Las cenizas de Ángela (7 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Están llenas de mierda —dice Malachy.

—¿Lo ves? —ruge Delia—. Es lo que pasa. Tiene una boca como una cloaca, y no es de extrañar, con un padre del Norte. No digas esa palabra. Es una palabra fea, una palabrota. Podrías ir al infierno por decir una palabra así.

—¿Qué es el infierno? —dice Malachy.

—Bien pronto lo sabrás —dice Delia.

Las mujeres grandes se sientan junto a la mesa con la señora Leibowitz y Minnie MacAdorey. Philomena dice que es terrible lo que pasó con la niña pequeña de Ángela. Se habían enterado, y uno se pregunta qué hicieron con el cuerpecito, ¿verdad? Usted se lo pregunta y yo me lo pregunto, pero Tommy Flynn no tenía dudas. Tommy dijo que Malachy, el del Norte, había vendido a aquella niña por dinero.

—¿Por dinero? —dice la señora Leibowitz.

—Eso es —dice Philomena—. Por dinero. Compran cadáveres de cualquier edad y hacen experimentos con ellos, y no les sobra gran cosa para devolver, ni tampoco querría uno que le devolviesen trozos de niño que no se pueden enterrar en sagrado en esas condiciones.

—Es terrible —dice la señora Leibowitz—. Ningún padre ni ninguna madre entregarían a su hijo para una cosa así.

—Sí lo entregarían cuando tienen el ansia del alcohol —dice Delia—. Cuando tienen el ansia entregarían a sus propias madres, así que ¿qué les importa una niña que, al fin y al cabo, ya está muerta?

La señora Leibowitz sacude la cabeza y se agita en su silla.

—Oy
—dice—,
oy, oy, oy.
Pobre niña. Pobre madre. Doy gracias a Dios porque mi marido no tiene el... ¿cómo lo llaman? ¿El ansia? Eso es, el ansia. Son los irlandeses los que tienen el ansia.

—Mi marido no —dice Philomena—. Si se presentara un día en casa con el ansia le partiría la cara. Pero es verdad que Jimmy, el de Delia, tiene el ansia. Todos los viernes por la noche se le ve entrar en el bar.

—No hace falta que empieces a insultar a mi Jimmy —dice Delia—. Trabaja. Trae su sueldo a casa.

—Será mejor que no lo pierdas de vista —dice Philomena—. El ansia podría dominarlo y entonces tendrías entre manos a otro Malachy del Norte.

—Ocúpate de tus puñeteros asuntos —dice Delia—. Al menos, Jimmy es irlandés y no ha nacido en Brooklyn como tu Tommy.

Y Philomena no tiene respuesta para esto.

Minnie tiene en brazos a su niño y las mujeres grandes dicen que es un niño encantador, limpio, no como este rebaño de Ángela que corretea por aquí. Philomena dice que no sabe dónde ha adquirido Ángela esas costumbres tan sucias, porque la madre de Ángela era limpísima, tan limpia que se podían comer sopas en sus suelos.

Yo me pregunto por qué querría alguien comer sopas en los suelos habiendo mesas y sillas.

Delia dice que hay que hacer algo con Ángela y estos niños, porque son una deshonra, eso es lo que son, como para avergonzarse de ser parientes suyos. Hay que escribir una carta a la madre de Ángela. Philomena la escribirá, porque un maestro de limerick le dijo una vez que tenía buen puño. Delia tiene que explicar a la señora Leibowitz que tener buen puño significa tener buena letra.

La señora Leibowitz va a su apartamento del fondo del pasillo a tomar prestada la pluma estilográfica de su marido, papel y un sobre. Las cuatro mujeres se sientan a la mesa y redactan una carta para enviársela a la madre de mi madre:

Querida tía Margaret:

Tomo la pluma para escribir esta carta y espero que cuando recibas la presente estés como estamos nosotros, en buena salud. Mi marido Tommy está bien, trabajando, y el marido de Delia, Jimmy, está bien, trabajando, y esperamos que al recibo de la presente estéis bien. Siento mucho decirte que Ángela no está bien, pues la niña murió, la niña recién nacida que se llamaba Margaret en recuerdo de ti, y Ángela no ha vuelto a ser la misma desde entonces y se queda acostada en la cama mirando a la pared. Lo que es más peor todavía es que creemos que está esperando otra vez, y eso ya es demasiado. En el momento que pierde uno, ya hay otro en camino. No sabemos cómo lo hace. Lleva cuatro años casada y ha tenido cinco niños y otro en camino. Eso te demuestra lo que puede pasar cuando te casas con uno del Norte, pues allí arriba no se controlan, son un montón de protestantes. Sale a buscar trabajo cada día, pero nosotros sabemos que pasa todo el tiempo en los bares y que le pagan algunos dólares por barrer el suelo y por mover barriles y se gasta el dinero en alcohol acto seguido. Es terrible, tía Margaret, y todos creemos que Ángela y los niños estarían mejor en la tierra natal de ella. Nosotros no tenemos dinero para comprar los pasajes, pues corren tiempos difíciles, pero quizás tú pudieras ver la manera. Esperamos que al recibo de la presente estéis bien, nosotros bien, gracias a Dios y a Su Santa Madre.

Queda tu querida sobrina

Philomena Flynn (de soltera MacNamara)

y, en último lugar pero no menos importante, tu sobrina

Delia Fortune (de soltera MacNamara también, ja, ja, ja).

La abuela Sheehan envió dinero a Philomena y a Delia. Ellas compraron los pasajes, encontraron un baúl de viaje en la Conferencia de San Vicente de Paúl, alquilaron una furgoneta para que nos llevara al puerto de Manhattan, nos dejaron a bordo del barco, dijeron «adiós» y «qué alivio» y se marcharon.

El barco se separó del muelle.

—Ésa es la estatua de la Libertad —dijo mamá—, y ésa es la isla de Ellis, por donde entraban todos los emigrantes.

Después se inclinó por la borda y vomitó, y el viento del Atlántico lo esparció todo por encima de nosotros y de otras personas felices que admiraban el panorama. Los pasajeros maldijeron y corrieron, llegaron gaviotas de todo el puerto y mamá se quedó colgada de la barandilla, débil y pálida.

2

Al cabo de una semana llegamos a Moville, en el condado de Donegal, donde tomamos un autobús a Belfast; de allí tomamos otro autobús a Toome, en el condado de Antrim. Dejamos el baúl en una tienda y nos dispusimos a caminar las dos millas de la carretera que subía hasta la casa del abuelo McCourt. En la carretera estaba oscuro; la aurora apenas asomaba por las colinas lejanas.

Papá llevaba a los gemelos en brazos, y ellos se turnaban para llorar de hambre. Mamá se detenía cada pocos minutos para sentarse a descansar en el muro de piedra del borde de la carretera. Nos sentábamos con ella y veíamos cómo el cielo se volvía rojo, y después azul. Los pájaros empezaron a piar y a cantar en los árboles, y cuando se levantó el alba vimos en los campos unas extrañas criaturas que estaban de pie, mirándonos.

—¿Qué son, papá? —dijo Malachy.

—Vacas, hijo.

—¿Qué son vacas, papá?

—Las vacas son vacas, hijo.

Seguimos caminando por la carretera que se iba iluminando y vimos otras criaturas en los campos, unas criaturas blancas y peludas.

—¿Qué son, papá? —dijo Malachy.

—Ovejas, hijo.

—¿Qué son ovejas, papá?

—¿No acabarás de hacer preguntas? —le gritó mi padre—. Las ovejas son ovejas, las vacas son vacas, y eso de allí es una cabra. Una cabra es una cabra. La cabra da leche, la oveja da lana, la vaca da de todo. ¿Qué más quieres saber, en nombre de Dios?

Y Malachy aulló de miedo, porque papá no nos hablaba nunca de ese modo, nunca nos hablaba con dureza. Podía hacernos levantar en plena noche y hacernos prometer que moriríamos por Irlanda, pero nunca gritaba de ese modo. Malachy corrió al lado de mamá, y ella le dijo:

—Ya, ya, amor, no llores. Es que tu padre está cansado de llevar a cuestas a los gemelos, y es difícil responder a tantas preguntas cuando se acarrean unos gemelos por el mundo.

Papá dejó a los gemelos en la carretera y extendió los brazos a Malachy. Entonces los gemelos empezaron a llorar y Malachy se colgó de mamá, sollozando. Las vacas mugían, las ovejas balaban, la cabra balitaba, los pájaros piaban en los árboles y el pitido de un automóvil lo atravesaba todo. Un hombre nos llamó desde el automóvil:

—¡Cielo santo! ¿Qué hacen ustedes en esta carretera a estas horas de la mañana del domingo de Resurrección?

—Buenos días, padre —dijo papá.

—¿Padre? —dije yo—. ¿Es tu padre, papá?

—No le hagas preguntas —dijo mamá.

—No, no: éste es un sacerdote —dijo papá.

—¿Qué es un...? —dijo Malachy; pero mamá le tapó la boca con la mano.

El sacerdote tenía el cabello blanco y llevaba un alzacuellos blanco.

—¿A dónde van? —preguntó.

—Por la carretera, a casa de los McCourt de Moneyglass —dijo papá; y el sacerdote nos llevó en su automóvil. Dijo que conocía a los McCourt, una familia excelente, buenos católicos, algunos de comunión diaria, y esperaba vernos a todos en misa, sobre todo a los pequeños yanquis que no sabían (Dios nos asista) lo que era un sacerdote.

Llegados a la casa, mi madre acerca la mano al cerrojo de la puerta exterior.

—No —dice mi padre—; por aquí no. Por la puerta principal no. Sólo utilizan la puerta principal para las visitas del sacerdote o para los funerales.

Rodeamos la casa hasta llegar a la puerta de la cocina. Papá empuja la puerta y allí están el abuelo McCourt tomando té en una jarra grande y la abuela McCourt friendo algo.

—Och
—dice el abuelo—, estáis aquí.

—Och,
aquí estamos —dice papá. Señala a mi madre.

—Ésta es Ángela.

—Och,
debes estar agotada, Ángela —dice el abuelo.

La abuela no dice nada; vuelve a la sartén. El abuelo nos conduce a través de la cocina hasta una habitación grande con una mesa larga y sillas.

—Sentaos —dice— y tomad un té. ¿Queréis
boxty?

—¿Qué es
boxty?
—dice Malachy. Papá se ríe.

—Son tortitas, hijo. Tortitas hechas con patatas.

—Tenemos huevos —dice el abuelo—. Hoy es domingo de Resurrección y podéis comeros todos los huevos que os entren.

Tomamos té,
boxty
y huevos cocidos, y todos nos quedamos dormidos. Me despierto acostado en una cama con Malachy y con los gemelos. Mis padres están en otra cama, junto a la ventana. ¿Dónde estoy? Está oscureciendo. Esto no es el barco. Mamá ronca,
hink.
Papá ronca,
honk.
Yo me levanto y empujo a papá con la mano.

—Tengo que mear.

—Usa el orinal —dice él.

—¿Qué?

—Debajo de la cama, hijo. El orinal. Tiene rosas y doncellas retozando en el valle. Mea en él, hijo.

Siento deseos de preguntarle de qué me está hablando, pues aunque esté a punto de reventar me parece raro mear en un orinal que tiene rosas y doncellas retozando, que no sé lo que son. No teníamos nada así en la avenida Classon, donde la señora Leibowitz cantaba en el retrete mientras nosotros nos la agarrábamos en el pasillo.

Ahora Malachy tiene que usar el orinal, pero quiere sentarse en él.

—No, no puedes hacer eso, hijo —dice papá—. Tienes que ir afuera.

Cuándo dice eso, a mí también me dan ganas de hacerlo sentado. Nos acompaña al piso de abajo y nos hace pasar por la habitación grande, donde el abuelo está sentado leyendo junto al fuego y la abuela dormita en su silla. Afuera está oscuro, aunque la luna alumbra lo suficiente para que veamos por dónde vamos. Papá abre la puerta de una casita que tiene un asiento con un agujero. Nos enseña a Malachy y a mí a sentarnos en el agujero y a limpiarnos con cuadrados de papel de periódico que están colgados de un clavo. Después nos dice que esperemos mientras él entra, cierra la puerta y gruñe. La luna brilla tanto que puedo ver el campo y aquellas cosas que se llaman vacas y ovejas, y me pregunto por qué no se van a su casa.

En la casa están otras personas en la habitación con mis abuelos.

—Éstas son vuestras tías —dice papá—: Emily, Nora, Maggie, Vera. Vuestra tía Eva está en Ballymena con niños como vosotros.

Mis tías no son como la señora Leibowitz ni como Minnie MacAdorey: hacen un gesto con la cabeza, pero no nos abrazan ni sonríen. Mamá entra en la habitación con los gemelos, y cuando papá dice a sus hermanas «Ésta es Ángela, y éstos son los gemelos», se limitan a hacer un nuevo gesto con la cabeza.

La abuela se marcha a la cocina y pronto tenemos pan, salchichas y té. El único que habla en la mesa es Malachy. Apunta con su cuchara a las tías y les vuelve a preguntar cómo se llaman. Cuando mamá le dice que se coma la salchicha y se calle, se le llenan los ojos de lágrimas y la tía Nora extiende la mano para consolarlo. «Ya, ya», le dice; y yo me pregunto por qué todos dicen «ya, ya» cuando Malachy llora. Me pregunto qué significa «ya, ya».

En la mesa reina el silencio hasta que papá dice:

—Las cosas están terribles en América.

—Och,
sí, lo leo en el periódico —dice la abuela—. Pero dicen que el señor Roosevelt es un buen hombre, y si os hubieseis quedado quizás tendrías ya trabajo.

Papá sacude la cabeza, y la abuela dice:

—No sé qué vais a hacer, Malachy. Las cosas están peores aquí que en América. Aquí no hay trabajo, y bien sabe Dios que en esta casa no tenemos sitio para seis personas más.

—Pensé que podría encontrar trabajo en alguna de las granjas —dice papá—. Podríamos encontrar una casa pequeña.

—¿Dónde os alojaríais hasta entonces? —dice la abuela—. ¿Y cómo os sustentaríais tú y tu familia?

—Och,
supongo que podría cobrar el subsidio de paro.

—No puedes desembarcar de un barco recién llegado de América y empezar a cobrar el paro —dice el abuelo—. Te hacen esperar una temporada, y ¿qué haríais mientras estuvieseis esperando?

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