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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (12 page)

Su enfermedad era una ofensa a su sentido de la propiedad. Aquellas manos trémulas sólo le pertenecían a él y, sin embargo, se negaban a prestarle obediencia. Eran como niñas malas. Criaturas de dos años con un berrinche de sufrimiento egoísta. Cuanto más se obcecaba él en darles órdenes, menos atención le prestaban y más desdichadas se sentían y más perdían el control. Siempre había sido vulnerable a la cabezonería de los niños y su negativa a comportarse como adultos. La falta de responsabilidad y la indisciplina eran lo que más le había amargado la vida en este mundo, y no dejaba de ser otro ejemplo de lógica diabólica el hecho de que su inoportuna enfermedad consistiera precisamente en una negativa de su cuerpo a prestarle obediencia.

Si tu mano derecha te ofende, dijo Jesús, córtala y arrójala de ti.

Mientras esperaba a que escamparan los temblores —mientras observaba el modo en que sus manos se movían a saltos, como remando, sin poder domeñarlas, como si hubiera estado en una guardería llena de niños gritones y desobedientes y él hubiera perdido la voz y fuera incapaz de poner orden—, Alfred se deleitó en la fantasía de cortarse la mano con un hacha: que se enterara el miembro trasgresor de hasta qué punto estaba enfadado con él, del poco cariño que podía tenerle si seguía empeñado en la desobediencia. Le produjo una especie de éxtasis imaginar el primer impacto profundo de la hoja en el músculo y el hueso de su insultante muñeca; pero, junto con el éxtasis, en paralelo, venía la inclinación a llorar por aquella mano que le pertenecía, a quien amaba y a quien deseaba lo mejor, porque llevaba la vida entera con ella.

Estaba otra vez pensando en Chip, sin darse cuenta.

Le habría gustado saber dónde estaba Chip. Cómo se las había apañado para ahuyentar otra vez a Chip.

La voz de Denise y la voz de Enid, en la cocina, eran como una abeja grande y una abeja pequeña atrapadas entre el cristal y la malla protectora de una ventana. Y llegó su momento, el claro que había estado aguardando. Inclinándose hacia delante y sujetándose la mano de asir con la mano ociosa, agarró el bergantín con velamen de mantequilla y lo levantó del plato, sin echarlo a pique, y, a continuación, mientras daba bandazos y cabeceaba, abrió la boca y fue en su busca y acabó capturándolo. Capturado. Capturado. La corteza le hizo daño en las encías, pero se dejó todo en la boca y lo masticó con mucho cuidado, manteniendo un amplio margen de escapatoria para su torpe lengua. La suave mantequilla, fundiéndose; la femenina lenidad del trigo horneado con levadura. Había capítulos en los folletos de Hedgpeth que ni siquiera Alfred, con todo lo fatalista y todo lo disciplinado que era, conseguía leer. Capítulos dedicados a los problemas que suponía el hecho de tragar algo; a los últimos tormentos de la lengua; a la crisis definitiva de la señalización…

La traición había empezado con las señales.

La Midland Pacific Railroad, cuyo departamento de Ingeniería llevó durante los últimos diez años de su carrera (y donde las órdenes que él daba se cumplían al instante, sí, señor Lambert, inmediatamente), había mantenido la comunicación entre cientos de poblaciones pequeñas, de esas que sólo tienen un silo para el grano, al oeste de Kansas y al oeste y en el centro de Nebraska, ciudades como aquella en que se habían criado Alfred y sus compañeros de empresa —más o menos—, ciudades cuyo deterioro, en la vejez, se hacía más ostensible aún comparado con la excelente salud de que gozaban los rieles ferroviarios de la Midland Pacific que las atravesaban. La principal responsabilidad de los ferrocarriles era, claro está, frente a sus accionistas, pero sus agentes de Kansas y Missouri (incluido Mark Jamborets, asesor legal de la sociedad) convencieron al Consejo de Administración de que, dado que el ferrocarril era puro monopolio en muchas localidades del interior, estaba en el deber ciudadano de mantener el servicio en todas sus líneas y ramales. Alfred no se hacía ninguna ilusión en lo tocante al futuro económico de esos pueblos de la pradera, con una población cuyo promedio de edad rebasaba los cincuenta años, pero sí creía en el ferrocarril, tanto como odiaba los camiones, y sabía de primera mano lo que un servicio con horario significa para el orgullo cívico de la población, de qué modo contribuía a levantar el ánimo de la gente el silbido de un tren, en una mañana de febrero, a 41°N y 101°O; y en sus batallas con la Agencia de Protección del Medio Ambiente y con varios departamentos de Transporte había aprendido a apreciar a esos legisladores rurales que hay en cada estado y que pueden interceder a nuestro favor cuando necesitamos más tiempo para limpiar los tanques de aceite de desecho en los talleres de Kansas City, o cuando algún puñetero burócrata se empeña en que paguemos el cuarenta por ciento de un innecesario proyecto de eliminación de pasos a nivel en la carretera provincial H. Años después de que la Soo Line y la Great Northern y la Rock Island dejaran en la estacada a todas las poblaciones muertas o agonizantes del norte de las llanuras, la Midland Pacific seguía empeñada en prestar servicio bisemanal, o incluso quincenal, a sitios como Alvin y Pisgah Creek, New Chartres y West Centerville.

Este programa, por desgracia, no dejó de atraer sus correspondientes depredadores. A principios de los 80, cuando ya se le acercaba a Alfred la edad del retiro, la Midland Pacific tenía la reputación de ser una compañía de transporte que, a pesar de su excelente dirección y de sus exuberantes márgenes de beneficio en los recorridos de larga distancia, funcionaba con unos ingresos muy poco destacables. La Midland Pacific ya había rechazo un pretendiente indeseado cuando cayó bajo la mirada adquisitiva de Hillard y Chauncy Wroth, dos fraternales hermanos gemelos de Oak Ridge, Tennessee, que habían convertido el negocio familiar de envasado de carne en un imperio del dólar. Su compañía, el Orfic Group, integraba una cadena de hoteles, un banco en Atlanta, una petrolera y la Arkansas Southern Railroad. Los Wroth tenían la cara torva y el pelo sucio, y no se les apreciaba ningún deseo o interés que no consistiese en ganar dinero; «los saqueadores de Oak Ridge», les llamaba la prensa financiera. En un primer encuentro de tanteo, al que asistió Alfred, Chauncy Wroth no dejó un momento de llamar «papi» al consejero delegado de la Midland Pacific:
Me doy perfecta cuenta de que a ustedes esto no les parece jugar limpio, PAPI… Mira, PAPI, ¿por qué no tenéis una buena charla con vuestros abogados en este mismo momento?… Hosti, pues aquí, Hillard y yo estábamos en la idea de que lo vuestro era un negocio, PAPI, no una sociedad benéfica…
Esta especie de contrapaternalismo les funcionó bien con los sindicatos de ferroviarios, que, tras varios meses de arduas negociaciones, votaron a favor de ofrecer a los Wroth un paquete de concesiones sobre los salarios y las condiciones de trabajo por un valor de casi 200 millones de dólares; teniendo ya en la mano ese ahorro potencial, más el 27% de las acciones del ferrocarril, más una cantidad ilimitada de financiación basura, los Wroth hicieron una suculenta oferta, verdaderamente irresistible, y se quedaron con el ferrocarril. A continuación contrataron a un tal Fenton Creel, antiguo miembro de la Comisión de Carreteras de Tennessee, para llevar a cabo la fusión de la Pacific Railroad con la Arkansas Southern. Creel cerró las oficinas principales que la Pacific tenía en St. Jude, despidiendo o jubilando a un tercio de sus empleados e imponiendo a todos los demás el traslado a Little Rock.

Alfred se jubiló dos meses antes de cumplir los sesenta y cinco. Estaba en casa, viendo
Good Morning America
en su nuevo sillón azul, cuando lo llamó por teléfono Mark Jamborets, asesor legal retirado de la Midland Pacific, para darle la noticia de que un sheriff de New Chartres (pronúnciese «Charters»), Kansas, se había hecho arrestar por pegarle un tiro a un empleado de la Orfic Midland.

—El sheriff se llama Bryce Halstrom —le dijo Jamborets a Alfred—. Lo avisaron de que unos cuantos matones estaban destrozando los cables de señales de la Midland Pacific. El hombre acudió al apartadero y vio que tres individuos estaban arrancando los cables, machacando las cajas de señales y haciendo bobinas con cualquier cosa que se pareciera al cobre. Uno de ellos se ganó un balazo oficial en la cadera antes de que los otros dos lograsen hacer entender a Halstrom que trabajaban para la Midland Pacific. Los habían contratado para recuperar cobre, a sesenta centavos la libra.

—Pero si la instalación está nueva —dijo Alfred—. No hace ni tres años que repusimos todo el ramal de New Chartres.

—Los Wroth están convirtiéndolo todo en chatarra, menos las líneas principales —dijo Jamborets—. ¡Hasta el corte de Glendora! ¿No crees que la Atchison-Topeka podría hacer una oferta por todo eso?

—Pues no sé —dijo Alfred.

—Es la moral de los babtistas llevada a su punto más amargo —dijo Jamborets—. Los Wroth no pueden tolerar que nosotros no nos rigiéramos exclusivamente por el principio de la implacable obtención de beneficios. Y ahora están sembrando de sal los campos. Y, oye lo que te digo: esta gente odia todo lo que no comprende. Lo de cerrar las oficinas de St. Jude, cuando en tamaño eran el doble que las de Arkansas Southern, ha sido un castigo a St. Jude por ser el hogar de la Midland Pacific. Y Creel está castigando a localidades como New Chartres por haber formado parte de la Midland Pacific. Está sembrando de sal los campos de los pecadores financieros.

—Pues no sé —volvió a decir Alfred, con los ojos puestos en su nuevo sillón azul y la deliciosa posibilidad de sueño que le ofrecía—. Ha dejado de ser asunto mío.

Pero había trabajado treinta años para hacer de la Midland Pacific un sistema robusto, y Jamborets siguió llamándolo por teléfono y enviándole informes sobre los nuevos ultrajes que cometían los de Kansas; y todo aquello le daba muchísimo sueño. Pronto quedaron fuera de servicio prácticamente todas las líneas y ramales del sector occidental de la Midland Pacific, pero, aparentemente, Fenton Creel se contentaba con arrancar los cables de las señales y reventar las cajas. Cinco años después de la absorción, los raíles seguían en su sitio, y nadie había dispuesto de los terrenos expropiados. Sólo habían desmantelado el sistema nervioso de cobre, en un acto de vandalismo empresarial dirigido contra la propia compañía.

—Y ahora me preocupa nuestra cobertura médica —le dijo Enid a Denise—. La Orfic Midland quiere que todos los empleados de la Midland Pacific pasen a un centro de salud antes del primero de abril. No me queda más remedio que buscar uno en cuya lista haya alguno de mis médicos y de los de papá. Me están
inundando
de prospectos que sólo se diferencian unos de otros en la letra pequeña, y, francamente, Denise, no creo que pueda sacar esto adelante.

—¿Qué planes acepta Hedgpeth? —dijo Denise rápidamente, como para anticiparse a la inminente petición de ayuda.

—Bueno, aparte de sus antiguos pacientes de pago por servicio prestado, como papá, ahora está en exclusiva con el centro de salud de Dean Driblett —dijo Enid—. ¿Te he contado la fiesta que dieron en esa casa tan
maravillosa
y tan
enorme
que tiene, verdad? Dean y Trish son algo así como la pareja joven más agradable que conozco, pero, jolín, Denise, el año pasado llamé a su compañía cuando papá se cayó encima del cortador de césped, y ¿sabes lo que me pedían por cortar el césped de nuestro terrenito? ¡Cincuenta y cinco dólares a la semana! Me parece muy bien que la gente gane dinero, y encuentro
maravilloso
que Dean tenga tantísimo éxito, ya te conté lo de su viaje a París con Honey, no tengo nada contra él, pero ¡cincuenta y cinco dólares a la semana!

Denise probó la ensalada de guisantes que había preparado Chip y echó mano del aceite de oliva.

—¿Cuánto os costaría seguir con el sistema de pago por servicio prestado?

—Cientos de dólares más todos los meses, Denise. Ni uno sólo de nuestros buenos amigos está en una mutua, todos tienen pago por servicio prestado, pero nosotros no podemos permitírnoslo. Papá fue tan cauteloso en sus inversiones que menos mal que todavía tenemos un colchón protector para las urgencias. Y ésa es otra cosa que también me tiene muy, pero que muy preocupada —Enid bajó la voz—. Una de las viejas patentes de papá está empezando a dar dinero, por fin, y necesito que me aconsejes.

Salió un momento de la cocina para asegurarse de que Alfred no las oía.

—¿Cómo va eso, Alfred? —gritó.

Alfred sostenía en la mano, como acunándola, bajo la barbilla, la segunda porción de su piscolabis: el furgoncito verde. Como si tuviera apresado algún pequeño animal que bien podía volver a escapársele, al oír la llamada de Enid se limitó a mover la cabeza sin levantar los ojos.

Enid regresó a la cocina llevando su bolso.

—Por fin se le presenta la ocasión de ganar un poco de dinero,
y le da igual. Gary lo llamó por teléfono el
mes pasado y trató de convencerlo de que fuese un poco más agresivo, pero papá perdió la paciencia.

Denise se puso un poco tiesa.

—¿Qué es lo que quiere Gary que haga papá?

—Que sea un poco más agresivo, nada más. Mira, ésta es la carta.

—Mamá, esas patentes son de papá. Tienes que dejar que las gestione como a él le parezca.

Enid, por un momento, tuvo la esperanza de que el sobre que había en el fondo de su bolso fuera la carta perdida de la Axon Corporation. A veces, tanto en el bolso como en la casa, los objetos perdidos emergían de nuevo a la superficie, como por arte de magia. Pero el sobre que encontró era la carta certificada original, que nunca había estado perdida.

—Lee esto, a ver si estás de acuerdo con Gary —dijo.

Denise dejó la lata de pimienta de cayena con que había rociado la ensalada de Chip. Enid se situó junto a su hombro y volvió a leer la carta, por si no era exactamente como ella la recordaba.

Estimado Dr. Lambert:

En nombre de la Axon Corporation, sita en el número 24 de East Industrial Serpentine, Schwenksville, Pennsylvania, me pongo en contacto con usted para ofrecerle la suma global de cinco mil dólares (5.000,00$) por los derechos plenos, exclusivos e irrevocables sobre la Patente Gubernamental número 4.934.417 (
electropolimerización del gel de acetato férrico terapéutico
), de cuya licencia es usted el primero y único titular.

La dirección de Axon lamenta no poder ofrecerle a usted una suma mayor. Nuestro propio producto está en sus primeras
pruebas, y no tenemos garantía alguna de que esta inversión vaya a producir sus frutos.

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