Las correcciones (34 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Caroline salió de la casa para contarles a los chicos mayores lo muchísimo que se habían divertido Jonah y ella durante su ausencia y para declararse conversa de los libros de Narnia. De modo que Jonah y ella se pasaron el resto de la velada hablando de «Aslan» y «Cair Paravel» y «Reepicheep», y de la chatería infantil sobre Narnia que habían localizado en Internet, y del sitio de C.S. Lewis, que tenía unos juegos en línea mazo molones y un verdadero cargamento de productos Narnia que encargar.

—Hay un CD-Rom de
El príncipe Caspian
—le dijo Jonah a Gary—, y tengo muchísimas ganas de jugar con él.

—Parece un juego muy interesante y muy bien diseñado —dijo Caroline—. Le enseñé a Jonah cómo pedirlo.

—Hay un Armario —dijo Jonah—. Y pinchas con el ratón y entras en Narnia por el armario. ¡Y la cantidad de cosas molonas que tiene dentro!

Qué profundo el alivio de Gary, a la mañana siguiente, cuando, a trancas y barrancas, como un yate desaparejado por la tormenta, atracó en el puerto seguro de su trabajo cotidiano. Allí, lo único que tenía que hacer era repararse como mejor supiera, mantener el rumbo,
no estar deprimido.
A pesar de las graves pérdidas sufridas, seguía confiando en la victoria. El día en que Caroline y él tuvieron la primera pelea, veinte años atrás, cuando se encerró en su apartamento y se puso a ver un partido de los Phillies de Filadelfia, pero más pendiente del timbre del teléfono que de ninguna otra cosa, ya le quedó claro que en el corazón de tictac que tenía Caroline había un fondo de desesperada inseguridad. Si él le retiraba su amor, ella, tarde o temprano, venía a golpear con los puñitos en su pecho, dejando que se saliera con la suya.

Pero Caroline no daba ninguna muestra de debilidad, esta vez. Más tarde, esa misma noche, con Gary incapaz de cerrar los ojos —no digamos dormir—, por el alucine y la rabia, Caroline se negó cortés pero firmemente a pelear con él. Fue especialmente coriácea en su negativa a tratar el asunto de las Navidades. Dijo que oír a Gary hablar sobre ello era como ver a un alcohólico bebiendo.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Gary—. Dime qué es lo que necesitas oír de mí.

—Lo que necesito es que te responsabilices de tu salud mental.

—¡Por Dios, Caroline! Mal, mal, mal, mal.

Entretanto, Discordia, la diosa de la vida conyugal, había estado haciendo de las suyas en la industria aeronáutica. Apareció en el
Inquirer
un anuncio a toda página con una irresistible oferta de las Midland Airlines en que se incluía un vuelo de ida y vuelta Filadelfia-St. Jude por 198 dólares. Sólo quedaban excluidas cuatro fechas de finales de diciembre; alargando un día la estancia, Gary podía llevarse a toda su familia a St. Jude (¡sin escalas!) por menos de mil dólares. Pidió a su agencia de viajes que le reservara cinco billetes y se dedicó a renovar la opción todos los días. Finalmente, en la mañana del viernes a cuyas 24:00 caducaba la oferta, puso en conocimiento de Caroline que iba a comprar los billetes. En cumplimiento de su estrategia de Navidades No, Caroline se volvió hacia Aaron y le preguntó si había preparado su examen de español. Desde su despacho de la CenTrust, llevado por un verdadero espíritu de trinchera, Gary llamó a la agencia de viajes y confirmó la compra. Luego llamó a su médico y le pidió que le recetara, sólo para unos cuantos días, unas píldoras para dormir algo más fuertes que las que se despachaban sin receta. El Dr. Pierce le contestó que las píldoras para dormir no le parecían muy buena idea. Caroline le había dicho que Gary quizá sufriera de depresión, y las píldoras para dormir, desde luego, no le iban a ser de gran ayuda al respecto. Lo mejor era que Gary se pasase por la consulta, para charlar un rato sobre su condición psíquica.

Por un momento, tras haber colgado el teléfono, Gary se permitió imaginar que estaba divorciado. Pero tres retratos mentales de sus hijos, resplandecientes e idealizados, seguidos de una bandada de miedos económicos que se abatieron sobre él como murciélagos, le apartaron la idea de la cabeza.

El sábado por la noche estaban invitados a cenar, y Gary aprovechó para registrar el botiquín de sus amigos Drew y Jamie, con la esperanza de encontrar un frasco de algo parecido al Valium, pero no hubo esa suerte.

Ayer lo había llamado Denise, insistiendo, con una dureza de muy mal agüero, en que comieran juntos. Le dijo que el sábado anterior había estado con Enid y Alfred en Nueva York. Le dijo que Chip y su novia habían roto delante de ella y que luego se habían desvanecido.

Gary, despierto en la cama, estuvo preguntándose si era a ese tipo de proezas al que se refería Denise en su afirmación de que Chip era un hombre «lo suficientemente honrado» como para decir a los demás lo que podía y lo que no podía «tolerar».

—Las células están genéticamente programadas para liberar un factor de crecimiento neuronal sólo cuando son activadas localmente —dijo el videofacsímil de Eberle, muy contento.

Una atractiva y joven modelo, con un Casco Eberle encajado en la cabeza, fue atada mediante correas a una máquina que iba a reeducarle el cerebro, de modo que éste pudiera transmitir a sus piernas las instrucciones necesarias para andar.

Una modelo con cara de antipática y los ojos preñados de misantropía y amargura se alzaba las comisuras de los labios con los dedos, mientras una animación inserta mostraba, en el interior de su cerebro, un florecimiento de dendritas y una proliferación de nuevos enlaces sinápticos. Transcurrido un momento, la modelo ya lograba esbozar una sonrisa sin ayudarse con los dedos. Y, transcurrido otro momento, su sonrisa era ya deslumbrante.

¡Corecktall es el futuro!

—La Axon Corporation tiene la fortuna de poseer cinco patentes nacionales que cubren todo el programa de esta potente plataforma tecnológica —le contó Eberle a la cámara—. Estas patentes, junto con otras ocho que tenemos en procedimiento de registro, levantan un infranqueable muro protector en torno a los ciento cincuenta millones de dólares que llevamos invertidos hasta la fecha en investigación y desarrollo. Axon es, sin discusión, el líder mundial del sector. Tenemos un historial de seis años de movimientos de efectivo en números negros y una corriente de ingresos que el año que viene, según nuestras expectativas, alcanzará el tope de los ochenta millones de dólares. Nuestros inversores potenciales pueden estar seguros de que cada centavo de cada dólar que obtengamos el próximo 15 de diciembre se invertirá en el desarrollo de esta producto maravilloso, que tantas posibilidades tiene de entrar en la Historia.

—¡Corecktall es el futuro! —dijo Eberle.

—¡Es el futuro! —entonó el pregonero.

—¡Es el futuro! —coreó la muchedumbre de guapos y guapas estudiantes con gafas de empollón.

—Y a mí que me gustaba el pasado —dijo Denise, levantando su botella de medio litro de agua de importación, cortesía de la casa.

Para el gusto de Gary, en el Salón B había demasiada gente respirando el mismo aire. Algún problema de ventilación. Cuando las luces recuperaron su pleno esplendor, silenciosos camareros se abrieron en abanico por entre las mesas, llevando las entradas del almuerzo con sus correspondientes calientaplatos.

—Déjame adivinar. En primer lugar, apuesto por salmón —dijo Denise—. No, no en primer lugar: sólo salmón.

Tres figuras que a Gary, sorprendentemente, le recordaron su luna de miel en Italia, se levantaron de sus sillones de tertulia televisiva y ocuparon la delantera del estrado. Caroline y Gary habían visitado una catedral de la Toscana, quizá la de Siena, en cuyo museo había grandes estatuas medievales de santos que previamente estuvieron en el techo de la catedral, todos ellos con la mano levantada, como un candidato presidencial, y todos ellos con una sonrisa de
certeza
en la cara.

El de más edad de los tres beatíficos saludadores, un hombre de rostro sonrosado y gafas sin montura, extendió una mano como para bendecir a la multitud.

—¡Muy bien! —dijo—. ¡Hola a todo el mundo! Me llamo Joe Prager y soy quien lleva la firma de acuerdos y contratos en el bufete Bragg Knutter. A mi izquierda ven ustedes a Merilee Finch, Consejera Delegada de Axon, y a mi derecha se encuentra una persona muy importante, Daffy Anderson, director de contratación de Hevy & Hodapp. Esperábamos que el propio Ricitos se dignara hacernos una visita hoy, pero en este momento es el hombre de moda, y le están haciendo una entrevista en la CNN ahora mismo, mientras hablamos. De modo que permítanme ustedes hacerles unas cuantas advertencias previas, aviso-aviso-aviso, para luego ceder la palabra a Daffy y Merilee.

—¡Eh, Kelsey, chico, dime algo! —gritó el joven vecino de Gary.

—Advertencia Número Uno —dijo Prager—. Por favor, tomen ustedes nota, y lo digo con todo énfasis, de que los resultados obtenidos por Ricitos son todavía de carácter extremadamente preliminar. Todo esto es Investigación en Fase Uno, amigos. ¿Me oyen bien todos? ¿Los del fondo también?

Prager estiró el cuello y agitó ambas manos en dirección a las mesas más remotas, entre ellas la de Gary.

—Las cartas boca arriba. Esto es Investigación en Fase Uno. Axon todavía no tiene, ni en modo alguno pretende hacerles creer a ustedes que la tiene, la correspondiente autorización de la Food and Drug Administration para hacer pruebas en la Fase Dos. Y ¿qué viene después de la Fase Dos? ¡La Fase Tres! ¿Y después de la Fase Tres? Un proceso de revisión en varios niveles que bien puede retrasar hasta tres años el lanzamiento del producto. En esas estamos, amigos, lo que tenemos entre manos es un conjunto de resultados clínicos
extremadamente interesantes,
pero también
extremadamente preliminares.
De modo que
caveat emptor,
tenga cuidado el comprador. ¿De acuerdo? Aviso-aviso-aviso. ¿De acuerdo?

Prager hacía esfuerzos por mantenerse serio. Merilee Finch y Daffy Anderson lucían sendas sonrisas hacia dentro, como si también ellos tuvieran algún secreto o alguna religión culpable.

—Advertencia Número Dos —dijo Prager—. Una presentación inspiradora, en vídeo, no es una propuesta formal. Las declaraciones que va a hacernos hoy Daffy, lo mismo que las de Merilee, son improvisadas y, por consiguiente, no han de considerarse formales…

El camarero descendió sobre la mesa de Gary y le puso delante un plato de salmón sobre lecho de lentejas. Denise rechazó su primer plato con un gesto de la mano.

—¿No vas a comer nada? —le susurró Gary.

Ella dijo que no con la cabeza.

—Denise. Por favor —se sentía herido, inexplicablemente—. ¿No vas a ser capaz ni de comer dos bocados en mi compañía?

Denise lo miró a la cara con expresión indiscernible.

—Tengo el estómago un poco revuelto.

—¿Quieres que nos marchemos?

—No. Lo único que quiero es no comer.

Denise seguía muy guapa, a sus treinta y dos años, pero las largas horas delante del fogón empezaban ya a recocerle el cutis, convirtiéndole el rostro en una especie de máscara de terracota que ponía a Gary un poco más nervioso cada vez que la veía. Era su hermana pequeña, a fin de cuentas. Sus años de fertilidad y sus posibilidades de contraer matrimonio iban pasando con una presteza de la que él era muy consciente, aunque no ella, o al menos eso sospechaba Gary. Su trayectoria se le antojaba como una especie de hechizo bajo cuya influencia Denise trabajaba dieciséis horas diarias y renunciaba a toda vida social. Gary tenía miedo —y, en su calidad de hermano mayor, reivindicaba el derecho a tener ese miedo— de que para cuando Denise despertara del hechizo ya sería demasiado mayor para crear una familia.

Se comió rápidamente su salmón, mientras ella bebía agua de importación.

En el estrado, la Consejera Delegada de la Axon, una rubia de cuarenta y tantos años, con la inteligente pugnacidad de un rector de
college,
hablaba de efectos secundarios.

—Aparte del dolor de cabeza y las náuseas, que no pueden considerarse una sorpresa —decía Merilee Finch—, aún no hemos detectado ninguno. Recuerden ustedes que nuestra tecnología básica lleva usándose por doquier desde hace varios años, sin que haya datos de ningún efecto pernicioso significativo.

Finch señaló hacia la sala.

—¿Sí, el del Armani gris?

—¿Es Corecktall el nombre de un laxante?

—Bueno, sí —dijo Finch, afirmando briosamente con la cabeza—. No se escribe igual, pero sí. Ricitos y yo pensamos unos diez mil nombres, más o menos, hasta que nos dimos cuenta de que el nombre no tiene importancia alguna para un enfermo de Alzheimer, ni para una víctima del Parkinson, ni para el individuo que padece depresiones generalizadas. Podíamos ponerle Carcino-Amianto y la gente seguiría echando las puertas abajo para conseguirlo. La gran visión de Ricitos en este punto, la razón de que no le importen los chistecitos marrones que puedan hacerse a costa del nombre, es que dentro de veinte años no va a quedar ni una sola prisión en Estados Unidos, gracias a este proceso. De veras, sin exagerar un ápice, vivimos en la era de los grandes hallazgos médicos. Por supuesto que hay terapias competitivas para el tratamiento del Alzheimer y el Parkinson. Puede que alguna de estas terapias se ponga a disposición de los enfermos antes que Corecktall. Así que para la mayor parte de los desórdenes cerebrales, nuestro producto sólo será un arma más de la panoplia. La mejor arma, con toda certeza, pero una entre muchas. Por otra parte, si entramos en el campo de la patología social, el cerebro del delincuente, ahí ya yo hay ninguna otra opción. Es a elegir: o Corecktall, o la cárcel. De modo que el nombre es premonitorio. Lo que estamos reivindicando es un hemisferio completamente nuevo. Aquí es como si estuviéramos plantando el pendón de Castilla en la playa.

Hubo un murmullo en una mesa distante, ocupada por un contingente de tweed, con aspecto de andar por casa, quizá gerentes de fondos sindicales, tal vez el equipo de inversiones hipotecarias de Penn o de Temple. Una mujer con pinta de cigüeña se levantó de su asiento y gritó:

—¿Cuál es la idea? ¿Reprogramar a los reincidentes, para que les guste darle a la escoba?

—Está dentro del ámbito de lo factible, sí —dijo Finch—. Esa sería una cura potencial, aunque seguramente no la mejor posible.

La derramasolaces no podía creérselo.

—¿Cómo que no es la mejor posible? ¡Es una auténtica pesadilla ética!

—Muy bien, esto es un país libre, invierta usted en energías alternativas —dijo Finch, buscando la carcajada del público, porque la mayor parte de los invitados se ponía a favor de la buena mujer—. Compre reservas geotérmicas baratitas. Compre futuribles de electricidad solar, muy baratos, muy correctos. El siguiente, por favor. ¿El de la camisa rosa?

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