Las correcciones (33 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

¡Cuánta misantropía y cuánta amargura! A Gary le habría encantado disfrutar siendo un hombre rico y acomodado, pero el país no se lo estaba poniendo nada fácil. A su alrededor, millones de norteamericanos con los millones recién acuñados se embarcaban en idéntica búsqueda de lo extraordinario: comprar la perfecta casa victoriana, bajar esquiando por una ladera virgen, tener trato personal con el
chef,
localizar una playa sin huellas de pisadas. Mientras, otras varias decenas de millones de jóvenes norteamericanos carecían de dinero, pero andaban en persecución del Rollo Perfecto. Y la triste verdad era que no todo el mundo podía ser extraordinario, ni todo el mundo podía estar en el rollo. Porque, entonces, ¿dónde queda lo normal y corriente? ¿Quién desempeñará la desagradecida tarea de ser una persona relativamente no enrollada?

Bueno, también seguía existiendo la ciudadanía de la Norteamérica central: los sanjudeanos con quince o veinte kilos de sobrepeso, con sus monovolúmenes y sus jerséis color pastel, con sus pegatinas de la asociación Pro Vida en el parachoques, con su pelo cortado a lo militar prusiano. Pero Gary había observado, en los últimos años, con la ansiedad acumulándosele como en un encuentro de placas tectónicas, que la gente seguía abandonando el Medio Oeste, camino de las costas más enrolladas. (Ni que decir tiene que él mismo era parte de ese éxodo, pero él se había escapado antes y, francamente, llegar primero tiene sus privilegios). Al mismo tiempo, y de pronto, todos los restaurantes de St. Jude se estaban adaptando a la marcha europea (de pronto, las señoras de la limpieza entendían de tomates secos y los criadores de puercos sabían distinguir una
crême brulée
), y los tenderos del centro comercial de cerca de casa de sus padres habían adquirido un aire de autosuficiencia descorazonadoramente similar al suyo, y los productos electrónicos de consumo que se vendían en St. Jude eran tan potentes y tan enrollados como los de Chestnut Hill. A Gary le habría parecido muy bien que se prohibiese de ahora en adelante cualquier intento de emigración a la periferia y que se fomentara entre los habitantes del Medio Oeste el regreso al consumo de empanadillas y al uso de prendas sin gracia alguna y a la práctica de los juegos de mesa, para hacer así posible la preservación de una reserva nacional de gente fuera de onda, de gente de gordillo y sin gusto, para que los privilegiados, como él, pudieran sostenerse a perpetuidad en su sensación de seres extremadamente civilizados.

Pero ya está bien, se dijo. El deseo demasiado arrasador de ser especial, de erigirse en monarca absoluto de la superioridad, venía a constituir, también, una Señal de Aviso de la Depresión Clínica.

Y, además, Mister Doce Mil Acciones de la Exxon no lo estaba mirando a él. Estaba mirándole las desnudas piernas a Denise.

—Los hilos de polímero —explicaba Eberle— se asocian quimiotácticamente con las vías neuronales activas, facilitando así la descarga del potencial eléctrico. Aún no entendemos completamente el mecanismo, pero su efecto consiste en hacer más fácil y más placentera cualquier actividad que el paciente esté llevando a cabo y desee repetir o prolongar. Lograr este efecto, aunque fuera de modo transitorio, ya sería un interesantísimo éxito clínico. Y, sin embargo, aquí en Axon hemos descubierto el modo de hacerlo permanente.

—Observen ustedes —ronroneó el pregonero.

5. ¡Ahora le toca a usted trabajar un rato!

Mientras un ser humano de dibujos animados temblorosamente se llevaba una taza a los labios, determinadas vías neuronales, también temblorosas, se iluminaban en el interior de su dibujada cabeza. Luego, el dibujo bebió electrolitos Corecktall, se puso un casco Eberle y volvió a levantar la taza. Pequeños microtúbulos en crecimiento se arremolinaron hacia las vías activas, que empezaron a arder de luz y de vigor. Entonces, firme como una roca, la mano del dibujo volvió a colocar la taza en el plato.

—Tenemos que inscribir a papá para que le hagan una prueba —susurró Denise.

—¿Qué quieres decir? —dijo Gary.

—Bueno, esto es para el Parkinson. Podría venirle bien.

Gary suspiró como una rueda perdiendo aire. ¿Cómo podía ser que una idea tan increíblemente obvia no se le hubiera ocurrido a él? Se avergonzó de sí mismo y, a la vez, oscuramente, se sintió molesto con Denise. Orientó su blanda sonrisa hacia la pantalla como si no la hubiera oído.

—Una vez identificadas y estimuladas las vías —dijo Eberle—, no estamos sino a un paso de la corrección morfológica propiamente dicha. Y aquí, como en toda la medicina de hoy en día,
el secreto está en los genes.

6. ¿Recuerda las píldoras que tomó el mes pasado?

Tres días antes, el viernes por la tarde, Gary por fin había conseguido que en la Hevy & Hodapp le pusieran con Pudge Portleigh. Éste parecía tener muchísima prisa cuando se puso al teléfono.

—Gare, perdona, es delirante lo de esta casa —dijo Portleigh—, pero, óyeme, amigo mío, sí que he podido comentar con Daffy Anderson tu solicitud. Y Daffy dice que por supuesto, que no hay ningún problema en asignar quinientas acciones a un buen cliente que trabaja en el CenTrust. Así que de acuerdo, amigo mío, ¿quedamos así?

—No —respondió Gary—: dijimos cinco mil, no quinientas.

Portleigh guardó silencio durante unos segundos.

—Mierda, Gare. Qué mal nos entendimos. Yo me había quedado en la idea de que eran quinientas.

—Me lo repetiste. Dijiste cinco mil. Dijiste que lo estabas apuntando.

—Refréscamelo un poco. ¿Es por tu cuenta o por cuenta del CenTrust?

—Por mi cuenta.

—Pues mira, Gare, vamos a hacer lo siguiente. Llama tú mismo a Daffy, explícale la situación, el malentendido, y a ver si puede arañarte otras quinientas. Yo te respaldo. Al fin y al cabo ha sido culpa mía, no tenía ni idea de la temperatura que iba a alcanzar esto. Pero tienes que comprenderlo, Daffy le está quitando la comida de la boca a otro, para dártela a ti. Es el Canal de la Naturaleza, Gare: un montón de pajaritos con el pico abierto de par en par. ¡A mí, a mí, a mí! Te puedo respaldar para otras quinientas, pero tú tienes que poner el pío-pío. ¿De acuerdo, amigo mío? ¿Quedamos así?

—No, Pudge, no quedamos así —dijo Gary—. ¿Te acuerdas de cómo te saqué de encima veinte mil acciones refinanciadas de Adelson Lee? ¿Recuerdas también…?

—Gare, Gare, no me hagas esto —dijo Pudge—. Soy consciente de ello. ¿Cómo voy a haber olvidado Adelson Lee? Joder, por favor, si es que no se me quita de la cabeza ni un solo minuto. Lo que trato de decirte es que quinientas acciones de la Axon, para mí, pueden parecer un desaire, pero créeme que no lo son. Es lo más que Daffy va a poder darte.

—Qué ráfaga de honradez tan refrescante —dijo Gary—. Ahora vuelve a contarme que te habías olvidado de que eran cinco mil.

—De acuerdo, soy un gilipollas. Gracias por decírmelo. Pero no puedo conseguirte más de mil sin acudir a lo más alto. Si quieres cinco mil, Daffy necesitará una orden directa de Dick Hevy en ese sentido. Y ya que me mencionas Adelson Lee, Dick no dejará de recordarme que CoreStates se quedó con cuarenta mil, First Delaware con treinta mil, TIAA-CREF con cincuenta mil, y así sucesivamente. El cálculo es tan crudo como eso, Gare. Tú nos ayudaste hasta veinte mil, nosotros te ayudamos hasta quinientas. Entiéndeme, puedo intentarlo con Dick, si quieres. Seguramente, puedo sacarle otras quinientas a Daffy, sólo con decirle que nunca habrías adivinado lo que le resplandecía la cabeza antes, viéndolo ahora. Uf. El milagro del crecepelo Rogaine. Pero, básicamente, éste es el típico asunto en el que a Daffy le gusta hacer de Santa Claus. Él sabe si has sido bueno o no has sido bueno. Él sabe, sobre todo, para quién trabajas. Si te he de ser franco, para obtener el trato que solicitas lo único que tienes que hacer es multiplicar por tres el tamaño de tu compañía.

Anda que no contaba el tamaño. Si no le prometía la futura compra de unos cuantos fiascos estrepitosos con el dinero de la CenTrust (y eso bien podía costarle el puesto), Gary no tenía ningún otro argumento que le permitiera negociar con Pudge Portleigh. No obstante, aún le quedaba un argumento
moral,
es decir: el hecho de que la Axon hubiera pagado la patente de Alfred muy por debajo de su verdadero valor. Ahí tendido en la cama, con los ojos de par en par, estuvo rumiando el texto del muy claro y muy ponderado discurso que pensaba soltarle al alto mando de Axon esa misma tarde:
Quiero que me miren ustedes a los ojos y que me digan si la oferta hecha a mi padre era justa y razonable. Mi padre tuvo razones personales para aceptarla; pero sé lo que hicieron ustedes. ¿Me comprenden? Yo
no soy un anciano del Medio Oeste. Sé lo que hicieron ustedes. Y se darán ustedes cuenta, supongo, de que no pienso salir de este despacho sin llevarme un compromiso en firme por cinco mil acciones. Podría reclamarles también que pidieran perdón. Pero me limito a proponerles una sencilla transacción entre personas hechas y derechas. Que, por cierto, les ha costado a ustedes nada. Cero. Rien. Niente.

—¡Sinaptogénesis! —exclamó, exultante, el pregonero, en el vídeo de la Axon.

7. ¡No, no es un libro de la Biblia!

Los inversores profesionales del Salón B se reían muchísimo.

—¿No será una farsa todo esto? —le preguntó Denise a Gary.

—¿Iban a comprar la patente de papá para montar una farsa? —dijo Gary.

Ella negó con la cabeza.

—Lo que han conseguido es que me vengan ganas, no sé, de volverme a la cama.

Gary lo comprendió. Llevaba tres semanas sin dormir una noche entera. Su ritmo circadiano estaba desfasado en unos 180 grados, se pasaba las noches con las revoluciones a tope y el día con los ojos llenos de arenilla, y cada vez le resultaba más arduo seguir en el convencimiento de que aquel problema no era neuroquímico, sino personal.

¡Qué bien había hecho, durante todos estos meses, en ocultarle a Caroline las muy numerosas Señales de Aviso! ¡Qué atinada su intuición de que el déficit putativo del Neurofactor 3 minaría la legitimidad de sus argumentos morales! Caroline podía camuflar ahora su animosidad hacia él so capa de «preocupación» por su «salud». Sus fuerzas almacenadas para la guerra doméstica convencional no eran rival para semejante armamento biológico. Él había efectuado un cruel ataque contra la
persona
de ella. Ella había efectuado un heroico ataque contra la
enfermedad
de él.

Apoyándose en tal ventaja estratégica, Caroline había efectuado a continuación toda una serie de brillantes movimientos tácticos. Gary, al trazar sus planes de batalla para el primer fin de semana completo de hostilidades, había dado por sentado que Caroline se pondría a dar vueltas en torno a las carretas, como había hecho la semana anterior; había dado por sentado que se pondría a retozar a su alrededor como una adolescente, con Aaron y con Caleb, incitándolos a burlarse de su pobre y muy despistado padre. De modo que el jueves por la noche Gary le tendió una emboscada. Propuso, como si acabara de ocurrírsele, que Aaron, Caleb y él fuesen a hacer mountain-bike a los montes Poconos el domingo, saliendo al alba para una larga jornada de estrechamiento de vínculos al modo viril, sin que Caroline pudiera participar, porque
le dolía la espalda.

Caroline dio réplica a este movimiento respaldando con todo entusiasmo la propuesta, instando a Caleb y Aaron
a que fueran con su padre y lo pasaran estupendamente.
Puso especial énfasis en esta última frase, dando lugar a que Aaron y Caleb saltaran y, como si lo hubieran ensayado antes, dijesen: «¡Mountain-bike, sí, papá, estupendo!» Y, de pronto, Gary se dio cuenta de lo que estaba pasando. Se dio cuenta de por qué Aaron, el lunes por la noche, había venido por su cuenta a pedirle perdón por haberlo llamado «horrible», y de por qué Caleb, el martes, por primera vez en meses, lo había invitado a jugar al futbolín, y de por qué Jonah, el miércoles, le había traído, sin previa solicitación por parte de Gary, en una bandejita con el borde de corcho, un segundo martini preparado por Caroline. Comprendió por qué sus hijos se habían vuelto agradables y solícitos:
porque Caroline les había dicho que su padre estaba luchando por superar una depresión clínica.
¡Qué estratagema! Y no dudó ni por un segundo de que aquello fuese una estratagema, de que la «preocupación» de Caroline fuese puro fingimiento, táctica guerrera, un modo de no tener que pasar las vacaciones de Navidad en St. lude, porque en sus ojos seguía sin percibirse el más leve vestigio de calor y afecto por Gary.

—¿Les has dicho a los chicos que estoy deprimido? —le preguntó Gary en la oscuridad, desde una lejana orilla de su vastísima cama—. ¿Caroline? ¿Les has mentido sobre mi condición mental? ¿Es por eso por lo que todo el mundo se ha vuelto tan amable de repente?

—Mira, Gary —dijo ella—: están siendo simpáticos porque quieren que los lleves a hacer mountain-bike a los Poconos.

—Hay algo en todo esto que no me huele nada bien.

—¿Sabes que te estás poniendo cada vez más
paranoide?

—¡Joder, joder, joder!

—Es espantoso, Gary.

—¡Me estás jodiendo la cabeza! Y no hay nada más bajuno que eso. No viene en los libros ningún truco más sucio que ése.

—Por favor, escúchate.

—Contesta a mi pregunta —dijo él—. ¿Les has dicho que estoy «deprimido», que estoy «pasando una mala racha»?

—Bueno, ¿acaso no es verdad?

—Contesta mi pregunta.

No contestó la pregunta. No dijo ni una palabra más aquella noche, por más que él se pasara media hora repitiéndole la pregunta, con pausas de un par de minutos, para darle tiempo a contestar, pero sin obtener respuesta.

Cuando llegó la mañana de la excursión en bicicleta, estaba tan destrozado por la falta de sueño, que su única ambición estribaba en mantenerse en funcionamiento. Cargó las tres bicicletas en el muy amplio y muy seguro Ford Stomper de Caroline, hizo dos horas conduciendo, descargó las bicicletas y pedaleó un kilómetro detrás de otro por unas trochas terribles. Los chicos iban muy por delante de él. Cuando consiguió alcanzarlos, ellos ya habían descansado y querían seguir adelante. No fueron nada expresivos, pero sí que tenían cara de expectativa amistosa, como animando a Gary a que confesase algo. Pero la situación de éste, desde el punto de vista neuroquímico, era algo acuciante; lo único que se le ocurría decirles era «vamos a comernos los bocadillos» o «subimos la última cuesta y nos volvemos». Al atardecer volvió a cargar las bicis en el Stomper, volvió a hacerse dos horas conduciendo, y volvió a descargar las bicicletas en un acceso de anhedonia.

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