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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (11 page)

Melissa marcó otro número.

—Oye, cariño mío —le dijo a su móvil—, voy camino de New London. Cogeré el primer tren que pase… No, no, es sólo que quiero estar con vosotros… Totalmente… Sí, totalmente… Vale, besito, besito. Os veré cuando os vea… Sí.

Fuera sonó una bocina.

—Ya está aquí el taxi —le dijo a su madre—. Muy bien, vale. Besito, besito. Adiós.

Se encajó en la chaqueta, encogiendo los hombros, agarró la bolsa y bailó un valsecito por la habitación. Al llegar a la puerta puso en general conocimiento que se iba.

—Hasta luego —dijo, casi mirando a Chip.

Éste, mientras, no sabía qué pensar, no sabía si Melissa era una persona inmensamente bien ajustada o seriamente desequilibrada. Oyó el ruido de la puerta del taxi, oyó la aceleración del motor. Se acercó a la ventana y alcanzó a vislumbrar el pelo color madera de cerezo por la ventanilla trasera de un taxi rojo y blanco. Decidió que, tras cinco años de abstinencia, había llegado la hora de comprar tabaco.

Se puso una chaqueta y cruzó grandes extensiones de asfalto sin fijarse en los peatones. Metió dinero en una ranura de una máquina a prueba de balas que había en el pequeño centro comercial.

Era la mañana del día de Acción de Gracias. Había dejado de neviscar y el sol hacía amago de asomarse. Oyó el chasquido vibrátil de unas alas de gaviota. La brisa tenía un tacto de plumas y era como si no alcanzase a tocar el suelo. Chip se sentó en una barandilla gélida y fumó y halló confortación en la inquebrantable mediocridad del comercio norteamericano, en la falta de pretensiones del equipamiento viario, de metal y plástico. El sonido seco de la boquilla de una manga de gasolina, indicando que el depósito de un automóvil ya estaba lleno: lo humilde y presto de su servicio. Y una pancarta de
La gran panzada por 99 centavos,
henchida de viento, rumbo a ninguna parte, con los cabos de nailon dando latigazos y chirriando, sujetos a un estandarte galvanizado. Y los números negros, sin serif o remate, de los precios del carburante, la superabundancia de números 9. Y las berlinas de fabricación norteamericana desplazándose por la vía de acceso a velocidades casi estacionarias, por debajo de los cincuenta. Y los gallardetes de plástico de color naranja y amarillo, tremolando por encima de los cables tensores.

—Papá ha vuelto a caerse por la escalera del sótano —dijo Enid, mientras la lluvia descendía sobre la ciudad de Nueva York—. Llevaba una caja grande de pacanas y no se agarró al pasamano y se cayó. Imagínate la cantidad de pacanas que caben en una caja de cinco kilos y medio. Había nueces hasta en el último rincón de la casa. Tuve que ponerme de rodillas y recogerlas con mis propias manos, Denise, horas y horas. Y todavía me las encuentro por ahí. Algunas son del mismo color que los grillos esos que no conseguimos eliminar. Me agacho a recoger una pacana y, zas, me salta a la cara.

Denise ordenaba los tallos del ramo de girasoles que ella misma había traído.

—¿Qué hacía papá bajando la escalera del sótano con cinco kilos y medio de pacanas en las manos?

—Buscaba algo en que poder trabajar sin levantarse del sillón. Pensaba quitarles la cáscara.

Enid se asomó por encima del hombro de Denise.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? —preguntó.

—Búscame un jarrón.

El primer aparador que abrió Enid contenía una caja de corchos de botella, y nada más.

—Lo que no entiendo es por qué nos ha invitado Chip, si no pensaba comer con nosotros.

—Lo más probable es que no tuviera previsto que lo dejasen tirado esta misma mañana —dijo Denise.

Denise siempre le hablaba a su madre en el tono de voz pertinente para hacerle saber que era estúpida. No le parecía a Enid que Denise fuera una persona cálida y generosa. Así y todo, era su hija, y Enid, unas semanas atrás, había hecho algo muy reprobable que ahora tenía absoluta necesidad de confesarle a alguien, y estaba en la esperanza de que ese alguien pudiera ser Denise.

—Gary quiere que vendamos la casa y nos vayamos a vivir a Filadelfia —dijo—. Según él, eso sería lo lógico, porque allí estáis los dos, tú y él, y Chip vive en Nueva York. Y yo le digo, mira, Gary, adoro a mis hijos, pero donde me encuentro a gusto es en St. Jude. Soy del Medio Oeste, Denise. Estaría perdida en Filadelfia. Gary quiere que solicitemos asistencia domiciliaria. No le entra en la cabeza que ya es demasiado tarde. En esas cosas no te admiten cuando ya has llegado a la situación en que se encuentra tu padre.

—Pero si papá se sigue cayendo por la escalera…

—¡Es que no se agarra al pasamanos, Denise! Se niega a aceptar que no debe subir y bajar cosas por las escaleras.

Enid encontró un jarrón en el armarito de debajo del fregadero, detrás de un rimero de fotografías enmarcadas, cuatro imágenes de cosas rosadas y con pelos, alguna chifladura artística, si no eran fotos médicas. Intentó alcanzar el jarrón sin tocar las fotos, pero hizo caer una olla para cocer espárragos que algún año le había regalado a Chip por Navidades. Cuando Denise se agachó a ver qué pasaba, a Enid le resultó imposible fingir que no había visto las fotos.

—¿Pero qué es esto? —dijo, con el ceño fruncido—. ¿Qué son estas cosas, Denise?

—¿Qué quieres decir con «estas cosas»?

—Alguna chifladura de Chip, supongo.

Denise tenía una expresión «divertida» que irritó profundamente a Enid.

—Pero está muy claro que tú si sabes lo que es.

—No, no lo sé.

—¿No lo sabes? —Enid cogió el jarrón y cerró la puerta del armarito—. Yo, desde luego, no
quiero
saberlo.

—Eso ya es completamente distinto.

En el salón, Alfred estaba reuniendo valor para sentarse en la tumbona de Chip. No hacía ni diez minutos que se había sentado en ella sin incidente digno de mención. Pero ahora, en vez de limitarse a hacerlo otra vez, se había parado a pensar. Unos días antes había caído en la cuenta de que en el centro mismo del acto de sentarse hay un momento de pérdida del control, una caída a ciegas y hacia atrás. Su excelente sillón azul de St. Jude era como un guante de béisbol de primera base, capaz de retener con suavidad cualquier objeto que se le lanzara, desde cualquier ángulo, llevase la fuerza que llevase; para eso tenía aquellos brazos de oso, para sostenerlo a él mientras efectuaba el muy importante giro a ciegas. El sillón de Chip, en cambio, era una antigualla de baja altura, y muy poco práctica. Alfred se había situado de espaldas al mueble y no acababa de decidirse, con las rodillas dobladas en el ángulo, más bien pequeño, que le toleraban sus neuropáticas pantorrillas, con las manos echadas hacia atrás, tanteando el vacío. Le daba miedo lanzarse. Y, sin embargo, había algo obsceno en eso de quedarse ahí, medio en cuclillas y temblando, algo que podía asociarse con un retrete, alguna vulnerabilidad esencial que, nada más ocurrírsele, se le antojó tan patética y degradante que, para acabar con ella de una vez, cerró los ojos y se dejó caer. Aterrizó pesadamente sobre el trasero y siguió cayendo hasta quedar de espaldas, con las rodillas levantadas por encima del resto del cuerpo.

—¿Te pasa algo, Al? —le preguntó Enid desde la cocina.

—No entiendo este sillón —dijo, pugnando por enderezarse y, al mismo tiempo, por transmitir una sensación de poderío—. ¿Qué se supone que es? ¿Un sofá?

Denise regresó al salón y puso el jarrón con los tres girasoles encima de una mesita zanquilarga que había junto a la tumbona.

—Es una especie de sofá —dijo—. Subes las piernas y ya eres un filósofo francés. Y hablas de Schopenhauer. Alfred meneó la cabeza.

—El doctor Hedgpeth te ha dicho que tienes que sentarte en sillas altas y con el respaldo recto —comunicó Enid desde la puerta de la cocina.

Dado que Alfred no manifestaba el menor interés por tales instrucciones, Enid se las repitió a Denise cuando ésta volvió a la cocina.

—Sólo sillas altas y con el respaldo recto —dijo—. Pero no hace caso. No hay quien lo saque de su sillón de cuero. Luego la emprende a gritos para que baje y lo ayude a levantarse. Pero ¿qué pasa si yo me hago daño en la espalda? Puse delante de la tele una de esas sillas antiguas con el respaldo de listones y le dije
siéntate ahí.
Pero él prefiere sentarse en su sillón de cuero, delante de la tele que tiene en el sótano, y para salir de él se deja resbalar por el asiento, hasta quedar sentado en el suelo. Luego va arrastrándose hasta la mesa de ping-pong y se apoya en ella para levantarse.

—Pues, mira, no deja de ser ingenioso —dijo Denise, mientras extraía del frigorífico una brazada de cosas para comer.


Se arrastra por el suelo,
Denise. En vez de sentarse en una silla bonita y confortable, con el respaldo recto, que es muy importante para él, como dice el médico, se dedica a arrastrarse por el suelo. Y lo primero que tendría que hacer es no pasar tanto tiempo sentado. El doctor Hedgpeth dice que su condición ya no sería tan grave sólo con que saliese e hiciese algo. O lo utilizas o lo pierdes, eso es lo que dicen todos los médicos. Dave Schumpert ha tenido diez veces más problemas de salud que papá, lleva quince años con una colostomía, y sólo le que da un pulmón, y lleva marcapasos, y mira todas las cosas que hacen Mary Beth y él. ¡Acaban de volver de las islas Fiji, de hacer submarinismo! Y Dave no anda
jamás
con quejas, pero jamás, jamás. Tú no te acordarás de Gene Grillo, claro, un viejo amigo de tu padre, de Hephaestus, que tiene un Parkinson malísimo, mucho peor que el de tu padre. Sigue en su casa de Fort Wayne, pero está en una silla de ruedas. El pobre hombre se encuentra en muy mala forma, claro, pero se
interesa
en las cosas. Ya no puede escribir, pero nos ha enviado una carta audio, en casete, una cosa muy pensada, hablando de sus nietos con todo detalle, porque los conoce, y se interesa por ellos, y también explica que se ha puesto a estudiar cambodiano, él lo llama khmer, nada más que escuchando una cinta y viendo el canal de televisión de Cambodia (Khmer, supongo) que tienen en Fort Wayne, y todo porque su hijo pequeño está casado con una cambodiana, o khmer, y los padres de ella no hablan una palabra de inglés y a Gene le apetece poder charlar con ellos un poco. ¿Te lo puedes creer? Ahí lo tienes, a Gene, en una silla de ruedas, completamente baldado, y sigue dándole vueltas a ver si puede hacer algo por los demás. Y papá, que puede andar, y escribir, y vestirse solo, no hace nada en todo el día más que estar ahí sentado.

—Está deprimido, mamá —dijo Denise sin levantar la voz, mientras cortaba el pan en rebanadas.

—Eso es lo que dicen también Gary y Caroline. Dicen que está deprimido y que deberían darle algún medicamento. Dicen que era un adicto al trabajo y que el trabajo era como una droga para él y que, ahora que ya no puede hacer nada, no le queda más que deprimirse.

—O sea: ponlo en medicación y olvídate del asunto. Una teoría comodísima.

—No seas injusta con Gary.

—No me hagas hablar de Gary y Caroline.

—Ay, jolín, Denise, manejas el cuchillo de una forma que no sé cómo todavía no te has rebanado un dedo.

Con el pico de un pan francés Denise había hecho tres pequeños vehículos con base de corteza. En uno puso rizos de mantequilla inflados como velas al viento, el otro lo cargó de trocitos de parmesano en un lecho de
ruca
triturada, y el tercero lo pavimentó de aceitunas picadas, con aceite de oliva, y cubiertas de una espesa capa de pimienta.

—Mmm, qué pinta tan estupenda —dijo Enid, tratando al mismo tiempo, con felina rapidez, de alcanzar el plato en que Denise había dispuesto las vituallas; pero el plato se le escabulló.

—Son para papá.

—Un pedacito sólo.

—Voy a hacer más para ti.

—No, no, sólo quiero un pedacito de éstos.

Pero Denise abandonó la cocina y fue a llevarle el plato a Alfred, cuyo problema existencial era el siguiente: que, a la manera de una semilla de trigo abriéndose camino para emerger de la tierra, el mundo se movía hacia delante en el tiempo añadiendo una célula tras otra a su avanzadilla, apilando momentos; y que aprehender el mundo en su momento más fresco y juvenil no implicaba garantía alguna de volver a aprehenderlo un momento más tarde. Mientras él llegaba a la conclusión de que su hija Denise le estaba ofreciendo un plato de aperitivos en el salón de su hijo Chip, el momento temporal siguiente se disponía a brotar en forma de existencia prístina y no aprehendida, dentro de la cual no cabía en modo alguno excluir, por ejemplo, la posibilidad de que su mujer, Enid, le estuviera ofreciendo un plato de excrementos en el salón de un burdel; y tan pronto como tuvo confirmado lo de Denise y los aperitivos y el salón de Chip, la avanzadilla del tiempo creó otra capa de células nuevas, obligándolo así a enfrentarse con otro nuevo mundo todavía sin aprehender; razón por la cual, en vez de agotarse jugando a pilla-pilla, cada vez se inclinaba más a pasarse los días entre las inalterables raíces históricas de las cosas.

—Para que hagas boca mientras preparo la comida —dijo Denise.

Alfred miró con ojos de agradecimiento los aperitivos, que ahora estaban fijos, más o menos al noventa por ciento, en su condición de comida, aunque de vez en cuando, en un santiamén, se convertían en otros objetos de similar forma y tamaño.

—A lo mejor te apetece un vaso de vino.

—No hace falta —dijo él.

Mientras el agradecimiento le desbordaba el corazón, y se emocionaba, sus manos entrelazadas y sus antebrazos empezaron a moverse más libremente en su regazo. Trató de encontrar algo en la habitación que no lo emocionara, algo en que descansar tranquilamente la mirada; pero resultaba que la habitación era de Chip y en ella se encontraba Denise, de modo que todos los objetos y todas las superficies —incluido el pomo de un radiador, incluido un leve desconchón en la pared, a altura de muslo— se trocaban en recordatorios de que sus hijos vivían sus vidas en mundos aparte, muy al este, llevándolo a considerar las diversas distancias que lo separaban de ellos; todo lo cual vino a empeorarle el temblor de las manos.

Que la hija cuyas atenciones más agravaban su dolencia fuera la persona por quien menos deseaba él ser visto en las garras de tal dolencia formaba parte de la lógica demoníaca que tanto contribuía a confirmarlo en el pesimismo.

—Te voy a dejar solo un momento —dijo Denise—, mientras termino en la cocina.

Él cerró los ojos y le dio las gracias. Como esperando a que escampara para salir corriendo del coche y meterse en la tienda de ultramarinos, aguardaba un claro en sus temblores para alargar la mano y comerse lo que Denise le había traído.

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