Ella se aparta de mí y yo la sigo al piso de arriba, hasta la habitación pequeña. Se vuelve y me dice:
—Déjame en paz, déjame en paz.
Y yo sigo gritándole: «Laman Griffin, Laman Griffin», hasta que ella me empuja.
—Sal de esta habitación.
Y yo le doy una bofetada en la mejilla y se le saltan las lágrimas y ella dice, lloriqueando:
—No te voy a dar la oportunidad de que vuelvas a hacer esto.
Y me aparto de ella porque ya tengo otro pecado en mi larga lista y estoy avergonzado de mí mismo.
Me desplomo en mi cama con ropa y todo y me despierto en plena noche vomitando en la almohada, mis hermanos se quejan de la peste, me dicen que lo limpie, que soy una deshonra. Oigo llorar a mi madre y quiero decirle que lo siento, pero por qué iba a hacerlo después de lo que hizo ella con Laman Griffin.
A la mañana siguiente mis hermanos pequeños se han ido a la escuela, Malachy ha salido a buscar trabajo, mamá está tomando té junto al fuego. Dejo mi sueldo en la mesa al alcance de su mano y me vuelvo para marcharme.
—¿Quieres una taza de té? —dice ella.
—No.
—Es tu cumpleaños.
—Me da igual.
Me grita por el callejón:
—Deberías llevar algo en el estómago.
Pero yo le vuelvo la espalda y doblo la esquina sin responder. Todavía tengo ganas de decirle que lo siento, pero si se lo digo tendré ganas de decirle que ella tiene toda la culpa, que no debería haberse subido al altillo aquella noche, y en todo caso todo me importa menos que un pedo de violinista, porque sigo escribiendo cartas amenazadoras para la señora Finucane y estoy ahorrando para marcharme a América.
Tengo todo el día por delante antes de ir a ver a la señora Finucane para escribir las cartas amenazadoras, y me paseo por la calle Henry hasta que la lluvia me hace entrar en la iglesia de los franciscanos, donde está San Francisco entre sus pájaros y sus corderos. Lo miro y me pregunto cómo he podido rezarle. No, no le he rezado, le he pedido cosas.
Le pedí que intercediera por Theresa Carmody pero él no hizo nada, se quedó allí de pie en su peana con su sonrisita, con los pájaros, con los corderos, y Theresa y yo le importamos menos que un pedo de violinista.
Tú y yo hemos terminado, San Francisco. Te dejo. Francis. No sé por qué me pusieron ese nombre. Me iría mejor si me llamara Malachy, el nombre de un rey y el de un gran santo. ¿Por qué no curaste a Theresa? ¿Por qué dejaste que se fuera al infierno? Dejaste a mi madre subirse al altillo. Me dejaste caer en estado de condenación. Los zapatitos de los niños, dispersos por los campos de concentración. Vuelvo a tener el tumor. Lo tengo en el pecho, y tengo hambre.
San Francisco no me ayuda, no impide que me broten las lágrimas de los ojos, que sorba y me atragante y que me salgan los «Dios mío, Dios mío» que me hacen caer de rodillas con la cabeza apoyada en el banco de delante, y estoy tan débil por el hambre y por el llanto que estoy a punto de caerme al suelo, ¿y tendrías la bondad de ayudarme, Dios, o San Francisco?, porque hoy cumplo dieciséis años, y he pegado a mi madre y he mandado a Theresa al infierno y me he hecho pajas por todo Limerick y por toda su comarca, y tengo miedo de la rueda de molino atada a mi cuello.
Hay un brazo que me rodea los hombros, un hábito pardo, el chasquido de un rosario negro, un fraile franciscano.
—Hijo mío, hijo mío, hijo mío.
Soy un niño y me reclino contra él, el pequeño Frankie en el regazo de su padre, cuéntame lo de Cuchulain, papá, es mi cuento, no lo pueden tener ni Malachy ni Freddie Leibowitz en los columpios.
—Hijo mío, siéntate aquí conmigo. Dime qué te inquieta. Sólo si quieres decírmelo. Soy el padre Gregory.
—Hoy cumplo dieciséis años, padre.
—Ah, qué bonito, qué bonito, ¿y por qué ha de inquietarte eso?
—Anoche me tomé mi primera pinta.
—¿Sí?
—Pegué a mi madre.
—Dios nos asista, hijo mío. Pero Él te perdonará. ¿Hay algo más?
—No puedo decírselo, padre.
—¿Querrías confesarte?
—No puedo, padre. He hecho cosas terribles.
—Dios perdona a todos los que se arrepienten. Envió a Su único Hijo Amado para que muriera por nosotros.
—No puedo contárselo, padre. No puedo.
—Pero puedes contárselo a San Francisco, ¿verdad?
—Ya no me ayuda.
—Pero tú lo quieres, ¿verdad?
—Sí. Me llamo Francis.
—Entonces, cuéntaselo a él. Nos quedaremos aquí y tú le contarás las cosas que te inquietan. Si yo te escucho aquí sentado no seré más que los oídos de San Francisco y de Nuestro Señor. ¿No te vendrá bien?
Hablo con San Francisco, le hablo de Margaret, Oliver, Eugene, de mi padre que cantaba
Roddy McCorley
y no traía dinero a casa, de mi padre que no enviaba dinero de Inglaterra, de Theresa y el sofá verde, de mis pecados terribles en Carrigogunnell, de por qué no pudieron ahorcar a Hermann Goering después de lo que hizo a los niños pequeños, cuyos zapatos estaban esparcidos por los campos de concentración, del Hermano cristiano que me cerró la puerta en las narices, de cuando no me dejaron ser monaguillo, de mi hermano pequeño Michael que andaba por el callejón con el zapato roto con la suela que le aleteaba, de mis ojos enfermos que me avergüenzan, del hermano jesuita que me cerró la puerta en las narices, de las lágrimas en la cara de mamá cuando le di una bofetada.
El padre Gregory me dice:
—¿No querrías quedarte sentado en silencio, rezar unos minutos quizás?
Siento la aspereza de su hábito pardo contra mi mejilla, y percibo un olor a jabón. Mira a San Francisco y al sagrario e inclina la cabeza, y yo supongo que está hablando con Dios. Después me dice que me arrodille, me da la absolución, me dice que rece tres avemarías, tres padrenuestros, tres glorias. Me dice que Dios me perdona y que yo debo perdonarme a mí mismo, que Dios me ama y que yo debo amarme a mí mismo, pues sólo cuando amas a Dios en ti mismo puedes amar a todas las criaturas de Dios.
—Pero yo quiero saber si Theresa Carmody está en el infierno, padre.
—No, hijo mío. Seguro que está en el cielo. Sufrió como los mártires antiguos, y Dios sabe que ésa es una penitencia suficiente. No dudes de que las hermanas del hospital no la dejaron morir sin un sacerdote.
—¿Está seguro, padre?
—Lo estoy, hijo.
Me bendice otra vez, me pide que rece por él, y yo troto feliz por las calles lluviosas de Limerick, pues sé que Theresa está en el cielo y ya no tose.
Llega la mañana del lunes y sale el sol en la estación de ferrocarril. Los periódicos y las revistas están amontonados en paquetes a lo largo de la pared del andén. El señor McCaffrey está allí con otro chico, Willie Harold, cortando los cordeles de los paquetes, contando, apuntando los totales en un libro de cuentas. Los periódicos ingleses y el
Irish Times
deben entregarse temprano, las revistas se entregan más tarde, a media mañana. Contamos los periódicos y los etiquetamos para entregarlos en las tiendas de la ciudad.
El señor McCaffrey conduce la camioneta y se queda al volante mientras Willie y yo entramos corriendo en las tiendas con los paquetes y anotamos los pedidos para el día siguiente, aumentamos o reducimos la cifra en el libro de cuentas. Cuando están repartidos los periódicos descargamos las revistas en la oficina y tenemos cincuenta minutos para ir a casa a desayunar.
Cuando vuelvo a la oficina me encuentro con otros dos chicos, Eamon y Peter, que ya están clasificando revistas, contándolas y metiéndolas en los casilleros de los vendedores de prensa que están en la pared. Los pedidos pequeños los reparte Gerry Halvey en su bicicleta de reparto, los grandes se reparten con la camioneta. El señor McCaffrey me dice que me quede en la oficina para que aprenda a contar las revistas y a anotarlas en el libro de cuentas. En cuanto se marcha el señor McCaffrey, Eamon y Peter abren un cajón donde esconden colillas y las encienden. No se creen que yo no fume. Me preguntan si me pasa algo, si es por los ojos o si estoy tísico quizás.
—¿Cómo vas a salir con una chica si no fumas? —dice Peter—. ¿No quedarías por idiota si sales por un camino con la chica y ella te pide un pitillo y tú le dices que no fumas? ¿No quedarías entonces por un completo idiota? ¿Cómo ibas a llevártela entonces a un prado para meterle mano?
—Es lo que dice mi padre de los hombres que no beben —dice Eamon—, que no son de fiar.
Peter dice que si te encuentras con un hombre que no bebe ni fuma es que es un hombre al que tampoco le interesan las chicas, y más te vale taparte con la mano el ojo del culo, más te vale hacer eso.
Se ríen y les da la tos, y cuanto más se ríen más tosen, hasta que se están sujetando el uno al otro y se dan golpes entre los omoplatos y se limpian las lágrimas de las mejillas. Cuando se les pasa el ataque escogemos revistas inglesas y americanas y miramos los anuncios de ropa interior de mujer, de sujetadores, de bragas y de medias largas de nilón. Eamon está mirando una revista americana llamada
See
que trae fotos de las chicas japonesas que alegran la vida a los soldados que están tan lejos de sus casas, y Eamon dice que tiene que ir al retrete, y cuando sale, Peter me hace un guiño.
—Ya sabes a qué se dedica allí dentro, ¿no? Y algunas veces el señor McCaffrey se pone de mal genio cuando los chicos pasamos mucho tiempo dentro del retrete, tocándonos y derrochando el valioso tiempo por el que nos paga la empresa Easons, y encima poniendo en peligro nuestras almas inmortales. El señor McCaffrey no es capaz de decir abiertamente «dejad de haceros pajas», porque no se puede acusar a nadie de un pecado mortal sin tener pruebas. A veces entra a inspeccionar el retrete cuando sale un chico. Sale con la mirada amenazante y nos dice: «No tenéis que mirar esas revistas cochinas de países extranjeros. Tenéis que contarlas y que meterlas en los casilleros, eso es todo».
Eamon vuelve a salir del retrete y entra Peter con una revista americana,
Collier's,
que trae fotos de chicas en un concurso de belleza.
—¿Sabes lo que hace allí dentro? —dice Eamon—. Se está tocando. Entra cinco veces al día. Cada vez que llega una revista americana nueva con ropa interior de mujeres, él se mete allí. No acaba nunca de tocarse. Se lleva prestadas las revistas a casa a espaldas del señor McCaffrey, y sabe Dios lo que hace él solo con las revistas toda la noche. Si se cayera muerto se le abriría de par en par la boca del infierno.
A mí me gustaría también entrar en el retrete cuando sale Peter, pero no quiero que se pongan a decir: «Mírale, el chico nuevo, en su primer día de trabajo, ya se está tocando. No quiere encenderse un pitillo, eso no, pero se hace pajas como un chivo».
El señor McCaffrey vuelve de hacer el reparto en la camioneta y nos pregunta por qué no están contadas las revistas, empaquetadas y dispuestas para salir. Peter le dice:
—Estábamos ocupados enseñando a McCourt, el chico nuevo. Dios nos asista, era un poco lento con lo mal que tiene los ojos, pero insistimos y ya lo hace mejor.
Gerry Halvey, el recadero, va a pasarse una semana sin venir a trabajar, porque tiene derecho a vacaciones y quiere pasar el tiempo con su novia, Rose, que vuelve de Inglaterra. Como soy el chico nuevo, tengo que hacer de recadero en su ausencia, tengo que ir por todo Limerick en la bicicleta que tiene una gran cesta de metal en la parte delantera. Él me enseña a equilibrar los periódicos y las revistas de tal modo que la bicicleta no se caiga estando yo sentado en el sillín y un camión que pase me atropelle y me deje en la calzada como un trozo de salmón. Una vez vio a un soldado al que había atropellado un camión militar y eso era lo que parecía, un salmón.
Gerry hace una última entrega en el quiosco de Easons de la estación de ferrocarril el sábado a mediodía, y eso nos viene bien porque puedo esperarlo allí para recoger la bicicleta y él puede recibir a Rose que llega en el tren. Esperamos en la puerta y él me dice que hace un año que no ve a Rose. Ella está en Inglaterra trabajando en una taberna de Bristol, y eso no le gusta nada a él porque los ingleses siempre están sobando a las muchachas irlandesas, les meten la mano por debajo de la falda y les hacen cosas peores, y las muchachas irlandesas no se atreven a decir nada por miedo a perder sus trabajos. Todo el mundo sabe que las muchachas irlandesas se mantienen puras, sobre todo las muchachas de Limerick, célebres en el mundo entero por su pureza, que tienen un hombre que las espera como el propio Gerry Halvey. Él sabrá si ella le ha sido fiel por su manera de andar.
—Si una muchacha llega al cabo de un año andando de una manera diferente a como andaba cuando se marchó, entonces se sabe que no ha hecho bueno con los ingleses, esos hijos de puta sucios y cachondos.
El tren entra silbando en la estación y Gerry saluda con la mano y señala a Rose que viene hacia nosotros desde el final del tren, a Rose que sonríe con sus dientes blancos, preciosa, con un vestido verde. Gerry deja de saludar con la mano y murmura entre dientes: «Mira cómo anda, perra, puta, azotacalles, ramera, fulana», y sale corriendo de la estación. Rose se acerca a mí.
—¿No era Gerry Halvey el que estaba contigo?
—Sí.
—¿Dónde está?
—Ah, se ha marchado.
—Ya sé que se ha marchado. ¿Adónde ha ido?
—No lo sé. No me lo dijo. Salió corriendo, eso es todo.
—¿No ha dicho nada?
—No le oí decir nada.
—¿Trabajas con él?
—Sí. He venido a recoger la bicicleta.
—¿Qué bicicleta?
—La bicicleta de reparto.
—¿Lleva él una bicicleta de reparto?
—Sí.
—Me dijo que trabajaba en la oficina de Easons, de empleado, trabajo de oficina. ¿No es así?
Yo estoy desesperado. No quiero dejar por mentiroso a Gerry Halvey, no quiero que tenga problemas con la preciosa Rose.
—Ah, todos nos turnamos con la bicicleta de reparto. Una hora en la oficina, una hora en bicicleta. El director dice que es bueno que salgamos a tomar el aire.
—Bueno, yo me voy a mi casa a dejar la maleta e iré después a su casa. Pensé que él me la llevaría.
—Tengo aquí la bicicleta, y puedes meter la maleta en la cesta y yo te acompañaré a casa a pie.
Vamos a pie hasta su casa, que está en la carretera de Carey, y ella me dice que está muy ilusionada con Gerry. Ahorró dinero en Inglaterra y ahora quiere volver a su lado y casarse, aunque él sólo tiene diecinueve años y ella sólo diecisiete.