Las cenizas de Ángela (20 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Se sienta dejando la vara ante sí, sobre la mesa. Dice al «Preguntas» que deje de lloriquear y que sea hombre. Si vuelve a oír a un solo niño de la clase hacer preguntas necias o hablar de la Colecta, azotará a ese niño hasta que corra la sangre.

—¿Qué haré, niños?

—Azotar al niño, señor.

—¿Hasta...?

—Hasta que corra la sangre, señor.

—Y bien, Clohessy, ¿cuál es el sexto mandamiento?

—No cometerás adulterios.

—No cometerás adulterios, ¿y qué más?

—No cometerás adulterios, señor.

—Y ¿qué quiere decir adulterios, Clohessy?

—Pensamientos impuros, palabras impuras, actos impuros, señor.

—Bien, Clohessy. Eres un buen muchacho. Puede que seas algo lento y olvidadizo a la hora de decir «señor» y puede que no tengas zapatos, pero dominas el sexto mandamiento, y así te mantendrás puro.

Paddy Clohessy no lleva zapatos, su madre le afeita la cabeza para que no tenga piojos, tiene los ojos rojos y la nariz llena siempre de mocos. Las llagas que tiene en las rodillas no se le curan nunca porque se levanta las costras y se las mete en la boca. Sus ropas son trapos que tiene que compartir con sus seis hermanos y con una hermana, y cuando llega a la escuela con la nariz llena de sangre o con un ojo morado se sabe que se ha peleado por la ropa esa mañana. Odia la escuela. Tiene siete años para cumplir ocho, es el mayor de la clase en tamaño y en edad, y espera con impaciencia crecer y tener catorce años para escaparse de casa, decir que tiene diecisiete años y alistarse en el ejército inglés e ir a la India, donde se está a gusto y hace calor, y vivirá en una tienda de campaña con una chica de piel oscura que tendrá un punto rojo en la frente, y él estará allí acostado comiendo higos, eso es lo que comen en la India, higos, y ella guisará el
curry
día y noche y tocará el ukelele, y cuando tenga dinero suficiente hará venir a toda su familia y todos vivirán en la tienda de campaña, sobre todo su pobre padre, que está en su casa echando grandes esputos de sangre cuando tose, por la tisis. Cuando mi madre ye a Paddy por la calle, dice:

—Wisha,
mirad ese pobre niño. Es un esqueleto con trapos, y si hicieran una película sobre el hambre, seguro que lo sacaban en primera fila.

Creo que Paddy me aprecia por lo de la pasa, y yo me siento un poco culpable porque no fui demasiado generoso en un primer momento. El señor Benson, el maestro, dijo que el gobierno iba a darnos almuerzos gratuitos para que no tuviésemos que volver a casa con el tiempo helado. Nos hizo bajar a una sala fría en las mazmorras de la Escuela Leamy, donde la asistenta, Nellie Ahearn, repartía media pinta de leche y un bollo de pasas a cada uno. La leche estaba helada en las botellas y teníamos que descongelarla metiéndonosla entre las piernas. Los niños hacían bromas y decían que se nos iban a helar las pililas y se nos iban a caer, y el maestro rugió:

—Como vuelva a oír hablar así a alguno, voy a calentaros las botellas en el cogote.

Todos buscamos las pasas en nuestros bollos, pero Nellie dijo que se habían debido de olvidar de meterlas y que se lo preguntaría al hombre que los traía. Volvíamos a buscarlas cada día, hasta que al fin yo encontré una pasa en mi bollo y la mostré a todos. Los otros chicos empezaron a quejarse y a decir que querían una pasa, y Nellie dijo que no era culpa suya y que volvería a preguntarle al hombre. Los otros chicos empezaron a pedirme la pasa y a ofrecerme cualquier cosa por ella, un trago de su leche, un lápiz, un tebeo. Toby Mackey me ofreció a su hermana, y el señor Benson lo oyó, lo sacó al pasillo y le dio golpes hasta que lo hizo chillar. Yo quería quedarme la pasa, pero vi a Paddy Clohessy que estaba en un rincón sin zapatos, la sala estaba helada y él temblaba como un perro al que han dado patadas, y a mí siempre me habían dado pena los perros a los que han dado patadas, de modo que me acerqué a Paddy y le di la pasa, porque no sabía qué otra cosa podía hacer, y todos los demás chicos gritaron que yo era un tonto y un jodido idiota y que me arrepentiría de ese día, y después de haberle dado la pasa a Paddy yo la eché de menos, pero ya era tarde porque él se la llevó a la boca y se la tragó y me miró y no dijo nada, y yo me dije a mí mismo que qué idiota era por andar regalando mi pasa.

El señor Benson me echó una mirada y no dijo nada, y Nellie Ahearn dijo:

—Eres un gran yanqui, Frankie.

El sacerdote vendrá pronto para examinarnos del catecismo y de todo lo demás. El propio maestro nos tiene que enseñar el modo de recibir la Santa Comunión. Nos manda que formemos un círculo a su alrededor. Llena su sombrero de trozos pequeños de papel del
Limerick Leader.
Entrega a Paddy Clohessy el sombrero, se arrodilla en el suelo, dice a Paddy que tome un trozo de papel y que se lo ponga en la lengua. Nos enseña el modo de sacar la lengua, de recibir el trozo de papel, de mantenerlo un momento, de meter la lengua, de unir las manos en oración, de mirar al cielo, de cerrar los ojos en un acto de adoración, de esperar a que el papel se nos disuelva en la boca, de tragarlo y de dar gracias a Dios por el don, la Gracia Santificante que llega a bocanadas en olor de santidad. Cuando saca la lengua tenemos que contener la risa, porque nunca habíamos visto una lengua tan grande y tan morada. Abre los ojos para localizar a los niños que se ríen por lo bajo, pero no puede decir nada porque todavía tiene a Dios en la boca y es un momento sagrado. Se pone de pie y nos manda que nos arrodillemos por el aula para recibir la Comunión. Recorre el aula poniéndonos trocitos de papel en la lengua y murmurando en latín. Algunos niños se ríen por lo bajo y él les ruge que si no se dejan de risitas no recibirán la Comunión sino los Santos Óleos, y ¿cómo se llama ese sacramento, McCourt?

—Extremaunción, señor.

—Bien, McCourt. No está mal para un yanqui de las costas pecaminosas de América.

Nos dice que tenemos que poner cuidado de sacar la lengua lo suficiente para que la hostia consagrada no caiga al suelo. Es lo peor que le puede pasar a un sacerdote, dice. Si la hostia se te cae de la lengua, el pobre sacerdote tiene que ponerse de rodillas, recogerla con la lengua y lamer todo el suelo por si ha ido botando de un sitio a otro. Al sacerdote se le puede clavar una astilla que le deje la lengua hinchada como un nabo, y eso es suficiente para ahogar a una persona y para matarla del todo.

Nos dice que, después de una reliquia de la Vera Cruz, la hostia consagrada es la cosa más sagrada del mundo, y que nuestra Primera Comunión es el momento más sagrado de nuestras vidas. El maestro se emociona mucho cuando habla de la Primera Comunión. Se pasea por el aula, blande la vara, nos dice que no debemos olvidar nunca que en el momento en que nos ponen en la lengua la Santa Comunión nos convertimos en miembros de la Iglesia, que es Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana; que hace dos mil años que mueren hombres, mujeres y niños por la Fe, que los irlandeses hemos dado mártires como los que más. ¿No hemos ofrecido mártires en abundancia? ¿No hemos presentado el cuello al hacha protestante? ¿No hemos subido al cadalso cantando, como quien se va de jira? ¿No es así, niños?

—Sí, señor.

—¿Qué hemos hecho, niños?

—Presentar el cuello al hacha protestante, señor.

—¿Y qué más?

—Subir al cadalso cantando, señor.

—¿Cómo?

—Como quien se va de jira, señor.

Dice que es posible que en nuestra clase haya un futuro sacerdote o un futuro mártir de la Fe, aunque lo duda mucho, porque somos la pandilla de ignorantes más perezosos a los que ha tenido la desgracia de enseñar.

—Pero tiene que haber de todo —dice—, y sin duda Dios tenía algún propósito cuando infestó la tierra con sujetos como vosotros. Sin duda, Dios tenía un propósito cuando envió entre nosotros a Clohessy descalzo, a Quigley con sus malditas preguntas y a McCourt venido de América lleno de pecado. Y recordad esto, niños: Dios no envió a Su único Hijo a ser crucificado para que vosotros podáis pasearos el día de vuestra Primera Comunión recogiendo en vuestras zarpas la Colecta. Nuestro Señor murió para redimiros. Es suficiente con recibir el don de la Fe. ¿Me estáis escuchando?

—Sí, señor.

—Y ¿qué es suficiente?

—El don de la Fe, señor.

—Bien. Marchaos a casa.

Por la noche nos sentamos tres a leer bajo la farola de lo alto del callejón, Mikey, Malachy y yo. Los Molloy son como nosotros, su padre se bebe el dinero del paro o su sueldo y no deja dinero para comprar velas ni queroseno para la lámpara. Mikey lee libros y los demás leemos tebeos. Su padre, Peter, trae libros de la biblioteca Carnegie para tener algo que hacer cuando no está bebiendo pintas o cuando está cuidando de la familia en las ocasiones en que la señora Molloy está ingresada en el manicomio. Deja leer a Mikey el libro que quiera, y ahora Mikey está leyendo un libro que habla de Cuchulain y habla como si lo supiese todo de él. Yo quiero decirle que ya me sabía todos los cuentos de Cuchulain cuando tenía tres años para cumplir cuatro, que vi a Cuchulain en Dublín, que Cuchulain se deja caer por mis sueños como cosa corriente. Quiero decirle que deje de hablar de Cuchulain, que es mío, que ya era mío hace años cuando yo era pequeño, pero no puedo, porque Mikey nos lee un cuento que yo no había oído nunca, un cuento cochino que trata de Cuchulain y que yo no podré contar nunca a mi padre ni a mi madre, el cuento de cómo Cuchulain tomó por esposa a Emer.

Cuchulain ya era un viejo de veintiún años. Se sentía solo y quería casarse, lo cual lo debilitó, dice Mikey, y por eso lo mataron al final. Todas las mujeres de Irlanda estaban locas por Cuchulain y querían casarse con él. Él dijo que eso sería maravilloso, que no le importaba casarse con todas las mujeres de Irlanda. Si era capaz de luchar contra todos los hombres de Irlanda, ¿por qué no iba a poder casarse con todas las mujeres? Pero el rey, Conor MacNessa, dijo: «Eso te parecerá bien a ti, Cu, pero los hombres de Irlanda no quieren estar solos en lo más oscuro de la noche». El rey decidió que tendría que celebrarse un concurso para decidir quién se casaba con Cuchulain, y que sería un concurso de mear. Todas las mujeres de Irlanda se reunieron en las llanuras de Muirthemne para ver cuál meaba más tiempo, y ganó Emer. Era la campeona de mear de Irlanda, y se casó con Cuchulain, y por eso se le llama hasta hoy Emer Vejiga Grande.

Mikey y Malachy se ríen con este cuento, aunque no creo que Malachy lo entienda. Es pequeño y le falta mucho para hacer la Primera Comunión y sólo se ríe de la palabra «mear». Después, Mikey me dice que he cometido un pecado por haber escuchado un cuento en el que salía esa palabra, y que cuando haga mi Primera Confesión tendré que decírselo al cura.

—Eso es —dice Malachy—. «Mear» es una palabra mala, y tienes que decírselo al cura, porque es un pecado.

No sé qué hacer. ¿Cómo voy a contarle al cura esta cosa terrible en mi Primera Confesión? Todos los niños saben los pecados que van a contar para poder recibir la Primera Comunión y hacer la Colecta e ir a ver a James Cagney y comer dulces y bollos en el cine Lyric. El maestro nos ayudó a pensar los pecados y todos tenemos los mismos. He pegado a mi hermano. He dicho una mentira. He robado un penique del monedero de mi madre. He desobedecido a mis padres. Me he comido una salchicha en viernes.

Pero ahora yo tengo un pecado que no tiene nadie, y el cura se va a indignar y me sacará a rastras del confesionario y me echará a la calle, donde todos sabrán que he escuchado un cuento que decía que la esposa de Cuchulain era la campeona de mear de toda Irlanda. No podré hacer la Primera Comunión y las madres levantarán a sus niños pequeños para que me vean y me señalarán diciendo:

—Miradlo. Es como Mikey Molloy, no ha hecho la Primera Comunión, va por ahí en pecado, no ha hecho la Colecta, no ha visto a James Cagney.

Siento haber oído hablar siquiera de la Primera Comunión y de la Colecta. Tengo náuseas y no quiero té ni pan ni nada. Mamá dice a papá que es raro que un niño no quiera tomarse su pan y su té, y papá dice:

—Och,
es que está nervioso por su Primera Comunión.

Quiero acercarme a él y sentarme en su regazo y decirle lo que me ha hecho Mikey Molloy, pero soy demasiado mayor para sentarme en el regazo de nadie y, si lo hiciera, Malachy saldría al callejón y diría a todos que yo era un nene grande. Me gustaría contar mis problemas al Ángel del Séptimo Peldaño, pero está ocupado trayendo niños a las madres de todo el mundo. En todo caso, se lo preguntaré a papá.

—Papá, ¿hace otras cosas el Ángel del Séptimo Peldaño aparte de traer niños?

—Sí, las hace.

—¿Te diría el Ángel del Séptimo Peldaño lo que debes hacer si no sabes lo que debes hacer?

—Och,
sí te lo diría, hijo, sí te lo diría. Ésa es la tarea de los ángeles, hasta el del séptimo peldaño.

Papá sale a dar un largo paseo, mamá se va a ver a la abuela con Michael, Malachy juega en el callejón y yo tengo toda la casa a mi disposición, de modo que puedo sentarme en el séptimo peldaño y hablar con el ángel. Sé que está allí porque el séptimo peldaño parece más caliente que los demás y porque tengo una luz dentro de la cabeza. Le cuento mis problemas y oigo una voz.

—Nada temas —dice la voz.

Está hablando al revés, y yo le digo que no sé de qué me habla.

—No temas nada —dice la voz—. Cuenta al sacerdote tu pecado y serás perdonado.

A la mañana siguiente me levanto temprano y tomo té con papá y le hablo del Ángel del Séptimo Peldaño. Me pone la mano en la frente para ver si estoy bien. Me pregunta si estoy seguro de que tenía una luz dentro de la cabeza y de haber oído una voz, y qué dijo la voz.

Yo le digo que la voz dijo «nada temas» y que eso significa «no temas nada».

Papá me dice que el ángel tiene razón, que no debo temer nada, y yo le cuento lo que me hizo Mikey Molloy. Le cuento lo de Emer Vejiga Grande e incluso digo «mear», porque el ángel dijo «nada temas». Papá deja su tarro de té y me da palmaditas en la nuca. Dice «
Och, och, och»,
y yo me pregunto si se está volviendo loco como la señora Molloy, a la que ingresan en el manicomio cada poco tiempo, pero dice:

—¿Era eso lo que te preocupaba anoche?

Le digo que sí, y él me dice que no es pecado y que no hace falta que se lo cuente al cura.

—Pero el Ángel del Séptimo Peldaño dijo que debía contárselo.

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