Las cenizas de Ángela (24 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Las murallas de Cork,
y un cuerno, esa danza no existe —dice mamá, y papá me dice:

—Ven aquí. Ponte aquí, delante de mí. Dinos la verdad: ¿has ido hoy a la clase de baile?

Ya no puedo seguir diciendo mentiras porque el dolor de la encía me está matando y tengo sangre en la boca. Por otra parte, sé que lo saben todo, y ellos me lo están diciendo. Algún chico chivato de la academia de baile me vio entrar en el cine Lyric y lo contó, y la señora O'Connor envió una nota en la que decía que llevaba mucho tiempo sin verme y preguntaba si estaba enfermo, porque yo prometía mucho y podía seguir los pasos del gran Cyril Benson.

A papá no le importa lo de mi diente ni ninguna otra consideración. Dice que voy a confesarme y me lleva a rastras a la iglesia de los redentoristas, porque es sábado y confiesan durante todo el día. Me dice que soy un niño malo, que se avergüenza de mí por haber ido al cine en vez de aprender las danzas nacionales de Irlanda, la jiga, el
reel,
las danzas por las que lucharon y murieron los hombres y las mujeres durante todos esos siglos tristes. Dice que hubo muchos jóvenes que murieron ahorcados y que ahora yacen disueltos en un pozo de cal, a los que les gustaría levantarse y bailar la danza irlandesa.

El cura es viejo y yo tengo que decirle mis pecados a voces, y él me dice que soy un gamberro por haberme ido al cine en vez de ir a mis clases de baile, aunque él particularmente opina que el baile es peligroso, casi tan malo como el cine, que inspira pensamientos pecaminosos por sí mismos, pero dice que aunque el baile sea una abominación yo pequé por haberme quedado con los seis peniques de mi madre y por haber mentido, y que en el infierno hay un rincón ardiente para los que son como yo, reza un misterio del Rosario y pide perdón a Dios, porque estás bailando en las puertas del mismo infierno, niño.

Tengo siete años, ocho, nueve para cumplir diez, y papá sigue sin tener trabajo. Se toma el té por la mañana, firma el paro en la oficina de empleo, lee los periódicos en la biblioteca Carnegie, sale a darse sus largos paseos por el campo. Cuando encuentra trabajo en la Compañía de Cementos de Limerick o en la Fábrica de Harinas de Rank, lo pierde en la tercera semana. Lo pierde porque se va a las tabernas el tercer viernes del trabajo, se bebe todo el sueldo y falta a la media jornada de trabajo de la mañana del sábado.

—¿Por qué no puede ser como los otros hombres de los callejones de Limerick? —se pregunta mi madre—. Vuelven a casa antes de que toquen al ángelus a las seis, entregan su sueldo, se cambian de camisa, se toman el té, piden unos cuantos chelines a su mujer y se marchan a la taberna a tomarse una pinta o dos.

Mamá dice a Bridey Hannon que papá no puede ser así y que no será así. Dice que es un puñetero imbécil total, que se dedica a ir a las tabernas y a invitar a otros hombres a tomar pintas, mientras sus propios hijos están en casa con la tripa pegada al espinazo por no haber comido como Dios manda. Presume ante todo el mundo de que hizo su parte por Irlanda cuando no era popular ni ventajoso hacerlo, de que morirá con gusto por Irlanda cuando llegue el momento, dice que lamenta tener sólo una vida que dar por este pobre país desventurado, y que si alguien no está de acuerdo puede salir a la calle con él para dejar resuelta la cuestión de una vez por todas.

—Ah, no —dice mamá—, todos están de acuerdo con él y nadie quiere salir a la calle de entre esa pandilla de gitanos, de traperos y de resentidos que andan por las tabernas. Le dicen que es una gran persona aunque sea del Norte, y que sería un honor para ellos aceptar una pinta de un patriota como él. Sabe Dios que no sé qué voy a hacer —sigue diciendo mamá a Bridey—. El paro son diecinueve chelines y seis peniques por semana, el alquiler son seis chelines y seis peniques, y después de pagarlo nos quedan trece chelines para dar de comer y de vestir a cinco personas y para calentarnos en el invierno.

Bridey da una calada a su Woodbine, se bebe el té y declara que Dios es bueno. Mamá dice que está segura de que Dios es bueno para alguien en alguna parte, pero que no se ha dejado caer últimamente por los callejones de Limerick.

—Ay, Ángela, puedes ir al infierno por decir una cosa así —dice Bridey, riéndose, y mamá responde:

—¿Es que no estoy ya en él, Bridey?

Y se ríen y se beben su té y se fuman sus Woodbines y se dicen la una a la otra que el pitillo es el único consuelo que tienen.

Lo es.

«Quigley el Preguntas» me dice que tengo que ir a la iglesia de los redentoristas el viernes a afiliarme a la división infantil de la Archicofradía. Hay que afiliarse. Uno no se puede negar. Todos los niños de los callejones y de las callejas cuyo padre está en paro o trabaja de obrero manual tienen que afiliarse.

—Tu padre es un forastero del Norte —dice «el Preguntas»—, y él no cuenta, pero tú tienes que afiliarte.

Todo el mundo sabe que Limerick es la ciudad más santa de Irlanda porque tiene la Archicofradía de la Sagrada Familia, que es la hermandad religiosa más grande del mundo. Cualquier ciudad puede tener una Cofradía, pero sólo la de Limerick es «archi».

Nuestra Cofradía llena la iglesia de los redentoristas cinco noches cada semana: tres noches para los hombres, una para las mujeres y una para los niños. Hay una Exposición y se entonan cánticos en inglés, en irlandés y en latín, y después viene lo mejor de todo, el sermón largo e intenso que hace célebres a los sacerdotes redentoristas. Es el sermón que salva a millones de chinos y otros paganos de acabar en el infierno con los protestantes.

«El Preguntas» dice que hay que afiliarse a la Cofradía para que la madre de uno pueda decirlo en la Conferencia de San Vicente de Paúl y sepan allí que eres un buen católico. Dice que su padre es un miembro leal y que así fue como consiguió un buen trabajo, con derecho a pensión, de limpiador de retretes en la estación de ferrocarril, y que cuando él sea mayor también conseguirá un buen trabajo, a no ser que se escape de su casa y se aliste en la Policía Montada del Canadá para poder cantar «Te llamaré, uh, uh, uh», como cantaba Nelson Eddy a Jeannette MacDonald mientras ésta expiraba de tisis en el sofá. Si me lleva a la Cofradía, el hombre de la oficina anotará su nombre en un gran libro, y algún día podrán ascenderlo a prefecto de una sección, que es lo que más desea en la vida después de llevar el uniforme de la Policía Montada.

Un prefecto es el jefe de una sección compuesta por treinta niños que viven en calles y en callejones próximos entre sí. Cada sección lleva el nombre de un santo, cuya imagen aparece pintada en un escudo que está en lo alto de una vara que se pone junto al asiento del prefecto. El prefecto y su ayudante observan las faltas de asistencia y nos vigilan para poder darnos un capón si nos reímos durante la Exposición o si cometemos cualquier otro sacrilegio. Si faltas una noche, el hombre de la oficina te pregunta por qué, te pregunta si te estás distanciando de la Cofradía, o puede decir al otro hombre de la oficina: «Creo que este amiguito nuestro ha aceptado la sopa». Esto es lo peor que se puede decir a cualquier católico de Limerick o de cualquier parte de Irlanda, por lo que pasó en la Gran Hambre. Si faltas dos veces, el hombre de la oficina te envía un papel amarillo, que es una citación para que te presentes y te expliques, y si faltas tres veces envía a la Patrulla, que son cinco o seis niños mayores de tu misma sección, que recorren las calles para asegurarse de que no te estás divirtiendo cuando deberías estar de rodillas en la Cofradía rezando por los chinos y por otras almas perdidas. La Patrulla va a tu casa y dice a tu madre que tu alma inmortal está en peligro. Algunas madres se preocupan, pero otras les dicen: «Largaos de esta puerta o salgo y os doy una buena coz a cada uno en el ojo del culo». Éstas no son buenas madres de cofrades, y el director dirá que debemos rezar por ellas para que comprendan lo equivocadas que están.

Lo peor de todo es recibir la visita del director de la Cofradía en persona, el padre Gorey. Se pone en lo más alto del callejón y ruge, con la voz que convirtió a millones de chinos:

—¿Dónde está la casa de Frank McCourt?

Ruge así aunque lleve tu dirección en el bolsillo y sepa muy bien dónde vives. Ruge porque quiere que todo el mundo sepa que te estás distanciando de la Cofradía y que estás poniendo en peligro tu alma inmortal. Las madres se quedan aterrorizadas y los padres susurran: «Di que no estoy, di que no estoy», y se aseguran de que vuelves a asistir a la Cofradía desde ese momento para que ellos no queden deshonrados y avergonzados por completo ante los vecinos, que murmurarán tapándose la boca con las manos.

«El Preguntas» me lleva a la sección de San Finbar, y el prefecto me dice:

—Siéntate allí y cállate.

Se llama Declan Collopy, tiene catorce años y tiene en la frente unos bultos que parecen cuernos. Tiene las cejas gruesas y pelirrojas, unidas en el centro y que le cuelgan sobre los ojos, y los brazos le llegan hasta las rodillas. Me dice que quiere conseguir que ésta sea la mejor sección de la Cofradía, y que si falto alguna vez, me partirá el culo y enviará los pedazos a mi madre. La falta no tiene excusa, porque hubo en otra sección un niño que se estaba muriendo, pero aun así lo trajeron en camilla.

—Si faltas alguna vez, más te vale que sea por defunción —dice—; no por defunción de un pariente, sino por la tuya. ¿Entendido?

—Sí, Declan.

Los niños de mi sección me dicen que los prefectos reciben recompensas cuando no tienen ninguna falta de asistencia. Declan quiere dejar la escuela en cuanto pueda y conseguir un trabajo de vendedor de linóleo en los almacenes Cannock de la calle Patrick. Su tío Foncey trabajó allí varios años vendiendo linóleo y ganó el dinero suficiente para abrir su propia tienda en Dublín, donde tiene a sus tres hijos de vendedores de linóleo. El padre Gorey, el director, puede conseguir con facilidad para Declan la recompensa de un empleo en los almacenes Cannock si él es un buen prefecto y no tiene ninguna falta de asistencia en su sección, y por eso Declan nos destrozará si faltamos.

—Nadie se interpondrá entre el linóleo y yo —nos dice.

Declan aprecia a «Quigley el Preguntas» y le permite faltar algún viernes por la noche porque «el Preguntas» le dijo:

—Declan, cuando sea mayor y me case voy a poner linóleo en toda mi casa y te lo compraré todo a ti.

Otros niños de la sección intentan este truco con Declan, pero él les dice:

—Que os den por culo; podréis daros por contentos de tener un orinal para mear, mucho menos metros de linóleo.

Papá dice que cuando tenía mi edad en Toome ayudó a misa durante varios años, y que ya es hora de que yo sea monaguillo.

—¿Cómo va a serlo? El niño no tiene ropa adecuada para ir a la escuela, cuánto menos para ayudar a misa —dice mamá, pero papá dice que la vestimenta de monaguillo me tapará la ropa, y ella dice que tampoco tenemos dinero para la vestimenta y para lavarla, pues hay que lavarla cada semana.

Él dice que Dios proveerá, y me hace arrodillarme en el suelo de la cocina. Él hace el papel del sacerdote, pues se sabe toda la misa de memoria, y yo tengo que aprenderme las respuestas. Él dice
Introibo ad altare Dei
y yo tengo que decir
Ad Deum qui laetificat juventutem meam.

Todas las noches, después de tomar el té, me arrodillo para practicar el latín y él no me deja moverme hasta que lo digo perfectamente. Mamá dice que podría dejarme que me sentara, al menos, pero él dice que el latín es sagrado y que debe aprenderse y recitarse de rodillas. Nadie verá al Papa sentado y tomándose un té mientras recita el latín.

El latín es difícil y yo tengo las rodillas irritadas y llenas de costras y me gustaría salir al callejón a jugar, aunque también me gustaría ser monaguillo y ayudar al sacerdote a vestirse en la sacristía, salir al altar ataviado con mi vestimenta roja y blanca como mi amigo Jimmy Clark, responder al sacerdote en latín, pasar el libro grande de un lado del tabernáculo al otro, verter agua y vino en el cáliz, verter agua en las manos del sacerdote, tocar la campanilla en la Consagración, arrodillarme, inclinarme, balancear el incensario en la Exposición, sentarme a un lado con las palmas de las manos en las rodillas, muy serio, mientras él pronuncia el sermón, y que todos los fieles de San José me miren y admiren mi manera de actuar.

Al cabo de quince días ya me sé de memoria la misa y ha llegado el momento de ir a San José a hablar con el sacristán, Stephen Carey, que se encarga de los monaguillos. Papá me limpia las botas, mamá me remienda los calcetines y echa al fuego otro trozo de carbón para calentar la plancha y plancharme la camisa. Hierve agua para restregarme la cabeza, el cuello, las manos, las rodillas y hasta el último centímetro cuadrado visible de mi piel. Me restriega hasta que me arde la piel, y dice a papá que no querría que el mundo pudiera decir que su hijo subió sucio al altar. Se lamenta de que yo tenga las rodillas llenas de costras porque estoy siempre corriendo, dando patadas a las latas y cayéndome, imaginándome que soy el mejor futbolista del mundo. Se lamenta de no tener en casa ni una gota de brillantina, pero dice que la saliva y el agua me alisarán el pelo e impedirán que se ponga de punta como la paja negra de un jergón. Me advierte que hable fuerte cuando esté en San José y que no murmure entre dientes, ni en inglés ni en latín.

—Es una gran pena que se te quedara pequeño el traje de Primera Comunión —dice—, pero no tienes nada de qué avergonzarte, vienes de buena casta, de los McCourt, de los Sheehan, o de la familia de mi madre, los Guilfoyle, que tenían muchos acres de tierra en el condado de Limerick hasta que los ingleses se los quitaron y se los dieron a bandoleros de Londres.

Papá me lleva de la mano por las calles y la gente se vuelve para mirarnos porque vamos intercambiando frases en latín. Llama a la puerta de la sacristía y dice a Stephen Carey:

—Éste es mi hijo Frank, que se sabe el latín y que está preparado para ser monaguillo.

Stephen Carey le dirige una mirada y después me mira a mí.

—No tenemos sitio para él —dice, y cierra la puerta.

Papá sigue llevándome de la mano, y me la aprieta hasta que me duele y me dan ganas de gritar. Por el camino de vuelta a casa no dice nada. Se quita la gorra, se sienta junto al fuego y enciende un Woodbine. Mamá también está fumando.

—¿Qué hay? —pregunta ella—. ¿Va a ser monaguillo?

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