Las correcciones (76 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Lo cual era otro modo de decir que estaba cansado.

Se colocó la galleta en la boca. La masticó cuidadosamente y se la tragó. Era un infierno envejecer.

Afortunadamente, había varios cientos de lucecitas más en la caja de Maker's Mark. Alfred, metódicamente, fue probando cada juego en el enchufe. Encontró tres ristras cortas que funcionaban a la perfección, pero todas las demás estaban inexplicablemente muertas o eran tan viejas que lucían en tono apagado y amarillento; y tres ristras cortas no alcanzaban a cubrir el árbol entero.

En el fondo de la caja aparecieron varios paquetes de bombillas de repuesto, todos ellos minuciosamente rotulados. Encontró ristras que él había empalmado tras seccionarles el trozo defectuoso. Encontró viejas ristras seriales cuyas tomas rotas había recompuesto con unas gotitas de soldadura. Le sorprendía, retrospectivamente, haber tenido tiempo de efectuar todas esas reparaciones, con lo ocupado que estuvo siempre.

¡Los mitos, el optimismo infantil del arreglo! La esperanza de que un objeto nunca llegara a pasarse. La boba fe en que siempre habría un futuro en el que él, Alfred, no sólo seguiría vivo, sino también con fuerzas para hacer reparaciones. La callada convicción de que la frugalidad y la pasión por conservar las cosas acabarían teniendo sentido alguna vez, más adelante: de que algún día se iba a despertar convertido en una persona completamente distinta, poseedor de infinitas fuerzas y no menos infinito tiempo libre para prestar la debida atención a todos los objetos que había salvado, para mantenerlos en funcionamiento, para que siguieran todos juntos.

—Lo que tendría que hacer es tirarlo todo de una puñetera vez —dijo en voz alta.

Las manos asintieron con sus movimientos. Las manos siempre asentían.

Llevó la escopeta al taller y la apoyó contra el banco del laboratorio.

El problema era insoluble. Había estado en agua salada extremadamente fría, con los pulmones medio inundados y con calambres en las pesadas piernas y con un hombro inútil, colgando de la articulación, y lo único que tendría que haber hecho era no hacer nada. Dejarse ir y ahogarse. Pero movió las piernas, fue un reflejo. No le gustaban las profundidades y, por consiguiente, movió las piernas, y luego, desde arriba, llovieron artilugios flotadores de color naranja, en uno de cuyos agujeros metió el brazo hábil que le quedaba, al mismo tiempo que una combinación verdaderamente grave de ola y resaca —la estela del
Gunnar Myrdal
— lo sometía a un centrifugado gigantesco. Todo lo que habría tenido que hacer, en aquel momento, era dejarse ir. Y, sin embargo, allí, mientras se ahogaba, en pleno Atlántico Norte, también tenía muy claro que en el
otro
sitio no iba a haber objetos de ninguna clase; que aquel miserable artefacto flotador de color naranja por cuyo agujereo había metido el brazo, ese trozo de espuma recubierto, fundamentalmente inescrutable y falto de generosidad, sería un DIOS en el mundo sin objetos, en el mundo de muerte hacia el cual se encaminaba, sería el SUPREMO-YO-SOY-EL-QUE-SOY en aquel universo de no ser. Durante unos minutos, el artefacto flotador de color naranja fue el único objeto que poseía. Era su último objeto y, por ende, instintivamente, lo amaba, y hacia sí lo atraía.

Luego lo izaron del agua y lo secaron y lo envolvieron. Lo trataron como a un niño, mientras él reconsideraba lo pertinente de haber sobrevivido. No le había pasado nada, salvo la ceguera de un ojo y el no funcionamiento del hombro y otras cosas de menor consideración, pero le hablaban como si hubiera sido un idiota, o un muchachito, o un loco. En esa fingida solicitud, ese desprecio apenas disimulado, vio el futuro por el que había optado estando en el agua. Era un futuro de clínica geriátrica, y lo hizo llorar. Más le habría valido haberse ahogado.

Cerró con llave la puerta del laboratorio, porque, en el fondo, todo se reducía a la intimidad, ¿o no? Sin la intimidad, no tenía sentido ser individuo. Y poca intimidad iban a consentirle en una clínica geriátrica. Serían todos como los del helicóptero, y no lo dejarían en paz.

Se desabrochó los pantalones, se sacó el andrajo que guardaba en los calzoncillos, plisadito, y orinó en una lata de café Yuban.

Había comprado la escopeta un año antes de retirarse. Imaginó que el retiro le aportaría una radical transformación. Se imaginó cazando y pescando, se imaginó de vuelta en Kansas y Nebraska, en un pequeño bote, al amanecer; imaginó una vida ridícula e improbable, una especie de recreación de sí mismo.

La escopeta poseía un mecanismo aterciopelado, que invitaba a la acción, pero, cuando ya la había comprado, un estornino se rompió el cuello contra la ventana de la cocina, mientras en casa estaban almorzando. No pudo terminar de comer, pero tampoco pudo utilizar la escopeta.

La especie humana dominaba la tierra y aprovechaba este dominio para exterminar otras especies y calentar la atmósfera y, en general, estropearlo todo, modificándolo a semejanza del hombre; pero también pagaba su precio por tales privilegios: que el cuerpo animal de su especie, finito y concreto, contuviera un cerebro capaz de concebir lo infinito, y ansioso de serlo.

Llegó un momento, sin embargo, en que la muerte dejaba de ser quien imponía la finitud para trocarse en la última oportunidad de transformación radical, el único portal practicable que conducía al infinito.

Pero ser visto como armazón finito en un mar de sangre y astillas de huesos y materia gris —infligir esta versión de uno mismo a los demás— era una violación de la intimidad: tan profunda, que parecía capaz de sobrevivirle.

También le asustaba que doliese.

Y había una pregunta importante cuya respuesta aún necesitaba oír. Iban a venir sus hijos, Gary y Denise, quizá incluso Chip, el intelectual. Era posible que Chip, si venía, supiese contestar la pregunta importante.

Y la pregunta era:

… la pregunta era:

Enid no se avergonzó en absoluto, ni siquiera un poquito, mientras sonaban las bocinas de aviso y el
Gunnar Myrdal
se estremecía con la inversión de sus propulsores y Sylvia Roth la llevaba por entre la multitud que atestaba el salón Pippi Calzaslargas, gritando: «¡Es la mujer, es la mujer! ¡Déjennos pasar!» Tampoco se sintió a disgusto viendo de nuevo al doctor Hibbard, cómo se ponía de rodillas en la pista de
shuffleboard
e iba cortando la ropa húmeda de su marido con unas finas tijeras quirúrgicas. Ni siquiera cuando el director adjunto del crucero la estaba ayudando a hacer las maletas de Alfred y encontró un pañal amarillo en un cubo para hielo; ni siquiera cuando Alfred se puso a insultar a las enfermeras y los camilleros —ya en tierra firme—; ni siquiera cuando el rostro de Khellye Withers, en la tele, en la habitación del hospital, la hizo pensar que era el día antes de la ejecución de Withers y ella no le había expresado una palabra de consuelo a Sylvia.

Volvió a St. Jude de tan buen talante, que fue capaz de llamar a Gary y confesarle que no había enviado por correo a la Axon Corporation la certificación notarial de cesión de licencia firmada por Alfred, que la había escondido en el lavadero. Cuando Gary le dio la decepcionante noticia de que, a fin de cuentas, cinco mil dólares no estaban mal, como pago por la licencia, bajó al sótano a buscar la certificación notarial de cesión y no la encontró donde la había escondido. Con rara desenvoltura, llamó a Schwenksville y pidió a los de Axon que le enviaran un duplicado de los contratos. Alfred quedó sorprendido cuando se los puso delante para que los firmara, pero ella se limitó a mover las manos como diciendo que, bueno, ya se sabe, hay cosas que se pierden en el correo. Dave Schumpert volvió a hacer de notario, y Enid siguió tan campante hasta que se le terminó el Aslan y creyó morirse de vergüenza.

Era una vergüenza paralizadora y atroz. Ahora le parecía muy grave lo que una semana antes no se lo parecía: que mil pasajeros felices del
Gunnar Myrdal
hubieran podido ver con sus propios ojos lo raros que eran ella y Alfred. En el barco, todo el mundo comprendió que la escala en la histórica Gasté se había retrasado, y que habían tenido que cancelar la visita a la pintoresca isla de Bonaventure porque el tullido del impermeable espantoso se había metido donde no debía, mientras su mujer se lo pasaba de rechupete en una conferencia sobre inversiones, porque acababa de tomarse una pastilla tan mala que ningún médico norteamericano estaba autorizado a recetarla, porque no creía en Dios y no respetaba las leyes, porque era horrible e indeciblemente
distinta
de los demás.

Se pasaba las noches sin dormir, aguantando la vergüenza y viendo en su imaginación las tabletas doradas. La abochornaban sus ansias por las tabletas, pero también estaba convencida de que sólo ellas podrían aportarle confortación.

A principios de noviembre llevó a Alfred al Corporate Woods Medical Complex, para la revisión neurológica bimestral. Denise, que había apuntado a Alfred en la experimentación de Fase II del Corecktall, le preguntaba con frecuencia a Enid si su padre daba la impresión de estar «demente». Enid le pasó la pregunta al doctor Hedgpeth durante una entrevista privada y Hedgpeth le contestó que la confusión periódica de Alfred hacía pensar en un Alzheimer incipiente o en la demencia de Lewy Body, momento en que Enid lo interrumpió para preguntarle si la causa de las alucinaciones podía estar en los reforzadores de dopamina. Hedgpeth no negó que fuera posible. Dijo que el único modo de descartar la demencia con toda seguridad era ingresar a Alfred en el hospital para una pausa de diez días en la medicación.

Enid, en su vergüenza, no le mencionó a Hedgpeth que la idea de meter a Alfred en un hospital le causaba cierto recelo. No mencionó la rabieta ni las cosas que volaron por los aires ni las maldiciones del hospital canadiense, ni tampoco el vuelco de las jarras de agua de poliestireno o los gota a gota con ruedas, hasta que sedaron a Alfred. Tampoco mencionó lo que Alfred le había pedido: que le pegase un tiro antes de volverlo a internar en un sitio así.

Tampoco quiso mencionar, cuando Hedgpeth le preguntó que qué tal le iba a ella, su problemilla con el Aslan. Temiendo que Hedgpeth la pusiera en la lista de personas sin voluntad, que van por ahí con los ojos fuera de las órbitas, deseando pillar algún fármaco, ni siquiera le preguntó si podía recetarle alguna «ayuda para dormir» que no fuese el Aslan. Pero sí mencionó que dormía mal. De hecho, lo subrayó bastante:
duermo muy mal.
Pero Hedgpeth se limitó a sugerirle que cambiara de cama. Y que tomara Tylenol PM.

Injusto le parecía a Enid, ahí acostada, a oscuras, con los ojos de par en par y su marido roncando al lado, que un fármaco de venta legal en tantos países no pudiera ella comprarlo en Estados Unidos. Injusto le parecía que tantas amigas suyas dispusieran de una «ayuda para dormir» de las que Hedgpeth no se había tomado la molestia de ofrecerle. ¡Qué cruel era Hedgpeth, con sus escrúpulos! Podría haber ido a otro médico, claro, y pedirle una «ayuda para dormir», pero ese otro facultativo, seguramente, habría querido saber por qué no se la recetaban sus propios médicos.

Así estaban las cosas cuando los Meisner, Bea y Chuck, se fueron a pasárselo bien a Austria, seis semanas de vacaciones familiares. El día anterior a la marcha de los Meisner, Enid almorzó con Bea en Deepmire y le pidió que le hiciese un favor en Viena. Le puso en la mano a Bea un papelito en que había copiado los datos de un envase de muestra vacío: —
Aslan «Crucero» (citrato de radamantina 88% cloruro de 3-metilradamantina 12%)
— con la anotación:
Temporalmente no disponible en los Estados Unidos. Necesito reservas para seis meses.

—Oye, pero déjalo, si te supone algún inconveniente —le dijo a Bea—. Lo que pasa es que si Klaus te hace una receta, siempre será mucho más fácil que importarla desde aquí, por mediación de mi médico. Pero, vamos, lo que verdaderamente deseo es que os lo paséis muy bien en mi país favorito.

Enid no podría haberle pedido tan bochornoso favor a nadie más que a Bea. Y sólo se atrevió a pedírselo porque (a) Bea era un poco tontita, y (b) el marido de Bea, en cierta ocasión, había utilizado información reservada para efectuar una vergonzosa compra de acciones de Erie Belt, y (c) Enid estaba en la impresión de que Chuck nunca le había agradecido suficientemente a Alfred, ni compensado, aquella confidencia desde dentro.

Y, sin embargo, apenas se habían marchado los Meisner cuando la vergüenza de Enid experimentó un misterioso alivio. Como si algún mal de ojo hubiera cesado en sus efectos, empezó a dormir mejor y a pensar menos en el fármaco. Puso en juego sus facultades de desmemoria selectiva para sobrellevar el favor que le había pedido a Bea. Empezó otra vez a sentirse la misma de siempre, es decir: optimista.

Compró dos billetes de avión a Filadelfia para el 15 de enero. Les contó a sus amigas que la Axon Corporation estaba poniendo a prueba una nueva terapia cerebral, interesantísima, que se llamaba Corecktall, y que Alfred iba a tomar parte en las pruebas, por haberle vendido la patente a la Axon. Dijo que Denise se estaba portando como una reina y que los iba a tener a los dos, a Alfred y ella, en su casa de Filadelfia, mientras duraran las pruebas. Dijo que no, que Corecktall no era un laxante, sino un nuevo y revolucionario tratamiento del mal de Parkinson. Dijo que sí, que el nombre se prestaba a confusión, pero que no era un laxante.

—Diles a los de la Axon —le comunicó a Denise— que papá tiene síntomas leves de alucinación, pero que su médico los considera probablemente
relacionados con los fármacos.
Así que, mira, si el Corecktall le sienta bien, lo que hacemos es quitarle la medicación, y se le pasarán las alucinaciones.

Les contó no sólo a sus amigas, sino a todos sus conocidos de St. Jude, incluido el carnicero, el broker y el cartero, que su nieto Jonah pasaría las vacaciones de Navidad con ellos. Ni que decir tiene que le disgustaba la idea de que Jonah y Gary sólo fueran a estar tres días y de que se marcharan a media mañana del mismo día de Navidad, pero había un montón de cosas muy divertidas que bien podían caber, apretadas, en esos tres días. Tenía entradas para el espectáculo de luz de Christmasland y para
El cascanueces;
también estaban en programa el arreglo del árbol, el trineo, los villancicos y los servicios de Nochebuena en la iglesia. Desenterró recetas de dulces que llevaba veinte años sin utilizar. Se proveyó de ponche de huevo.

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