Las correcciones (55 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Se sentía con fuerzas. Desde el comedor Kierkegaard recorrió a grandes zancadas, dando bandazos, el pasillo enmoquetado de rojo que antes le había brindado cómodo arrimo, pero que esta mañana parecía todo negocio, ni H ni M a la vista, sólo salones y boutiques y el Cine Ingmar Bergman. El problema era que ya no se podía confiar en que este sistema nervioso ponderase adecuadamente su necesidad de ir al servicio. De noche, la solución estaba en ponerse unos pañales. De día, la solución estaba en visitar el cuarto de baño a cada hora y llevar siempre su viejo impermeable negro, por si ocurría algún accidente y había que taparlo. El impermeable poseía la virtud añadida de ofender la sensibilidad romántica de Enid, y sus paradas horarias poseían la virtud añadida de conferir estructura a su existencia. Su única ambición, ahora, era que no se le dispersase todo — que el océano de los terrores nocturnos no echase abajo el último mamparo.

Una muchedumbre de mujeres apiñadas fluía hacia el Salón Calzaslargas. Un poderoso remolino de la corriente introdujo a Alfred en un pasillo donde se alineaban los camarotes de los conferenciantes y animadores de abordo. Desde el fondo de ese corredor, un servicio de caballeros le hacía señas.

Un oficial con charreteras estaba utilizando uno de los dos urinarios. Temeroso de no estar a la altura de las circunstancias si se sentía observado, Alfred se metió en uno de los excusados y echó el cerrojo y se encontró cara a cara con una taza llena de porquería hasta los bordes y que, afortunadamente, no decía una sola palabra: se limitaba a apestar. Salió y probó suerte en el compartimiento contiguo, pero en éste sí que había algo escurriéndose por el suelo, quizá un mierda móvil buscando dónde esconderse, y no se atrevió a entrar. Mientras, el oficial había pulsado la descarga de agua y se había situado de espaldas al urinario. Alfred identificó sus mejillas azules y sus gafas tintadas de rosa y sus labios color partes pudendas. Colgando de su cremallera aún abierta había un palmo, o más, de tubo moreno y fláccido. Una sonrisa amarilla se abrió entre sus mejillas azules. Y dijo:

—Le he dejado un pequeño tesoro encima de la cama, señor Lambert. En compensación por el que me llevé.

Alfred salió de los servicios dando tumbos y subió a toda prisa por unas escaleras, cada vez más alto, siete tramos, hasta llegar a la Cubierta Deportiva, al aire libre. Allí encontró un banco al cálido sol. Se sacó del bolsillo del impermeable un mapa de las provincias marítimas de Canadá y trató de concentrarse en unas coordenadas, de identificar algún punto de referencia.

Junto a la barandilla había tres viejos con parkas Gore-Tex. Sus voces resultaban inaudibles un momento y, en seguida, perfectamente claras. Había bolsillos en la masa fluida del viento, al parecer: pequeños espacios de calma por entre los cuales lograba colarse alguna que otra frase.

—Hay un señor con un mapa —dijo uno.

Se acercó a Alfred con la expresión de felicidad característica de todos los hombres del mundo, menos Alfred.

—Perdóneme, señor. En su opinión, ¿qué es eso que vemos a la izquierda?

—La península de Gaspé —replicó Alfred, muy convencido—. Al terminar la curvatura debería aparecer una población de buen tamaño.

—Muchas gracias.

El hombre se reintegró a su grupo. Como si les hubiera importado enormemente la localización del buque, como si, en principio, sólo hubieran subido a la Cubierta Deportiva en busca de tal información, los tres iniciaron inmediatamente el descenso hacia la cubierta inferior, dejando solo a Alfred en la cima del mundo.

El cielo protector era más tenue en este país de aguas septentrionales. Las nubes corrían en rebaños parecidos a surcos, deslizándose a lo largo de la cúpula cerrada del cielo, que estaba muy bajo. Aquí anda uno por las cercanías de la última Thule. Los objetos verdes tenían coronas rojas. En los bosques que se extendían al oeste, hasta los límites de la visibilidad, igual que en la carrera sin sentido de las nubes, igual que en la cerúlea claridad, nada local había.

Qué extraño vislumbrar el infinito precisamente en esta curva finita, lo eterno precisamente en lo estacional.

Alfred había reconocido en el hombre de las mejillas azules al hombre de Señalización, la traición hecha carne. Pero el hombre de las mejillas azules de Señalización en modo alguno habría podido permitirse un crucero de lujo, y ese dato lo tenía preocupado. El hombre de las mejillas azules procedía del lejano pasado, pero andaba y hablaba en el presente, y la mierda era una criatura de la noche, y no por ello dejaba de deambular por ahí a plena luz, y ese dato lo tenía preocupadísimo.

Según decía Ted Roth, los agujeros de la capa de ozono empezaban en los polos. Fue durante la larga noche ártica cuando la cáscara protectora de la Tierra empezó a debilitarse, pero, una vez perforado el cascarón, el daño fue extendiéndose, hasta alcanzar incluso los soleados trópicos —incluso el ecuador—; y pronto dejaría de haber un solo lugar seguro en todo el globo.

Entretanto, un observatorio de las regiones más alejadas en profundidad había enviado una débil señal, un ambiguo mensaje.

Alfred recibió la señal y se preguntó qué hacer con ella. Les había cogido miedo a los servicios públicos, pero tampoco iba a bajarse los pantalones aquí, delante de todo el mundo. Los tres hombres de antes podían volver en cualquier momento.

Tras una barandilla de protección que había a la derecha, vio una colección de planos y cilindros con una capa espesa de pintura, dos esferas de navegación, un cono invertido. Dada su carencia de miedo a las alturas, nada le impedía ignorar las gruesas letras de los avisos en cuatro idiomas, meterse por un lado de la barandilla, y salir a la superficie metálica como de papel de lija, en busca, digámoslo así, de un árbol tras el que esconderse para echar una meada. Estaba por encima de todo, e invisible.

Pero demasiado tarde.

Tenía empapadas las dos perneras del pantalón, una de ellas, la izquierda, casi hasta el tobillo. Humedad de calor y frío por todas partes.

Y, en el punto donde debería haber aparecido una ciudad, la costa, por el contrario, iba retirándose. Olas grises atravesaban aguas extrañas, y el temblor de las máquinas se hizo más elaborado, más difícil de ignorar. Una de dos: o el buque no había alcanzado aún la península de Gaspé, o ya la había dejado atrás. La respuesta que había dado a los hombres de las parkas era incorrecta. Estaba perdido.

Y desde la cubierta situada inmediatamente debajo llegó, traída por el viento, una risita. Un trino chillado, una alondra del norte.

Bordeó las esferas y los cilindros y se inclinó por fuera de la barandilla exterior. Unos metros más hacia popa había un reducido solario «Nórdico», secuestrado tras una mampara de cedro, y alguien situado donde ningún pasajero tenía permitido situarse bien podía mirar por encima de la valla y contemplar a Signe Söderblad, sus brazos y muslos y vientre punteados por el frío, las dos frambuesas gemelas y regordetas a que se le habían quedado reducidos los pezones bajo un súbito cielo gris hibernal, el agitado vello de jengibre entre las piernas.

El mundo diurno flotaba sobre el mundo nocturno y el mundo nocturno intentaba anegar el mundo diurno, y él hacía tremendos esfuerzos, tremendos esfuerzos, para mantener estanco el mundo diurno. Pero acababa de producirse una penosísima brecha.

Llegó entonces otra nube, mayor, más densa, que viró el golfo de debajo al negro verdoso. Buque y sombra en colisión. También vergüenza y desesperanza.

¿O era el viento, que le hería las velas del impermeable?

¿O era la inclinación del barco?

¿O el temblor de sus piernas?

¿O el temblor paralelo de las máquinas?

¿O un sortilegio que se desvanecía?

¿O la invitación pendiente del vértigo?

¿O la relativa calidez de la invitación del agua abierta a quien está empapado y se hiela en el viento?

¿O se inclinaba hacia delante, deliberadamente, para ver de nuevo el monte de venus de jengibre?

—Qué adecuado resulta —dijo Jim Crolius, experto asesor financiero internacionalmente famoso— estar hablando de dinero en el Crucero de Lujo Colores del Otoño de la Nordic Pleasurelines. Una hermosa mañana de sol, mis queridos amigos. ¿No es verdad?

Crolius hablaba desde un facistol, junto a un exhibidor de caballete en que aparecía escrito en tinta morada el título de su charla: «Cómo sobrevivir a las correcciones». Su pregunta provocó murmullos de asentimiento en las dos primeras filas, las situadas directamente frente a él, ocupadas por quienes habían llegado temprano para conseguir los mejores sitios. Alguien llegó incluso a decir:

—¡Sí,
Jim
!

Enid se sentía muchísimo mejor esa mañana, pero aún le persistían en la cabeza unas cuantas perturbaciones atmosféricas; así, por ejemplo, un nubarrón consistente en (a) rencor hacia las mujeres que se habían presentado en el Salón Calzaslargas a una hora tan absurdamente temprana, como si la rentabilidad potencial de los consejos de Jim Crolius hubiera dependido de la distancia a que uno se situara de él, y (b) especial rencor hacia el tipo agresivo de señora, modelo Nueva York, que se colaba a codazos, pasando por delante de todo el mundo, buscando el tuteo con el conferenciante (Enid estaba segura de que Crolius sabría percatarse de su presunción y de lo vano de sus halagos, pero existía el riesgo de que se dejase llevar por la cortesía y no las ignorara, para concentrar su atención en otras mujeres menos agresivas y con mejores méritos, y, además, del Medio Oeste, como ella), y (c) intenso enfado con Alfred por haber hecho
dos
paradas en los servicios, camino del desayuno, lo cual había impedido que ella saliese del comedor Kierkegaard con la antelación suficiente para asegurarse la primera fila.

Pero el nubarrón se disipó tan pronto como se había juntado, y el sol volvió a brillar en todo su esplendor.

—Bueno, pues lamento ser yo el primero en decírselo, a los del fondo, pero desde donde yo estoy —decía Jim Crolius—, aquí, junto al ventanal, se ven nubes en el horizonte. Podrían ser nubéculas blancas y cariñosas. Pero también podrían ser negras nubes de lluvia. ¡Las apariencias engañan! Desde donde yo estoy da la impresión de que la ruta está despejada, pero no soy ningún experto. Puede que esté llevando la embarcación directamente contra unos arrecifes. Porque, claro, a ustedes no les gustaría nada ir en un barco sin capitán, ¿verdad? Un capitán que disponga de todos los mapas y de todos los cachivaches necesarios, todo a la última, toda la parafernalia. ¿Verdad? Radar, sonar, Sistema de Posicionamiento Global —Jim Crolius iba contando con los dedos los instrumentos que mencionaba—. ¡Satélites en el espacio exterior! Una tecnología la mar de bonita. Pero alguien tiene que recoger toda esa información, si no queremos vernos todos en serios apuros. ¿Verdad? Estamos flotando en la superficie de un profundísimo océano. Su vida, la vida de cada uno de ustedes. Con todo esto, lo que les digo es que a lo mejor no les hace falta a ustedes dominar personalmente todos esos conocimientos técnicos, todo lo último, toda la parafernalia. ¡Pero más nos vale a todos que el capitán sea bueno, cuando nos toca surcar los procelosos mares de las finanzas!

Hubo aplausos procedentes de la primera fila.

—Este tío se cree que acabamos de cumplir ocho años —susurró Sylvia a Enid.

—Es solamente la introducción —le devolvió Enid el susurro.

—La situación nos viene al pelo, también —prosiguió Jim Crolius—, porque desde aquí vemos el cambio de las hojas. El año tiene sus ritmos: invierno, primavera, verano, otoño. Todo es un ciclo. Tenemos nuestras subidas de primavera, nuestras bajadas de otoño. Igual que el mercado. La actividad comercial tiene sus ciclos, ¿verdad? El mercado puede mantenerse en alza, durante cinco, diez, incluso quince años. Lo hemos visto, en el transcurso de nuestras vidas. También hemos visto correcciones. Ustedes pensarán que tengo pinta de chiquito joven, pero en mi vida ya he visto por lo menos una auténtica
ruptura
del mercado. Mete miedo. Los ciclos de la actividad comercial. Y ahora, amigos míos, ahí, ahí afuera, tenemos un considerable despliegue de verdes. Hemos tenido un verano largo y espléndido. De hecho, y levanten la mano los que sí, por favor, ¿cuántos de ustedes pagan por este crucero, en todo o en parte, basándose en la solidez de sus inversiones?

Un bosque de manos alzadas.

Jim Crolius asintió satisfecho.

—Pues bien, queridos, no tengo más remedio que comunicárselo a ustedes: las hojas están empezando a cambiar. Por muy verdes que se les presenten a ustedes, ahora, en este momento, la situación no sobrevivirá al invierno. Ni que decir tiene, claro, cada año es distinto, cada ciclo es distinto. Nunca se sabe exactamente cuándo va a cambiar el verde. Pero si estamos aquí, todos, es porque somos gente previsora. Todos y cada uno de los aquí presentes, por el mero hecho de estar aquí, ya me han demostrado que son listos invirtiendo. ¿Saben por qué?
Porque todavía era verano cuando ustedes salieron de sus casas.
Cada uno de los aquí presentes ha sido lo suficientemente previsor como para saber que algo iba a cambiar en este crucero. Y la pregunta que todos nos hacemos, hablo metafóricamente, la pregunta que todos nos hacemos es: ¿Se convertirá el espléndido verde que ahí afuera vemos en un dorado no menos espléndido? ¿O ha de secarse en las hojas, durante el invierno de nuestro descontento?

El salón Calzaslargas estaba electrizado de emoción, ahora. Hubo murmullos de «¡Maravilloso, maravilloso!».

—Menos ruido y un poco más de nueces —dijo Sylvia Roth, con sequedad.

La muerte, pensó Enid. Este hombre está hablando de la muerte. Y todos los que le aplauden son tan viejos…

Pero ¿dónde estaba el mordiente de esta afirmación? Aslan se lo había llevado.

Jim Crolius se volvió hacia el exhibidor y pasó a la primera de sus grandes páginas impresas. El titular de la segunda era cuando cambia el clima, y los diversos epígrafes —Fondos, Obligaciones, Acciones Ordinarias, etc.— obtuvieron de las primeras filas un asombro carente de toda proporción con el contenido informativo. Por un momento, Enid tuvo la impresión de que Jim Crolius estaba haciendo un análisis técnico del mercado muy parecido a esos en que su broker de St. Jude le recomendaba que no se fijase nunca. Sin tener en cuenta los mínimos efectos del viento a baja velocidad, algo que se «desploma» (algo de valor que se «desploma» en «caída libre») experimenta, por acción de la gravedad, una aceleración de 980 centímetros por segundo al cuadrado, y, teniendo en cuenta que la aceleración es la derivada de segundo orden de la distancia, el estudioso puede calcular la integral sobre la distancia que el objeto ha recorrido (unos 9 metros), para medir así su velocidad (12,8 metros por segundo) cuando pasa por el centro de una ventana de 2,44 metros de altura; y, suponiendo un objeto cuya longitud sea de 182,88 centímetros, y suponiendo también, en aras de la sencillez, una velocidad constante en el intervalo considerado, derivar una cifra de aproximadamente cuatro décimas de segundo de visibilidad plena o parcial. No es gran cosa, cuatro décimas de segundo. Si no está una mirando de frente y tiene la cabeza ocupada en el lento cálculo de las horas que faltan para la ejecución de un joven asesino, sólo verá algo oscuro pasar a toda prisa. Pero si ocurre que una está mirando de frente por la ventana y que una se siente como nunca de tranquila, cuatro décimas dé segundo son tiempo más que suficiente para darse cuenta de que el objeto que cae es el mismo marido con quien lleva una cuarenta y siete años casada; para percatarse de que lleva puesto ese horroroso impermeable negro y deforme, impresentable en público, pero que él se empeñó en meter en la maleta, para el viaje, igual que se empeña en llevarlo a todas partes; para experimentar no sólo la certidumbre de que algo horrible acaba de suceder, sino también un muy peculiar sentimiento de intrusión, como si estuviera una asistiendo a un espectáculo al cual, por naturaleza, no debería asistir, como el impacto de un meteorito o la cópula de las ballenas; e incluso para observar la expresión en el rostro del marido, para tomar nota de su casi juvenil belleza, su rara serenidad, porque ¿a quién iba a ocurrírsele que aquel hombre tan enrabietado fuera a caer con semejante gracia?

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