Las cenizas de Ángela (2 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Mi abuela traslada sus oraciones a Santa Ana, patrona de los partos difíciles. Pero el niño no quiere llegar. La enfermera O'Halloran dice a mi abuela que rece a San Judas Tadeo, santo patrono de los casos desesperados.

—San Judas Tadeo, patrono de los casos desesperados, ayúdame. Estoy desesperada.

Gruñe, empuja, y aparece la cabeza de la criatura, sólo la cabeza, mi madre, y entonces dan las doce y llega el Año Nuevo. En la ciudad de Limerick hay una explosión de silbatos, bocinas, sirenas, bandas, gentes que gritan y cantan «Feliz Año Nuevo», «Llegado ya el momento de la separación», y las campanas de todas las iglesias tocan el Ángelus, y la enfermera O'Halloran llora por su vestido que no le sirvió de nada:

—Esa criatura sigue allí, y yo con la ropa buena. ¿Quieres salir, criatura? ¿Quieres?

Mi abuela da un empujón fuerte y la criatura está en el mundo: es una niña preciosa con el pelo negro y rizado y los ojos azules y tristes.

—Ay, Dios del cielo —dice la enfermera O'Halloran—, esta criatura está entre dos épocas: ha nacido con la cabeza en el Año Nuevo y con el culo en el Viejo; o, mejor dicho, con la cabeza en el Año Viejo y con el culo en el Nuevo. Tendrá que escribir al Papa, señora, para enterarse de en qué año nació. Yo me guardaré este vestido para el año que viene.

Y a la criatura la llamaron Ángela, en recuerdo del Ángelus que sonó a la medianoche, en el Año Nuevo, en el momento en que llegó; y porque de todos modos era un angelito.

Ámala como en tu infancia

Aunque esté débil, vieja y llena de canas.

Pues el amor de madre no te ha de faltar

Hasta que a ella la lleven a enterrar.

Ángela aprendió a leer, a escribir y a hacer cuentas en la escuela de San Vicente de Paúl, y cuando tenía nueve años terminaron sus estudios. Probó suerte como asistenta, como criada, como doncella que abría las puertas y que llevaba un sombrerito blanco, pero no era capaz de hacer la pequeña reverencia que se exige, y su madre le dijo:

—No tienes maña. No sirves. Eres totalmente inútil. ¿Por qué no te marchas a América, donde hay sitio para las inutilidades de todo tipo? Te pagaré el pasaje.

Llegó a Nueva York justo a tiempo de vivir el primer día de Acción de Gracias de la Gran Depresión. Conoció a Malachy en una fiesta que habían organizado Dan MacAdorey y su esposa Minnie en la avenida Classon de Brooklyn. A Malachy le gustó Ángela y él le gustó a ella. Él tenía un aspecto apocado, resultado de los tres meses que acababa de pasar en la cárcel por haber robado un camión. Su amigo John McErlaine y él se creyeron lo que les habían contado en el bar clandestino: que el camión estaba lleno hasta el techo de cajas de latas de judías con tocino. Ninguno de los dos sabía conducir, y cuando los policías vieron un camión que iba dando bandazos y acelerones por la avenida Myrtle lo hicieron parar. Los policías registraron el camión y se preguntaron por qué querría alguien robar un camión que no contenía judías con tocino sino cajas de botones.

En vista de que Ángela se sentía atraída por el aspecto apocado y de que Malachy se sentía solo después de pasar tres meses en la cárcel, tenía que llegar un tiemblarrodillas.

Un tiemblarrodillas es el acto propiamente dicho, realizado contra una pared, con el hombre y la mujer de puntillas, con tanta tensión que les tiemblan las rodillas a causa de la excitación.

Aquel tiemblarrodillas dejó a Ángela en estado interesante y, por supuesto, hubo habladurías. Ángela tenía unas primas, las hermanas MacNamara, Delia y Philomena, casadas respectivamente con Jimmy Fortune, del condado de Mayo, y con Tommy Flynn, del mismo Brooklyn.

Delia y Philomena eran unas mujeres grandes, con mucho pecho y feroces. Cuando caminaban majestuosamente por las aceras de Brooklyn, las criaturas inferiores se apartaban, les daban muestras de respeto. Las hermanas sabían lo que estaba bien y lo que estaba mal, y toda duda al respecto podía resolverla la Iglesia, que era Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana. Sabían que Ángela, soltera, no tenía derecho a estar en estado interesante y que ellas debían tomar medidas.

Y vaya si las tomaron. Con Jimmy y Tommy a rastras, se dirigieron al bar clandestino de la avenida Atlantic donde se podía encontrar a Malachy los viernes, que eran sus días de cobro cuando tenía trabajo. El encargado del bar, Joey Cacciamani, no quería dejar entrar a las hermanas, pero Philomena le dijo que si no quería que le hundiese la nariz ni que le arrancase la puerta de su marco más le valía abrir, pues llevaban una misión divina. Joey respondió:

—Está bien, está bien, irlandeses. ¡Jesús! Líos, líos.

Malachy, que estaba al final de la barra, palideció, dirigió a las de los pechos grandes una sonrisa forzada, les ofreció una copa. Ellas hicieron caso omiso de la sonrisa y rehusaron la invitación.

—No sabemos de qué especie de tribu de Irlanda del Norte vienes tú —dijo Delia.

—Algunos creen que tienes parientes presbiterianos. Así se explicaría lo que has hecho a nuestra prima —añadió Philomena.

—Bueno, bueno —dijo Jimmy—. Si tiene parientes presbiterianos, no es culpa suya.

—Tú, a callar —dijo Delia.

Tommy se sintió obligado a intervenir:

—Lo que has hecho a esa pobre y desgraciada muchacha es una deshonra para la raza irlandesa y debería darte vergüenza.

—Och,
me la da —dijo Malachy—. Me la da.

—Nadie te ha pedido que hables —dijo Philomena—. Ya has hecho bastante daño con tus disparates, de modo que cierra el pico.

—Y mientras tienes cerrado el pico —dijo Delia—, hemos venido a procurar que hagas lo que hay que hacer con nuestra pobre prima, Ángela Sheehan.

—Och,
desde luego, desde luego —dijo Malachy—. Lo que hay que hacer es lo que hay que hacer, y tendré mucho gusto en invitaros a todos a una copa mientras tenemos esta pequeña conversación.

—Coge la copa y métetela por el culo —dijo Tommy.

—Apenas desembarca nuestra primita, estás detrás de ella —dijo Philomena—. En Limerick tenemos moral, ¿sabes? Moral. No somos como las conejas de Antrim, ese hervidero de presbiterianos.

—No tiene aspecto de presbiteriano —dijo Jimmy.

—Tú, a callar —dijo Delia.

—Y hemos notado otra cosa —dijo Philomena—. Tienes un aire muy raro.

—¿Sí? —dijo Malachy con una sonrisa.

—Sí —dijo Delia—. Creo que es una de las primeras cosas que notamos en ti, ese aire raro, y nos intranquiliza.

—Es esa sonrisita falsa de presbiteriano —dijo Philomena.

—Och
—dijo Malachy—, es que tengo mal la dentadura.

—No hay dentadura que valga, y con o sin aire raro te vas a casar con esa muchacha —dijo Tommy—. Vais a ir al altar.

—Och
—dijo Malachy—, no tenía pensado casarme, ¿sabéis? No hay trabajo, y yo no sería capaz de sacar adelante...

—Pues te casarás —dijo Delia.

—Irás al altar —dijo Jimmy.

—Tú, a callar —dijo Delia.

Malachy las vio marchar.

—Estoy en un aprieto tremendo —dijo a Joey Cacciamani.

—Y que lo digas —dijo Joey—. Si yo veo llegar a esas nenas, me tiro al río Hudson.

Malachy estudió el aprieto en que estaba. Le quedaban de su último trabajo algunos dólares en el bolsillo y tenía un tío en San Francisco o en algún otro de los santos de California. ¿No estaría mejor en California, lejos de las hermanas MacNamara con sus pechos grandes y de sus maridos torvos? Sí que estaría mejor; y decidió tomarse un trago de whiskey irlandés para celebrar su decisión y su marcha. Joey sirvió el trago y la bebida estuvo a punto de despellejar la garganta a Malachy. ¡Llamar a eso whiskey irlandés! Dijo a Joey que aquello era un brebaje de la Ley Seca que había salido del alambique del mismo diablo.

—Yo no sé nada, yo no hago más que servir —dijo Joey, encogiéndose de hombros.

Pero era mejor que nada, y Malachy pidió otro.

—Y tómate tú otro, Joey, y pregunta a esos dos honrados italianos qué les apetece tomar. ¿Qué dices? Claro que tengo dinero para pagar.

Se despertó en un banco de la estación del ferrocarril de Long Island; un policía le daba golpecitos en las botas con la porra, ya no tenía dinero para huir y las hermanas MacNamara estaban dispuestas a comérselo vivo en Brooklyn.

Malachy se casó con Ángela el día de San José, un día crudo de marzo, cuatro meses después del tiemblarrodillas, y el niño nació en agosto. En noviembre, Malachy se emborrachó y decidió que ya era hora de inscribir al niño en el registro. Pensó que podría llamar al niño Malachy, como él, pero con su acento de Irlanda del Norte y sus balbuceos alcohólicos el funcionario lo entendía tan mal que no escribió más que «Varón» en el registro de nacimientos.

Sólo a finales de diciembre llevaron a Varón a la iglesia de San Pablo para que lo bautizaran y le impusieran el nombre de Francis, en recuerdo del padre de su padre y del santo encantador de Asís. Ángela quería imponerle un nombre compuesto y llamarlo también Munchin, por el santo patrono de Limerick, pero Malachy dijo que eso sería por encima de su cadáver. Ningún hijo suyo llevaría un nombre de Limerick. Ya era bastante difícil ir por la vida con un solo nombre. Los nombres compuestos eran una costumbre americana atroz, y no hacía falta llevar otro nombre cuando a uno lo bautizan con el del hombre de Asís.

El día del bautizo se produjo un retraso cuando el padrino elegido, John McErlaine, se emborrachó en el bar clandestino y se olvidó de sus responsabilidades. Philomena dijo a su marido Tommy que él tendría que hacer de padrino.

—El alma del niño está en peligro —le dijo. Tommy bajó la cabeza y gruñó.

—Está bien: haré de padrino; pero no me hago responsable si sale como su padre, armando líos y yendo por la vida con ese aire raro, pues si sale así puede recurrir a John McErlaine, el del bar.

—Bien dicho, Tom —dijo el sacerdote—: tú sí que eres un hombre honrado, un buen hombre que nunca ha pisado un bar clandestino.

Malachy, que acababa de llegar del bar clandestino, se sintió insultado y quiso discutir con el sacerdote: sacrilegio sobre sacrilegio.

—Quítese ese alzacuellos y vamos a ver quién es hombre.

Tuvieron que contenerlo las de los pechos grandes y sus torvos maridos. Ángela, madre primeriza, agitada, olvidó que tenía al niño en brazos y lo dejó caer en la pila bautismal, una inmersión total a la manera protestante. El monaguillo que ayudaba al sacerdote sacó al niño de la pila y se lo devolvió a Ángela, que sollozó y lo apretó contra su pecho, chorreando. El sacerdote se rió, dijo que nunca había visto una cosa así, que el niño era todo un pequeño baptista y que no le hacía falta un sacerdote. Esto puso furioso de nuevo a Malachy, que quiso agredir al sacerdote por haber llamado protestante al niño. El sacerdote dijo:

—Cállate, hombre: estás en la casa de Dios.

Y cuando Malachy dijo «En la casa de Dios, y una mierda», lo echaron a la calle Court, porque no se puede decir mierda en la casa de Dios.

Después del bautizo, Philomena dijo que tenía té, jamón y bollos en su casa a la vuelta de la esquina.

—¿Té? —preguntó Malachy, y ella le respondió:

—Sí, té, ¿o es que prefieres whiskey?

Él dijo que el té estaba muy bien, pero que antes tenía que ir a arreglar cuentas con John McErlaine, que ni siquiera tuvo la consideración de cumplir con sus deberes de padrino.

—Lo único que buscas es una excusa para correr al bar —dijo Ángela, y él respondió:

—A Dios pongo por testigo de que beber es lo último en lo que estoy pensando.

Ángela rompió a llorar.

—Es el día del bautizo de tu hijo y tienes que ir a beber.

Delia le dijo que era un individuo repugnante, pero qué se podía esperar de Irlanda del Norte.

Malachy miró a una, miró a la otra, se balanceó de un pie a otro, se caló la gorra, se metió las manos a fondo en los bolsillos de los pantalones, dijo
«Och,
sí», como dicen en los rincones remotos del condado de Antrim, se dio la vuelta, echó a andar aprisa por la calle Court hacia el bar clandestino de la avenida Atlantic, donde estaba seguro de que lo llenarían de bebida gratis en atención al bautizo de su hijo.

En la casa de Philomena, las hermanas y sus maridos comían y bebían mientras Ángela permanecía sentada en un rincón dando el pecho al niño y llorando. Philomena se llenaba la boca de pan y jamón y decía a Ángela con voz profunda:

—Es lo que te pasa por ser tan tonta. Apenas habías desembarcado y vas y te enamoras de ese loco. Debías haberte quedado soltera, haber dado al niño para que lo adoptaran, y ahora serías una mujer libre.

Ángela rompió a llorar con más fuerza y Delia pasó al ataque.

—Ay, calla, Ángela, calla. Nadie tiene la culpa más que tú, por haberte quedado embarazada de un borracho del Norte, de un hombre que ni siquiera tiene aspecto de católico, con su aire raro. Yo diría que... que... que Malachy tiene un ramalazo de presbiteriano, de verdad. Tú, a callar, Jimmy.

—Si yo estuviera en tu lugar —dijo Philomena—, procuraría no tener más niños. Él no tiene trabajo, claro que no, y no lo tendrá nunca con esa manera de beber. Así que... ningún hijo más, Ángela. ¿Me escuchas?

—Sí, Philomena.

Un año más tarde nació otro niño. Ángela lo llamó Malachy, por su padre, y le dio un segundo nombre, Gerard, por el hermano de su padre.

Las hermanas MacNamara dijeron que Ángela no era más que una coneja y que no querían tener nada que ver con ella hasta que volviera a su sano juicio.

Sus maridos estuvieron de acuerdo.

Estoy en un parque infantil de la avenida Classon, en Brooklyn, con mi hermano Malachy. Él tiene dos años, yo tengo tres. Estamos en el balancín.

Arriba, abajo, arriba, abajo.

Malachy sube.

Yo me bajo.

Malachy baja. El balancín golpea el suelo. Él chilla. Tiene la mano en la boca y hay sangre.

Ay, Dios. La sangre es mala. Mi madre me matará.

Y allí está ella, intentando correr a través del parque infantil. Su gran barriga la obliga a ir despacio.

—¿Qué has hecho? —dice—. ¿Qué le has hecho al niño?

Yo no sé qué decir. No sé qué he hecho.

Me tira de la oreja.

—Vete a casa. Vete a la cama.

¿A la cama? ¿En pleno día?

Ella me empuja hacia la entrada del parque infantil.

—Vete.

Toma a Malachy en brazos y se marcha, tambaleándose.

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