—Ay, estos pequeños yanquis. No tienen nada de tímidos. Estoy negro porque trabajo en la Fábrica de Gas de Limerick, echando paletadas de carbón y de coque en las calderas. Respiré gas venenoso en Francia y volví a Limerick para trabajar en la Fábrica de Gas. Cuando seáis mayores os hará gracia.
Malachy y yo tenemos que apartamos de la mesa para que las personas mayores puedan sentarse y tomar té. Se toman su té, pero el tío Pa Keating, que es tío mío porque está casado con la tía Aggie, levanta a Eugene y lo sienta en su regazo.
—Este muchachito está triste —dice, y hace muecas graciosas y ruidos tontos. Malachy y yo nos reímos, pero Eugene no hace más que extender la mano para tocar la negrura de la piel de Pa Keating, y cuando Pa finge que va a morder su manita, Eugene se ríe y todos los que estamos en la habitación nos reímos. Malachy se dirige a Eugene e intenta hacerle reír todavía más, pero Eugene se aparta de él y oculta el rostro en la camisa de Pa Keating—. Creo que le caigo bien —dice Pa, y en ese momento la tía Aggie deja la taza de té y rompe a llorar, buaa, buaa, buaa, y le caen grandes lagrimones por la cara roja y gorda.
—Ay, Jesús —dice la abuela—, ya está otra vez. ¿Qué te pasa ahora?
Y la tía Aggie balbucea:
—Ver a Pa allí con un niño en el regazo y yo sin esperanzas de tener uno mío.
—Deja de hablar así delante de los niños —dice la abuela con voz cortante—. ¿Es que no tienes vergüenza? Cuando Dios lo considere oportuno te enviará familia.
—Ángela ha tenido cinco —solloza la tía Aggie—, y acaba de perder uno, y ella es una inútil que no sabe fregar un suelo, y yo no tengo ninguno y sé fregar y limpiar como la que más y guisar cualquier cosa, estofado o fritura.
—Creo que me quedaré con este muchachito —dice Pa Keating, riéndose.
—No, no, no. Ése es mi hermano, ése es Eugene —dice Malachy, corriendo a su lado. Y yo digo:
—No, no, no, ése es nuestro hermano.
La tía Aggie se limpia las lágrimas de las mejillas.
—No quiero nada de Ángela —dice—. No quiero nada que sea mitad de Limerick y mitad de Irlanda del Norte, claro que no, de modo que podéis llevároslo a su casa. Tendré hijos propios algún día aunque tenga que hacer cien novenas a la Virgen María y a su santa madre Santa Ana, o aunque tenga que arrastrarme de rodillas de aquí a Lourdes.
—Basta —dice la abuela—. Os habéis comido vuestras gachas y es hora de volver a casa y de ver si vuestro padre y vuestra madre han vuelto del hospital.
Se pone el chal y va a tomar en brazos a Eugene, pero éste se agarra con tanta fuerza a la camisa de Pa Keating que ella tiene que arrancarlo a la fuerza, y él no deja de mirar a Pa hasta que salimos por la puerta.
Volvimos a nuestra habitación siguiendo a la abuela. Ella acostó a Eugene en la cama y le dio agua. Le dijo que fuera un niño bueno y que se durmiese, que su hermanito Oliver regresaría pronto a casa y volverían a jugar juntos en el suelo.
Pero él no dejaba de mirar por la ventana.
La abuela nos dijo a Malachy y a mí que podíamos sentarnos en el suelo y jugar, pero que no hiciésemos ruido, porque ella iba a rezar. Malachy se acercó a la cama y se sentó junto a Eugene y yo me senté en una silla junto a la mesa intentando leer palabras en el periódico que nos servía de mantel. En la habitación sólo se oían los susurros de Malachy, que intentaba animar a Eugene, y el murmullo de la abuela acompañado del chasquido de las cuentas de su rosario. Había tanto silencio que yo apoyé la cabeza en la mesa y me quedé dormido.
Papá me toca en el hombro.
—Vamos, Francis, tienes que ocuparte de tus hermanos pequeños.
Mamá está tendida en el borde de la cama y emite unos leves quejidos, como un pájaro. La abuela se está ciñendo el chal.
—Bajaré donde Thompson, el de la funeraria —dice—, a encargar el ataúd y el coche. Bien sabe Dios que la Conferencia de San Vicente de Paúl lo pagará, seguro que sí.
Sale por la puerta. Papá se queda de pie mirando a la pared, sobre la chimenea, golpeándose los muslos con los puños, suspirando,
och, och, och.
Papá me da miedo con su
och, och, och,
y mamá me da miedo con sus ruidos de pajarillo, y no sé qué debo hacer, aunque me pregunto si alguien encenderá el fuego en la chimenea para que podamos tomar té con pan, pues ya ha pasado mucho tiempo desde que comimos las gachas. Si papá se apartase de la chimenea yo mismo podría encender el fuego. No hace falta más que papel, unos trozos de carbón o de turba y una cerilla. No se aparta, de modo que yo intento pasar alrededor de sus piernas mientras se golpea los muslos, pero él lo nota y me pregunta por qué quiero encender el fuego. Le digo que todos tenemos hambre y él suelta una risa de loco.
—¿Hambre? —dice—.
Och,
Francis, tu hermanito Oliver ha muerto. Tu hermanita ha muerto y tu hermanito ha muerto.
Me toma en brazos y me abraza con tanta fuerza que me hace gritar. Entonces llora Malachy, llora mi madre, llora papá, lloro yo, pero Eugene se queda callado. Después, papá se sorbe las lágrimas y dice:
—Nos daremos un banquete. Vamos, Francis.
Dice a mi madre que volveremos enseguida, pero ella tiene a Malachy y a Eugene en su regazo en la cama y no levanta la vista. Me lleva por las calles de Limerick y vamos de tienda en tienda; él pide en las tiendas comida o lo que puedan dar a una familia que ha perdido a dos hijos en un año, uno en América y el otro en Limerick, y que corre peligro de perder a otros tres por falta de comida y de bebida. Casi todos los tenderos sacuden la cabeza.
—Lo acompaño en el sentimiento, pero puede dirigirse a la Conferencia de San Vicente de Paúl o a la beneficencia pública.
Papá dice que se alegra de ver que el espíritu de Cristo está vivo en Limerick y ellos le dicen que no les hace falta que vaya a hablarles de Cristo un sujeto como él, con su acento del Norte, y que debería darle vergüenza ir así con un niño a cuestas, como un vulgar mendigo, como un gitano, como un trapero.
Algunos tenderos le dan pan, patatas, latas de judías, y papá dice:
—Ahora volveremos a casa y vosotros podréis comer algo.
Pero nos encontramos con el tío Pa Keating, que dice a papá que lo acompaña en el sentimiento y le pregunta si quiere tomarse una pinta con él en la taberna de al lado.
En la taberna hay muchos hombres sentados que tienen delante grandes vasos de un líquido negro. El tío Pa Keating y papá tienen también el líquido negro. Levantan cuidadosamente los vasos y beben despacio. Les queda en los labios una sustancia blanca y cremosa, que ellos se limpian con la punta de la lengua mientras dan leves suspiros. El tío Pa pide una botella de gaseosa para mí y papá me da un trozo de pan, y ya no tengo hambre. Pero no dejo de preguntarme cuánto tiempo pasaremos allí sentados mientras Malachy y Eugene pasan hambre en casa, ahora que ya han pasado varias horas desde las gachas, que Eugene no comió siquiera.
Papá y el tío Pa se beben sus vasos de líquido negro y piden otros. El tío Pa dice:
—Frankie, esto es la pinta. Es el sostén de la vida. Es lo mejor para las madres que crían y para los que llevan destetados mucho tiempo.
Se ríe y papá sonríe y yo me río porque creo que es lo que se espera de uno cuando el tío Pa dice algo. No se ríe cuando cuenta a los otros hombres la muerte de Oliver. Los otros hombres saludan a papá levantándose las gorras.
—Lo acompaño en el sentimiento, señor, y seguro que aceptará una pinta.
Papá acepta las pintas y al poco tiempo está cantando
Roddy McCorley
y
Kevin Barry
y canciones y más canciones que yo no había oído nunca y llorando por su nena encantadora, Margaret, que murió en América, y por su chico, Oliver, que estaba muerto allá cerca, en el Hospital del Asilo Municipal. Me da miedo su modo de gritar y de cantar y pienso que me gustaría estar en casa con mis tres hermanos, no, con mis dos hermanos y con mi madre.
El hombre que está tras la barra dice a papá:
—Señor, creo que ya ha bebido bastante. Lo acompañamos en el sentimiento, pero tiene que llevar a ese niño a su casa, con su madre, que debe de estar sentada desconsolada junto al fuego.
—Una, una pinta más, sólo una, ¿eh? —dice papá.
Pero el hombre dice que no.
—Yo hice mi parte por Irlanda —dice papá mostrando el puño, y cuando el hombre sale y agarra a papá del brazo, papá intenta quitárselo de encima de un empujón.
—Vamos, Malachy —dice el tío Pa—, deja de hacer el bruto. Tienes que volver a tu casa, con Ángela. Tienes que ir a un entierro mañana, y te esperan tus hijos encantadores.
Pero papá forcejea hasta que algunos hombres lo echan a empujones al exterior oscuro. El tío Pa sale tambaleándose con la bolsa de comida.
—Vamos —dice—. Volveremos a tu habitación.
Papá quiere ir a otro sitio a tomarse una pinta, pero el tío Pa dice que no le queda dinero. Papá dice que contará sus penas a todos y que le invitarán a tomar pintas. El tío Pa dice que hacer eso es una deshonra, y papá llora en su hombro.
—Eres un buen amigo —dice al tío Pa, y vuelve a llorar hasta que el tío Pa le da palmaditas en la espalda.
—Es terrible, terrible... —dice el tío Pa—, pero lo superarás con el tiempo.
Papá se yergue y le mira a la cara.
—Jamás —dice—. Jamás.
Al día siguiente fuimos al hospital en un coche con un caballo. Metieron a Oliver en una caja blanca que .pusieron en el coche y lo llevamos al cementerio. Pusieron la caja blanca en un agujero en el suelo y la cubrieron de tierra. Mi madre y la tía Aggie lloraban; la abuela tenía cara de enfado; papá, el tío Pa Keating y el tío Pat Sheenan tenían aspecto triste pero no lloraban, y yo pensé que cuando uno es un hombre no puede llorar a no ser que se tome el líquido negro al que llaman pinta.
No me gustaban las chovas que estaban posadas en los árboles y en las lápidas y no quería dejar a Oliver con ellas. Tiré una piedra a una chova que se acercó a la tumba de Oliver, contoneándose. Papá dijo que no debía tirar piedras a las chovas, que podían ser el alma de alguien. Yo no sabía lo que era un alma, pero no se lo pregunté porque me daba igual. Oliver había muerto y yo odiaba a las chovas. Algún día sería hombre y volvería con un saco de piedras y dejaría el cementerio sembrado de chovas muertas.
La mañana siguiente al entierro de Oliver, papá fue a la oficina de empleo para firmar y para cobrar el paro de la semana, diecinueve chelines y seis peniques. Dijo que volvería a casa a mediodía, que traería carbón para encender el fuego, que comeríamos lonchas de tocino con huevos y té en recuerdo de Oliver, que incluso podría traernos uno o dos caramelos.
No había llegado a casa a mediodía, ni a la una, ni a las dos, y nosotros cocimos y comimos las pocas patatas que nos habían dado los tenderos el día anterior. No había llegado a casa cuando se puso el sol aquel día de mayo. No tuvimos noticias suyas hasta que lo oímos venir mucho más tarde de la hora de cierre de las tabernas; venía por la calle Windmill haciendo eses y cantando.
Cuando todos velan,
El Oeste duerme, el Oeste duerme.
Ay, y bien puede llorar Erin
Cuando Connacht está sumido en el sueño.
Sus lagos y llanuras sonríen, libres y hermosos,
Entre rocas la caballería que los guarda.
Cantemos «Que aprenda libertad el hombre
Del viento que ruge y el mar que azota».
Entró en la habitación a tropezones, apoyándose en la pared. Le caía de la nariz un moco, y él se lo limpió con el dorso de la mano. Intentó hablar.
—Eshtos niñosh tenían que eshtar en la cama. Eshcuchadme. Niñosh, a la cama.
Mamá le plantó cara.
—Estos niños tienen hambre. ¿Dónde está el dinero del paro? Compraremos pescado frito y patatas fritas para que no se acuesten con la tripa vacía.
Intentó meterle las manos en los bolsillos, pero él la apartó.
—Ten resfeto —dijo—. Rezpeto delante de los niñosh.
Ella forcejeó con él para registrarle los bolsillos.
—¿Dónde está el dinero? Los niños tienen hambre. Loco desgraciado, ¿te has bebido todo el dinero otra vez? Lo mismo que hacías en Brooklyn.
Él se puso a gimotear.
—Och,
pobre Ángela. Y pobrecita Margaret, y pobrecito Oliver.
Se acercó a mí tambaleándose, me abrazó y yo noté el olor a alcohol que solía notar en América. Yo tenía la cara mojada de sus lágrimas, sus babas y sus mocos, y tenía hambre, y no sabía qué decir mientras él lloraba sobre mi cabeza.
Después me soltó y abrazó a Malachy, hablando todavía de la hermanita y del hermanito que estaban fríos y bajo tierra, y de que todos teníamos que rezar y ser buenos, de que teníamos que ser obedientes y hacer lo que nos mandaba nuestra madre. Dijo que teníamos nuestros problemas pero que había llegado el momento de que Malachy y yo empezásemos a ir a la escuela, porque no hay nada como los estudios, os servirán de algo al final, y tenéis que prepararos para hacer vuestra parte por Irlanda.
Mamá dice que no puede pasar un minuto más en aquella habitación de la calle Windmill. No puede dormir con el recuerdo de Oliver en aquella habitación, Oliver en la cama, Oliver jugando en el suelo, Oliver sentad en el regazo de papá junto a la chimenea. Dice que no es bueno que Eugene esté allí, que un hermano gemelo sufre por la muerte de su hermano más todavía de lo que puede entender una madre. En la calle Hartstonge alquilan una habitación con dos camas, en lugar de la única que tenemos aquí para los seis, no, para los cinco. Vamos a alquilar esa habitación, y para asegurarse va a ir con papá el jueves a la oficina de empleo para ponerse a la cola y quedarse con el dinero del paro en cuanto se lo den a papá. Papá dice que no puede hacer eso, que sería una deshonra para él delante de los demás hombres. La oficina de empleo es un sitio para hombres, no para que las mujeres les quiten el dinero de delante de las narices.
—Lo siento por ti —dice ella—. Si no derrochases el dinero en las tabernas, yo no tendría que seguirte como hacía en Brooklyn.
Él dice que no podrá superar jamás la vergüenza. Ella dice que no le importa. Quiere esa habitación de la calle Hartstonge, una habitación bonita, caliente y cómoda, con un retrete al fondo del pasillo como el que había en Brooklyn, una habitación sin pulgas y sin esa humedad que mata. Quiere esa habitación porque está en la misma calle que la Escuela Nacional Leamy, y Malachy y yo podremos venir a casa al mediodía, que es la hora de la comida, para tomarnos una taza de té y una rebanada de pan frito.