de al lado, que está subida al muro buscando a su gato.

—Dios, Frankie McCourt, ¿qué haces con el vestido de tu abuela?

Y tú tienes que quedarte allí con el vestido puesto y con la tetera en la mano y explicarle que te has lavado la ropa, que está colgada allí en el tendedero a la vista de todos, y que tenías tanto frío en la cama que te pusiste el vestido de tu abuela, y que tu tío Pat, el Abad, se cayó y lo trajeron a casa la tía Aggie y su marido, Pa Keating, y que ella te hizo salir al patio para llenar aquella tetera, y que te quitarás ese vestido en cuanto tengas seca la ropa, porque no has tenido nunca la menor intención de ir por la vida con el vestido de tu difunta abuela.

Entonces Kathleen Purcell suelta un grito, se cae de la pared, se olvida del gato y la oyes hablar entre risitas con su madre ciega:

—Mamá, mamá, verás cuando te cuente lo de Frankie McCourt, que estaba fuera en el patio con el vestido de su difunta abuela.

Sabes que en cuanto Kathleen Purcell se entera del menor escándalo lo sabrá al día siguiente todo el callejón, y para el caso es lo mismo que te asomes a la ventana y hagas una declaración pública sobre tu caso y el problema del vestido.

Cuando hierve la tetera, el Abad está dormido por lo que ha bebido y la tía Aggie dice que el tío Pa y ella se tomarán también un trago de té y que no le importa que yo me tome un trago. El tío Pa dice que, pensándolo bien, el vestido negro podría ser el hábito de un fraile dominico, y se pone de rodillas y dice:

—Ave María Purísima. Padre, me acuso...

—Levántate, viejo idiota —dice la tía Aggie—, y deja de burlarte de la religión.

Después, dice:

—¿Y qué haces tú en esta casa?

No puedo contarle lo de mamá y Laman Griffin y la excitación en el altillo. Le digo que había pensado en alojarme allí una temporada porque la casa de Laman Griffin estaba muy lejos de la oficina de correos y que en cuanto levante cabeza encontraremos, sin duda, una casa adecuada y nos mudaremos allí todos, mi madre, mis hermanos, todos.

—Bueno —dice ella—, es más de lo que haría tu padre.

15

Es difícil quedarse dormido cuando sabes que al día siguiente tendrás catorce años y empezarás en tu primer trabajo de hombre. El Abad se despierta al alba gimiendo. Me dice si tendría la bondad de hacerle algo de té, y si se lo hago yo puedo tomarme una buena rebanada de pan de la media hogaza que tiene en el bolsillo, la guarda allí para que no la encuentre alguna rata, y dice que si busco en el gramófono de la abuela, donde ella guardaba los discos, encontraré un tarro de mermelada.

No sabe leer, no sabe escribir, pero sabe esconder la mermelada.

Llevo al Abad su té y su pan y me preparo algo de té para mí. Me pongo la ropa húmeda y me meto en la cama con la esperanza de que si me quedo allí un rato las ropas se secarán con mi propio calor antes de que vaya a trabajar. Mamá dice siempre que es la ropa húmeda lo que te da la tisis y lo que te manda a la tumba joven. El Abad está sentado en la cama y me dice que tiene un dolor de cabeza terrible por un sueño que ha tenido, en el que salía yo con el vestido negro de su pobre madre y ella volaba de un lado a otro gritando «pecado, pecado, es pecado». Apura su té y se queda dormido y roncando, y yo espero a que su reloj marque las ocho y media, la hora de levantarse e ir a la oficina de correos a las nueve, aunque todavía lleve la ropa húmeda sobre la piel.

Cuando salgo me pregunto por qué baja la tía Aggie por el callejón. Vendrá a ver si el Abad está muerto o si necesita a un médico.

—¿A qué hora tienes que estar en ese trabajo? —me pregunta.

—A las nueve.

—Está bien.

Se vuelve y viene andando conmigo hasta la oficina de correos de la calle Henry. No dice una palabra, y me pregunto si viene conmigo a la oficina de correos para denunciarme por haber dormido en la cama de mi abuela y haberme puesto su vestido negro.

—Sube y diles que te está esperando aquí abajo tu tía —me dice—, y que entrarás con una hora de retraso. Si quieren discutir, subiré a discutir.

—¿Por qué tengo que entrar con una hora de retraso?

—Haz lo que te mandan de una maldita vez.

Hay chicos de telégrafos sentados en un banco pegado a la pared. Hay dos mujeres sentadas ante un escritorio, una gorda y una delgada. La delgada dice:

—¿Sí?

—Me llamo Frank McCourt, señorita, y he venido para empezar a trabajar.

—¿Y qué trabajo es el tuyo?

—Chico de telégrafos, señorita.

La delgada dice en son de burla:

—Ay, Dios, yo creía que habías venido a limpiar los retretes.

—No, señorita. Mi madre trajo una nota del cura, el doctor Cowpar, y debe de haber un puesto para mí.

—Debe de haberlo, ¿eh? ¿Y sabes qué día es hoy?

—Sí, señorita. Es mi cumpleaños. Tengo catorce años.

—Qué estupendo —dice la mujer gorda.

—Hoy es jueves —dice la mujer delgada—. Empiezas a trabajar el lunes. Vete y lávate, y vuelve ese día.

Los chicos de telégrafos que están sentados a lo largo de la pared se ríen. No sé por qué, pero siento que se me acalora la cara. Doy las gracias a las mujeres, y cuando salgo oigo decir a la delgada:

—Jesús bendito, Maureen, ¿quién ha traído a ese ejemplar?

Y se ríen con los chicos de telégrafos.

—¿Y bien? —dice la tía Aggie, y yo le digo que no empiezo a trabajar hasta el lunes. Ella dice que mis ropas son una vergüenza y me pregunta con qué las he lavado.

—Con jabón desinfectante.

—Huelen a palomas muertas, y estás haciendo que la familia entera sea el hazmerreír de todos.

Me lleva a los almacenes Roche y me compra una camisa, un jersey, un par de pantalones cortos, dos pares de calcetines y un par de zapatos de verano que estaban rebajados. Me da dos chelines para que me tome el té y un bollo por mi cumpleaños. Coge el autobús para volver a subir la calle O'Connell, pues está demasiado gorda y es demasiado perezosa para ir andando. Está gorda y perezosa, no soy hijo suyo, pero me ha comprado la ropa para mi nuevo trabajo.

Me dirijo hacia el muelle Arthur con el paquete de ropa nueva bajo el brazo y tengo que acercarme hasta la orilla del río Shannon para que no vea todo el mundo las lágrimas de un hombre el día que cumple catorce años.

El lunes por la mañana me levanto temprano para lavarme la cara y para alisarme el pelo con agua y saliva. El Abad me ve con la ropa nueva.

—Jesús, ¿es que te vas a casar? —dice, y se vuelve a dormir.

La señora O'Connell, la mujer gorda, dice:

—Vaya, vaya, si vamos a la última moda.

Y la delgada, la señorita Barry, dice:

—¿Has robado un banco en el fin de semana?

Y se oye una gran risotada de los chicos de telégrafos que están sentados en el banco a lo largo de la pared.

Me dicen que me siente al final del banco y que espere a que me llegue el turno de salir con telegramas. Algunos chicos de telégrafos son los fijos, los que aprobaron el examen. Pueden quedarse en Correos para siempre si quieren, pueden presentarse al examen siguiente, para ser carteros, y después al examen para ser empleados, lo que les permite trabajar en la oficina despachando sellos y giros en el mostrador del piso de abajo. La oficina de correos da a los chicos fijos grandes capas impermeables para el mal tiempo, y tienen dos semanas de vacaciones al año. Todos dicen que estos trabajos son buenos, fijos, respetables y con derecho a pensión y que si consigues un trabajo como éste ya no tienes que volver a preocuparte en toda tu vida, y por lo tanto no te preocupas.

Los chicos de telégrafos temporales deben dejar el trabajo cuando cumplen los dieciséis años. No llevan uniforme, no tienen vacaciones, el sueldo es menor, y si no se presentan a trabajar un día por estar enfermos les pueden despedir. No hay excusas que valgan. No les dan capas impermeables. Te traes tu propio impermeable o esquivas las gotas de lluvia.

La señora O'Connell me hace ir a su escritorio y me da un cinturón de cuero negro y una cartera. Dice que faltan bicicletas, de modo que tendré que salir andando con mi primera partida de telegramas. Debo ir primero a la dirección más lejana y seguir repartiendo mientras vuelvo hacia aquí, y me dice que no tarde todo el día. Dice que lleva en Correos el tiempo suficiente para saber cuánto se tarda en repartir seis telegramas, incluso a pie. No debo detenerme en las tabernas ni en los corredores de apuestas, ni siquiera en mi casa para tomarme una taza de té, y si lo hago se enterarán. No debo detenerme en las capillas para rezar. Si tengo que rezar, lo haré mientras ando o en la bicicleta. Si llueve, no debe importarme. Debo repartir los telegramas y no ser un mariquita.

Uno de los telegramas va dirigido a la señora Clohessy, del muelle Arthur, que no puede ser otra que la madre de Paddy.

—¿Eres tú, Frankie McCourt? —me dice—. Dios mío, no se te conoce de grande que estás. Entra, haz el favor.

Lleva una bata de colores vivos llena de flores, y zapatos nuevos y relucientes. En el suelo hay dos niños que juegan con un tren de juguete. En la mesa hay una tetera, tazas con platillos, una botella de leche, una hogaza de pan, mantequilla, mermelada. Junto a la ventana hay dos camas donde no había ninguna. La cama grande de la esquina está vacía, y ella debe de adivinar lo que pienso.

—Ya no está —dice—, pero no se ha muerto. Se ha marchado a Inglaterra con Paddy. Tómate una taza de té y un poco de pan. Lo necesitas, Dios nos asista. Pareces un superviviente de la mismísima Gran Hambruna. Cómete ese pan con mermelada y cobra fuerzas. Paddy siempre hablaba de ti, y Dennis, mi pobre marido que estaba en cama, no olvidó nunca el día que vino tu madre y cantó aquella canción de los bailes de Kerry. Ahora está en Inglaterra preparando emparedados en una cantina y me envía algunos chelines cada semana. Hay que ver en qué estarán pensando los ingleses cuando cogen a un hombre que tiene la tisis y lo ponen a trabajar preparando emparedados. Paddy tiene un buen trabajo en una taberna de Cricklewood, que está en Inglaterra. Dennis seguiría aquí si no fuera porque Paddy saltó el muro por la lengua.

—¿La lengua?

—Dennis tenía antojo, eso es lo que tenía, de una buena cabeza de cordero con un poco de repollo y una patata, así que yo fui donde Barry, el carnicero, con los pocos chelines que me quedaban. Cocí la cabeza y Dennis, enfermo como estaba, no veía el momento de que estuviera preparada. Pedía la cabeza desde la cama como un demonio, y cuando se la di en el plato estaba encantado, sorbiendo la médula de cada pulgada de aquella cabeza. Después, cuando se la acaba, me dice:

»"Mary, ¿dónde está la lengua?".

»"¿Qué lengua?", le digo yo.

»"La lengua de este cordero. Todos los corderos nacen con una lengua que les permite hacer be, be, be, y en esta cabeza se aprecia una notable falta de lengua. Súbete donde Barry, el carnicero, y exígesela".

»De modo que yo voy donde Barry, el carnicero, y él me dice:

»"Ese condenado cordero llegó aquí balando y quejándose tanto que le cortamos la lengua y se la echamos al perro, que se la zampó, y desde entonces bala como un cordero, y si no para le cortaré la lengua y se la echaré al gato".

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